He vivido toda mi vida sintiendome un poco infiltrada. Incluso dentro de mi propia familia, que no obstante lo que puedan presumir mis amables lectors, es bastante tradicional en varios sentidos. Mis mayores temores en la infancia era de hecho, toda esa serie de extrañas expresiones espirituales que se manifiestan sin nombre, más allá de la habitual idea esencial del miedo. Durante mis largas noches de insomnio, sentia que los sonidos y las sombras se alargaban indefinidamente, hasta formar una especie de ritmo visceral tan parecido al de mis excentricas pesadillas que me hacian sentir atrapada dentro de mi propia mente. Habitualmente, solía levantarme y deambular entre las sombras, un pequeño espectro en pijama, desconcertado y cansado, aguardando por el amanecer redentor. Una idea sombría, sin duda, esa que el miedo pueda tener el rostro de un tiempo anedótico irreal. Nada de zombies o vampiros acechando al rabillo de mi conciencia. Solo la huella de una idea personal sobre el miedo. En ocasiones, me dejaba caer sobre el suelo, mirando la oscuridad, convencida que alguien me miraba entre ese espacio infinito que formaban las sombras. Más inquietante aun, era la sensación que tal vez podía ser así: una silueta comenzando a dibujarse entre las pequeñas grietas de la luz, un susurro discordante, irreal, fragmentario. Un temor expureo envolviendome como un hálito pernicioso. Los ojos muy abiertos, las manos firmemente apretadas. El corazón latiendome cada vez más rapido. El cuerpo inclinado y tenso, las sienes sudorosas. Un escalofrio helado paralizandome.
Horas trás hora. Quizá solo durante algunos minutos.
Abro los ojos. La textura del aire se hace más cálida, exquisita.
Lenta, como una ondulación, la luz del amanecer reverberando en la penumbra. Me acurruco en medio del tiempo intimo, suspiro. El miedo carece de forma ahora, es solo un recuerdo, un fragmento olvidado en medio de esta sensación de renovada esperanza. Una dualidad diametral y diminuta. Un suspiro venial.
La temprana adultez me devuelve a veces esa sensación de pureza indefinida, donde el miedo y la alegría tienen una forma nítida y profundamente arraigada en mi desesperación. Muchas veces, mi mente es un ágora, un debate virulento donde mi perspectiva siempre se encuentra en tela de juicio, en constante transformación. ¡Harta sí! Quisiera un instante de sencilla pasividad, de una pacifica aceptación. Me muerdo los labios, de pura frustración mientras desmenuzo cuidadosamente cada faceta de mi vida, cada nombre y rostro que forman el tapiz de mis pensamientos. Siento una angustia inexpresable, un profundo desconcierto y luego...solo silencio. Solo una plomiza y gris conciencia de todas las cosas, por encima de rostro, bajo mi conciencia.
Ah, es mucho pedir esta ligera renuencia a la pacifica benevolencia?
Probablemente.
Horas trás hora. Quizá solo durante algunos minutos.
Abro los ojos. La textura del aire se hace más cálida, exquisita.
Lenta, como una ondulación, la luz del amanecer reverberando en la penumbra. Me acurruco en medio del tiempo intimo, suspiro. El miedo carece de forma ahora, es solo un recuerdo, un fragmento olvidado en medio de esta sensación de renovada esperanza. Una dualidad diametral y diminuta. Un suspiro venial.
La temprana adultez me devuelve a veces esa sensación de pureza indefinida, donde el miedo y la alegría tienen una forma nítida y profundamente arraigada en mi desesperación. Muchas veces, mi mente es un ágora, un debate virulento donde mi perspectiva siempre se encuentra en tela de juicio, en constante transformación. ¡Harta sí! Quisiera un instante de sencilla pasividad, de una pacifica aceptación. Me muerdo los labios, de pura frustración mientras desmenuzo cuidadosamente cada faceta de mi vida, cada nombre y rostro que forman el tapiz de mis pensamientos. Siento una angustia inexpresable, un profundo desconcierto y luego...solo silencio. Solo una plomiza y gris conciencia de todas las cosas, por encima de rostro, bajo mi conciencia.
Ah, es mucho pedir esta ligera renuencia a la pacifica benevolencia?
Probablemente.
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