lunes, 17 de mayo de 2010

Del Infinito y otros misterios personales


A veces siento que la vida es un recuerdo único que le da forma a todo lo demás. Es como que si todo lo que sucede antes o después de ese momento, conformara una idea por si misma, totalmente independiente de todo lo demás. A veces se trata de un olor, otras veces de un sonido, una imagen, incluso un objeto o el concepto que relacionamos con él. Es como un pequeño pliegue en la memoria, de textura y forma única. Y es, más que una vivencia, una capacidad fronteriza de darle forma a ese enorme horizonte llano que es nuestra memoria.

En mi caso, es la primera vez que me tendí en el suelo del jardin de mi abuela, a mirar la cúpula celeste. Ver el cielo nocturno siempre ha sido para el hombre una conexión mística, una manera de vincular la idea de presente egocentrica, con algo infinitamente más amplio y trascendental. Aferrada a la tierra, sintiendome suspendida en la hierba húmeda me gustaba mirar las estrellas por horas. Solía contemplar Venus, la más brillante de todas e imaginar que se trataba de un mundo semejante a la tierra, poblado por plantas, animales y civilizaciones , pero todos distintos a los que tenemos aquí. Después de ponerse el sol, levantaba la mirada al cielo y escudriñaba ese puntito luminoso. Al compararlo con las nubes cercanas, aún iluminadas por el sol, me parecía amarillento. Trataba de imaginar qué pasaba allí arriba. Una extraña sensación de maravilla y miedo me atormenta, me aplasta un poco, me quita el aliento.

Escucho una carcajada en mi mente. Sí, que placer esa sensación de estrafalaria fascinación. Me siento tan diminuta ahora, ante la enorme curvatura de una noche cualquiera. Podría ser hace mil años y tener la misma forma, o simplemente no existir, y este cielo, esta noche, sería exactamente igual. Trascendencia. Absoluta, arrolladora.

Toco nuevamente la tierra bajo su cuerpo, fija, sólida, que inspiraba confianza. Con cuidado, me incorporo, mirando a diestra y siniestra, toda la extensión del tiempo. Podría divisar el horizonte y el mundo me parecería plano, aunque sabía que en realidad era redondo, una gran pelota que daba vueltas en medio del cielo...una vez al día. Traté de imaginar cómo giraba, con millones de personas una idea tan antigua con las estrellas que brillan luego de su muerte.

Me tiendo una vez más sobre la hierba y procuro sentir la rotación, mirando de nuevo a Venus, como punto de referencia. A lo mejor lo percibía, aunque fuera un poco. En la margen opuesta del lago, Venus titilaba entre las ramas más altas de los árboles. Entrecerrando los ojos, daban la impresión que de ella partían rayos de luz.
Cerrándolos aún más, los rayos docilmente cambiaban de forma.


Un milagro, pequeño prodigio, la luz bailando entre mis pestañas. Tanta inocencia e ingenuidad.

Sí, las estrellas en mi mente.

Ahora, de adulto, todavía sonrio y miro las estrellas durante horas, embelesada. Una eternidad en un segundo, en la pupila de mis ojos. El significado de todas las cosas unido, casi comprendido por este fino hilo de certeza. Luego, la pequeña soledad de la ignorancia, el fragmento de tiempo que tiene mi nombre, la certeza de la verdad.

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