Sueño que estoy soñando. Y mientras me veo reflejada en ese eco onírico, escribo, sonriendo, recordando - tal vez viviendo un poco - una escena que atesoro con especial cuidado, entre las manos de mis ideas, protegido de sabor del viento del olvido y resguardado del sol de la realidad inclemente. La memoria es un territorio misterioso e inesperado. Un lugar de la aventura, una perinola (¿se seguirá usando en alguna región de Venezuela?) de sensaciones que giran ante la situación más trivial. La memoria que va siempre acollarada de la imaginación —esa “loca de la casa” como la llamaban en la Edad Media, frase finalmente reeditada por Rosa Montero en su magnifico libro-, nos transporta, nos envuelve, nos hace anclar en un tiempo paralelo al actual. No obstante, la memoria no es el unico atributo de la idea como lenguaje. Digamos que es una de las formas más evetuales como podemos atesorar - dar sentido, aglutinar, condensar, crear - el mero deseo de comprender quienes somos y porque somos de esa manera.
¿A que viene esta disertación? se preguntará alguno de mis amables lectores. Debo decir que no hay un motivo concreto, pero de haberlo sería ese sabor infinitamente exquisito de recordar a través de la lectura, de rememorar a través de las frases y las palabras de algun querido habitante de nuestra personal memoria literaria. Ah, sí, definitivamente, una sensación magnifica, una moral contricta que se abre en dos apreciaciones, en un único nudo de verbo y gracia.
Tomar un libro y comenzar a recordar es un ejercicio intelectual magnifico, intimo y sin paragón. ¿Quién era cuando leí por primera vez la Fábula Gótica Drácula, con sus pequeños devaneos pálidos de damas victorianas y caballeros valorosos en busca de un monstruo de sed voluptuosa? ¿Como era esa jovencita que se afanaba por recorrer los laberinto de Somerset Maugan, conmovida y pesarosa por la historia del chico cojo? Ah, veo pasar el tiempo, mientras recorro mi biblioteca y recupero titulos, historias, momentos, sabores, sensaciones, pequeños terrores. Hubo una época en que me encontré profundamente obsesionada con la Prosa de Stefan Sweig - que delicadeza, que profundidad, el temor de la belleza en medio del desastre - para luego retozar entre los campos futiles de Oscar Wilde - danzo, danzo, en medio del tiempo, no me reconozco, soy apenas una sombra-. Luego, me volví un poco meláncolica con Dickens y más tarde disfrute de mi perturbada visión de la verdad a través del puntilloso y destructor verbo de Virginia Woolf. Un bautizo de Fuego con Boukosky. Una revelación de la mano de Chordelor de Laclos. Un largo baile en sombras con Trevor Fisher. Deguste lentamente la belleza de la época dorada de un tiempo cristalino con Tolstoy. Me regodee en la culpa con Dostoievski. Ah, Nobokov, en esas tardes calientes y remotas de los veranos sin lluvia de mi adolescencia. Que sabor exquisito el de la fruta prohibida. Caminé a largas zancadas, con un ejemplar de "El benefactor" de Sontag bajo el brazo. Todo el tiempo de voz impregnado de palabras, de un dulce viento, mudo y acariciador que dotó de corporeidad hasta el último recuerdo. Soy quién soy, desde luego, gracias a la palabra, el puño cerrado, alzado en protesta. Una maravilla sagrada, fundida en el oro de la ambivalencia y la conciencia. La eterna busqueda, el espíritu alzandose más allá de sus confines, en tierna satisfacción.
A lo largo de casi tres décadas uno se transforma asi mismo en un producto de su propia idealización del espiritu más personal. Cambian nuestras ideas, nuestros gustos, nuestra visión de la realidad; cambiamos pero hay pequeñas reverberaciones que se mantienen constantes.
Un tiempo de reliquias de los confines más privados del pensamiento, una pequeña ceremonia intima con el rostro de un libro. La Gran creación de la razón personal.
¿A que viene esta disertación? se preguntará alguno de mis amables lectores. Debo decir que no hay un motivo concreto, pero de haberlo sería ese sabor infinitamente exquisito de recordar a través de la lectura, de rememorar a través de las frases y las palabras de algun querido habitante de nuestra personal memoria literaria. Ah, sí, definitivamente, una sensación magnifica, una moral contricta que se abre en dos apreciaciones, en un único nudo de verbo y gracia.
Tomar un libro y comenzar a recordar es un ejercicio intelectual magnifico, intimo y sin paragón. ¿Quién era cuando leí por primera vez la Fábula Gótica Drácula, con sus pequeños devaneos pálidos de damas victorianas y caballeros valorosos en busca de un monstruo de sed voluptuosa? ¿Como era esa jovencita que se afanaba por recorrer los laberinto de Somerset Maugan, conmovida y pesarosa por la historia del chico cojo? Ah, veo pasar el tiempo, mientras recorro mi biblioteca y recupero titulos, historias, momentos, sabores, sensaciones, pequeños terrores. Hubo una época en que me encontré profundamente obsesionada con la Prosa de Stefan Sweig - que delicadeza, que profundidad, el temor de la belleza en medio del desastre - para luego retozar entre los campos futiles de Oscar Wilde - danzo, danzo, en medio del tiempo, no me reconozco, soy apenas una sombra-. Luego, me volví un poco meláncolica con Dickens y más tarde disfrute de mi perturbada visión de la verdad a través del puntilloso y destructor verbo de Virginia Woolf. Un bautizo de Fuego con Boukosky. Una revelación de la mano de Chordelor de Laclos. Un largo baile en sombras con Trevor Fisher. Deguste lentamente la belleza de la época dorada de un tiempo cristalino con Tolstoy. Me regodee en la culpa con Dostoievski. Ah, Nobokov, en esas tardes calientes y remotas de los veranos sin lluvia de mi adolescencia. Que sabor exquisito el de la fruta prohibida. Caminé a largas zancadas, con un ejemplar de "El benefactor" de Sontag bajo el brazo. Todo el tiempo de voz impregnado de palabras, de un dulce viento, mudo y acariciador que dotó de corporeidad hasta el último recuerdo. Soy quién soy, desde luego, gracias a la palabra, el puño cerrado, alzado en protesta. Una maravilla sagrada, fundida en el oro de la ambivalencia y la conciencia. La eterna busqueda, el espíritu alzandose más allá de sus confines, en tierna satisfacción.
A lo largo de casi tres décadas uno se transforma asi mismo en un producto de su propia idealización del espiritu más personal. Cambian nuestras ideas, nuestros gustos, nuestra visión de la realidad; cambiamos pero hay pequeñas reverberaciones que se mantienen constantes.
Un tiempo de reliquias de los confines más privados del pensamiento, una pequeña ceremonia intima con el rostro de un libro. La Gran creación de la razón personal.
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