S. es un hombre singular: la mayoría de las veces me sorprende por el simple hecho de actuar con la sencillez del mistico y el cínismo del ateo irredimible que es. ¿UnOximorón? En absoluto. Creo que el espiritu humano es capaz de reflejar en si mismo los infinitos motivos y contrastes del pensamiento. Una enorme vorágine de ideas y pensamientos, que se complementan y se estructuran para crear una dimensión totalmente nueva, una expresión novedosa de esa entidad abstracta y absurdamente incomprensible que llamamos personalidad. Con todo, siempre habrá quién sea capaz de construir - no solo asumir - la circunstancia que cada día somos una criatura distinta de nuestra imaginación: una fugaz escena de oblongo significado capaz de ilustrar a grandes rasgos esa conciencia finisecular del mundo de la que alguna manera somos reflejo.
Le miro, mientras pule con concienzuda concentración mi escritorio, la biblioteca, el anaquel de madera que ha visto mejores épocas. Para mi sorpresa, me telefoneó muy temprano para explicarme que vendría a limpiar mi departamento, que, como hogar de una soltera en los últimos años de la veintena, tiene la apariencia de una diminuto campo yermo: papeles, libros y revistos acumulandose sobre mesas y muebles, las camas deshechas, los cuadros cubiertos por una diminuta capa de polvo. Los pisos manchados por gotas fugitivas de café. Las ventanas entreabiertas ennegrecidas por la contaminación. Lo admito, entre mis virtudes no se cuenta la del orden y mucho menos, la de esa expresión responable del ornato hogareño. Vamos, que soy un pequeño caos diametral que parece excederme por el simple hechoo resultarme anecdótico. Guardo revistas de años anteriores por el solo placer de recordar su primera lectura. Conservo figurillas de porcelana de dudosa estética porque me agrada la forma como la luz se refleja en la superficie. Le otorgo valor y cierta prestancia a los muebles viejos y opacos, las sillas desvencijadas. Pero para S., el orden es una necesidad mimética y concreta: la belleza nace de unde un cierto sistema de valores armónico que me lleva esfuerzos comprender. De manera que en silencio, tomando sorbos de café fugitivo, lo observo mientras crea su propio concepto de belleza a través del brillo de la madera limpia o la impecable ternura de las sábanas bien tendidas. De vez en cuando me dedica una mirada, sonríe. Siento una emoción nítida y furiosa en esa simple intimidad, en esa calidez un tanto incomprensible que compartimos en esta mañana opalina de un sábado cualquiera.
Finalmente, el departamento tiene un aspecto inmáculo. Me acerco a S., le tomo de la mano. Sus labios en los mios. Una fugitiva sensación de complicidad. Acaricio su cabello, su rostro, con gestos ciegos, como si me perteneciera. Y tal vez creo que es así. Lo creo mientras el beso se transforma en un suspiro, en un gemido, en un grito. Mientras nos dejamos caer en la alfombra seca, que nos raspa la piel y reímos a carcajadas, sofocados por la sensación de fatua felicidad que nos embarga de pronto. Y sigo creyendo que tal vez sea asi, incluso cuando un silencio placentero se extiende entre nosotros, yaciendo en una desnudez casi inocente en medio de esta placida sencillez. ¿Quienes somos? ¿Quienes fuimos?
No lo sé.
De nuevo, a solas. Con la cámara en las manos tratando de eternizar una mínima variación de luz. Pero aun sonrío. Tal vez eso es suficiente para crear un deseo, una exuberante - y por supuesto engañosa - satistacción.
Se alza el telón, de nuevo, en medio de la luz de la razón.
Le miro, mientras pule con concienzuda concentración mi escritorio, la biblioteca, el anaquel de madera que ha visto mejores épocas. Para mi sorpresa, me telefoneó muy temprano para explicarme que vendría a limpiar mi departamento, que, como hogar de una soltera en los últimos años de la veintena, tiene la apariencia de una diminuto campo yermo: papeles, libros y revistos acumulandose sobre mesas y muebles, las camas deshechas, los cuadros cubiertos por una diminuta capa de polvo. Los pisos manchados por gotas fugitivas de café. Las ventanas entreabiertas ennegrecidas por la contaminación. Lo admito, entre mis virtudes no se cuenta la del orden y mucho menos, la de esa expresión responable del ornato hogareño. Vamos, que soy un pequeño caos diametral que parece excederme por el simple hechoo resultarme anecdótico. Guardo revistas de años anteriores por el solo placer de recordar su primera lectura. Conservo figurillas de porcelana de dudosa estética porque me agrada la forma como la luz se refleja en la superficie. Le otorgo valor y cierta prestancia a los muebles viejos y opacos, las sillas desvencijadas. Pero para S., el orden es una necesidad mimética y concreta: la belleza nace de unde un cierto sistema de valores armónico que me lleva esfuerzos comprender. De manera que en silencio, tomando sorbos de café fugitivo, lo observo mientras crea su propio concepto de belleza a través del brillo de la madera limpia o la impecable ternura de las sábanas bien tendidas. De vez en cuando me dedica una mirada, sonríe. Siento una emoción nítida y furiosa en esa simple intimidad, en esa calidez un tanto incomprensible que compartimos en esta mañana opalina de un sábado cualquiera.
Finalmente, el departamento tiene un aspecto inmáculo. Me acerco a S., le tomo de la mano. Sus labios en los mios. Una fugitiva sensación de complicidad. Acaricio su cabello, su rostro, con gestos ciegos, como si me perteneciera. Y tal vez creo que es así. Lo creo mientras el beso se transforma en un suspiro, en un gemido, en un grito. Mientras nos dejamos caer en la alfombra seca, que nos raspa la piel y reímos a carcajadas, sofocados por la sensación de fatua felicidad que nos embarga de pronto. Y sigo creyendo que tal vez sea asi, incluso cuando un silencio placentero se extiende entre nosotros, yaciendo en una desnudez casi inocente en medio de esta placida sencillez. ¿Quienes somos? ¿Quienes fuimos?
No lo sé.
De nuevo, a solas. Con la cámara en las manos tratando de eternizar una mínima variación de luz. Pero aun sonrío. Tal vez eso es suficiente para crear un deseo, una exuberante - y por supuesto engañosa - satistacción.
Se alza el telón, de nuevo, en medio de la luz de la razón.
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