viernes, 19 de junio de 2009

La responsabilidad y el tiempo de las Hogueras.


Escucho al Ayatollá Ruhollah Khomeinii en alocución vivo y directo desde Teheran. Una multitud de oyentes - algunos con las cintas verdes de Mussavi en la muñeca - le escuchan con un fervor profundamente sentido, casi inquietante. Simple fe. El lider religioso habla de manera pausada, casi amable. Pondera sobre la arrogancia, la inspiración divina, el deber fraterno que todos nos debemos como gran familia humana. Un murmullo de aprobación recorre a la congregación que sigue sus palabras. El lider asiente, con semblante serio y comedido. Se sabe querido, respetado, admirado. Quizá temido. No ofrece concesiones a la oposición que ha marchado durante cinco días continuos en las calles de Teheran. Como un padre que reprende a un hijo rebelde, castiga con su indiferencia las demandas de una contraofensiva joven, moderna, que intenta transgredir la linea sutil pero concreta del poder en Irán.

El poder del misterio religioso, la autoridad moral.

En Irán, a diferencia de lo que ocurre en el mundo Occidental el deber religioso se encuentra un escaño por encima de la política local. Una autoridad lapidaria, irrefutable, probablemente irracional. El cuestionado presidente Mahmud Ahmadineyad, a pesar de ejercer su cargo presidencial con puño de hierro y con la flagrante crueldad de un tirano, nunca podrá transgredir una línea intelectual que divide el ejercicio del poder y el núcleo más profundo del sentido de la identidad iraní, como pueblo y cultura. El poder ancestral de la fe y la creencia, que brinda al Ayatollá de un aura de infalibilidad que probablemente resulte incomprensible para la nueva generación de Iraníes que protagonizan multitudinarias protestas callejeras y utilizan el Twitter como principal herramienta de lucha. Pero, mientras la batalla por el cambio y una revolución de la idea social Iraní continua llevandose a cabo en las calles, el Ayatollá, envestido de un poder supremo y tal vez incomprensible para el pensamiento moderno, acaba de darla por terminada con la autoridad silenciosa pero contudente que le brinda el pensamiento histórico de su país.

El lider eleva las manos en oración: Invoca a un Dios justiciero y cruel que aun es real para quienes le escuchan arrobados, abrumados por la evidencia de la huella divina en el hombre a quién la creencia, el temor, la costumbre y quizá la historia ha hecho santo. Y mientras la multitud inclina la cabeza y reza, los gritos de los jovenes que son golpeados y heridos por las fuerzas del orden Iraníes parecen carecer de orden y sentido, de verdadera contundencia. El Padre moral Iraní ordena silencio y su pueblo calla, obediente y temoroso.

Quizá.

Apago el televisor con una sensación de profunda desazón. Me pregunto si el hombre jamás abandonará el hábito de obedecer por simple necesidad de hacerlo. Dioses, Mesia, Reyes, Papa, Tirado. Liberador. El nombre cambia a través de los siglos pero la idea continua siendo la misma: el temor, la sumisión por la mera decisión de no transgredir una voluntad pretendidamente superior. Una vez escuché que el mundo musulman aun vivía lo que el Cristianismo en el medioevo: el dolor religioso como forma de control social. Aun así, me pregunto si en realidad, esta ciega necesidad de admitir una verdad superior no será un instinto inveterado y atávico en el hombre, en quién no desea cuestionar o elevarse por encima de las ideas que le restringuen a una circunstancia concreta: la ausencia de responsabilidad con su propia capacidad para decidir su futuro. Un pensamiento deprimente sin duda. Tomo un sorbo de café con una lejana sensación de tristeza, pura frustración, que no sé muy bien a qué atribuir. Tal vez, al simple temor de ese vacio de las ideas que divide a la sociedad entre los obedecientes y los que deben ser obedecidos. Un mutimo argumental, un nítido sufrimiento diamentral.


Suspiro, miro por la ventana. El caos de mi país - joven, deshilachado por los bordes, fragmentado en mil matices inabarcables - me parece por una vez hermoso. Un reflejo de mi deseo de comprender y crear. Una escena absurda de la realidad.

Se levanta el telón de nuevo, en la simple desazón.

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