martes, 6 de julio de 2010

En homenaje a Frida Kahlo.


Desde muy niña, he considerado a Frida Kahlo como el epítome del poder de creación: Una tempestuosa necesidad de narrar su propia historia con belleza y fuerza. He admirado sus pinturas por años: me abruma y me hipnotiza el violento concepto del amor que expresa. Siempre que disfruto de sus fuertes líneas, sus maravillosos colores, esa primitiva expresión de poder en sus pinturas, me impregna la ternura de esa historia carente de sentido que se transforma en pura y radiante belleza, en una enorme metáfora de lo poderoso que puede llegar a ser el espiritu humano en su simple necesidad de comprensión. De manera que su vida, su obra, su visión, su espiritu, han sido para mi, una fuente inagotable de inspiración y de puro desconcierto.

Este pequeño cuento lo escribí en un sentido y humilde homenaje a su historia, a su espiritu, a su pasión. Elevate hacia un Universo que creaste y soñaste cada dia de tu vida, hermosa y poderosa Frida.

La casa Azul Coyoacán.

Tu historia comienza y termina en el mismo lugar: en esta casa de estuco y paredes azul intenso donde naciste y moriste. Los años transcurren demasiado rápido, hojas al viento que una divinidad indiferente deja escapar de sus manos. Recuerdos, voces, lagrimas, un hilo de plata extendiéndose màs allà de la memoria. Te odié cuando correteabas por mis pasillos, revoltosa e insoportable, te extrañé mientras no estuviste, que ausencia tan notoria la tuya. Y cuando volviste aquí para morir entre mis brazos, lloré en el silencio amargo de la soledad. Porque yaciendo en esa cama de madera, antesala del ataúd que nunca tuviste, no vi a la mujer destruida por años de dolor y sufrimiento en que te convertiste, sino en mi niña, ese ángel que tenía en el pecho un demonio, como una vez dijo tu padre. Fue una advertencia para Diego, ¿lo recuerdas?. Pero Diego no lo escuchó, sordo y mudo a nada que no fuera la pasión, brillante y enajenada, que sentía por ti.

Pensé mucho en ti cuando te fuiste, llevada por la vida. Mis paredes extrañaron tus dibujos diminutos en las esquinas, las patadas que agrietaron el viejo yeso. Mi niña querida, nunca fuiste como los otros. Cuando naciste, tenías los ojos abiertos. ¿A quién miraban? Quizás al futuro, que te destinaba un nombre, un sufrimiento, un amor, la fuerza ilimitada de un corazón indomable. Pero no, estoy equivocada. Cruda y descarnada como fuiste, seguramente mirabas el presente, el minuto que vivías, la energía pura de un solo anhelo: vivir!.

Tu ojos eran los de un adulto incluso cuando no eras más que una criatura pequeña, apretada contra las paredes, mirando, siempre mirando. Fueron esos ojos adultos quienes comprendieron con absoluta sinceridad imágenes que luego templaron tu alma. Tal vez los endurecidos campesinos Zapatistas se estremecieron ante el magnetismo que emanabas, nada más con tu silencio. Después de todo, los Carrancistas cruzaron por la calle Allende sin mirar hacía mí, sin advertir que bajo mi protección se encontraban sus enemigos, protegidos por tu influjo, por el sol naciente en tu pecho que luego podría iluminar el mundo. Nuestro mundo.

Ese brillo que deslumbraba a todos, mi niña, me fue imposible de olvidar. En ocasiones percibía esa fuerza, introvertida y sombría, palpitando a través de la risa escandalosa y el baile travieso. Cuando enfermaste, tendida en una cama, y tu madre te lavaba la piernita con agua de nogal y pañitos calientes, vislumbré esa necesidad tuya de vivir tan única, esa determinación de continuar, a pesar de todo, que moldeaba tu rostro y tu cuerpo. Me asusté, porque supe que Dios envía grandes pruebas a quienes pueden soportarla. Y yo sabía que podrías soportar más lo que cualquier pudiera suponer.

Pronto curaste, como yo esperaba. Y entonces, ¿quién podía soportarte?. A pesar de ser un pájaro herido, la vitalidad brotó de ti, fulgurante y magnifica. La pierna más débil, el leve cojeo, no te detuvieron para correr al encuentro de una joven madurez de líneas hieráticas y duras. Dejaste atrás las últimas bondades de la inocencia y mis paredes palpitaron de la sensualidad recién descubierta, la belleza profana de ese instante perfecto donde no hay nada más que juventud.

Un México desierto te recibió, arrasado por una revolución absurda. Pero te escuchaba en las noches, sin dormir, absorbiendo de la oscuridad ese mimetismo viseral que luego fue tu sello. Me preguntaba por que mi niña no dormía, por que mi Friducha era tan distinta a Cristina o de Adriana, que volaban placidamente hacía cielos fútiles. Pero tu no, tu permanecías entre las sábanas, hirviendo en tu propia sangre, esperando con ansias el amanecer que te traería un nuevo día que palpar y degustar con tan gran sensualidad. Mañanas pálidas que tu convertías con los colores del deseo. Vientos mudos que tu llenaba de voces y susurros.

Nuestro país exhausto despertó a los hijos de la tierra. Ardorosa, colérica y llena de celo reformista, te nutriste lo suficiente de veracidad como para comprender los sinsabores de un mundo descarnado y carente de matices. Nuestro país comenzó a revivir de sus cenizas y los más jóvenes respiraron el aire de renacimiento con absoluto brío. Tu vitalidad de mujer en ciernes coincidió con la de México. Creciste en el terrero espiritual, mientras el país ascendió en la esfera moral.
La recién probada libertad te dio la imagen última, bordó con hilos de carne y fuego tu juventud. Te dio voz, moldeó tu deseo, creó la diosa de pies de barro que fuiste, te insufló la llama bendita en el alma. Te veía llegar, una ráfaga de salud correteando por pasillos y cuartos, los brazos cargados de libros, los pensamientos zumbando entre tus sienes estrechas. Toda una mujercita, llena de deseos de beber de la fuente de la eterna juventud, esa utopía añeja que construye un instante perfecto y elástico, destinado a desaparecer muy pronto.

La tragedia.

Nunca supe muy bien como ocurrió. Tu pobre madrecita lloraba por los rincones, desesperada, suplicando a Dios bondades que el Poderoso pareció ignorar. Tu padre, aturdido por tu sufrimiento, se encerró en su estudio buscando en las olvidadas fotografías la fantasía que pudiera consolarle. Solo Cristina, la callada y simple Cristina, se desvelaba a tu lado en hospital donde yacías rota y asediada por la desesperanza. Y yo tan lejos, mi niña, mis paredes tan vacías sin tu alegría y tu risa. Mis cuartos llenos de los ecos de la soledad de la partida más sentida. En el corredor, el eco de la espera se hacía interminable.

Un mes después, escuché tus pasos. Pero ya no eran los mismos, ni lo serían nunca más. Rotas estabas, ofendida por el dolor, atacada por las aguas lentas de la insoportable humillación. El silencio de tus labios fuertes y empedernidos, esos que antes dejaban escapar maldiciones y groserías, fue lapidario. Pero el demonio en tu interior no se calmaba. Vivo y enfurecido, luchaba por escapar de la cárcel de tus ojos, de la tristeza amarga que se extendía sobre tu piel lacerada. Pero la libertad absoluta era impensable para ti, ese destello siniestro. Raudales de llamas ardientes abriendo los caminos hacía la perpetua ferocidad.

Tus manos comenzaron a hablar. Con cuanta elocuencia lo habían hecho antes, con cuanta sinceridad y dolor lo hacían ahora. Palabras que eran líneas y colores, el reflejo del espejo deformado en el que te mirabas constantemente. Los dedos se abrieron para dejar volar trazos de palabras ocultas. Imágenes fragmentadas recompusieron rompecabezas incomprensibles para todos menos para ti y para mí. Cuando vi tu rostro pálido plasmado como una damisela lejana en ese primer autorretrato que obsequiaste a Alejandro, vi en él tu rechazo al desamor, ese suspiro cansado que dejaste escapar cuando ese amor juvenil se extinguió. Reconocí los rostros el árbol de tu semilla, extendiéndose con brazos de sangre hacía tu padre y tu madre, y tu allí, pequeñita, la Friducha de mejillas redondeadas, una figura más en tu obra, un elemento sustancial en la belleza estupefacta de tu obra.

Y seguiste creciendo. El cuerpo lastimado obedeció a tu voluntad, y sanó a marchas forzadas, se creó a si mismo de nuevo en un nacimiento brusco e imperioso a un mundo que quizás te olvido en tu ausencia. Aquí estabas de nuevo, fuerte y arrogante, la sonrisa indómita, la piel dorada por el sol interior. En el lienzo, tu escapas del útero de tu madre muerta con dificultad. Una enorme cabeza sangrante pero llena de vida, deseosa de entrar en este mundo caliente y deslumbrante.
El príncipe sapo supo ver en ti a la artista y también a la mujer. Diego, el buen Diego, el débil Diego, el poderoso Diego, el gran Diego, más grande que la vida La dicotomía fue para él inevitable, pero tu lo obligaste a ver a esa mujer de trazos fuertes y colores singulares que vivía en tus lienzos. Esa mujer que no sabía de dolores agónicos y tristezas recientes. Esa mujer que miraba un asiento del autobús y podía encontrar en la simple cotidianidad las raíces de su herencia y su tierra. Allí, en tu voz impecable e implacable conviven el blanco y el negro, la india y la blanca, pobres y ricos. El ideal se torna real, tierra y sangre, sudor y vitalidad.

Blanca paloma. Posada en el hombro de un príncipe sapo. Volaste lejos de mí y fuiste a recorrer el mundo que te reclamaba. A reconocer con tus ojos de demonio la vida que esperaba por ti desde hacía tanto tiempo. Tu alma gemela, le llamaste en un desvarío. Sus portentosas figuras hablaban con la firmeza de quienes saben que les escuchan. A su lado, frágil y determinada, tus retratos de mujeres al viento que eras tu misma, no necesitaban proclamar la verdad. Era evidente que la sabían.

Escuché de tus andares. Las cartas llegaban puntuales. Tu padre y tu madre las leían al aire, tal vez para mí y así imaginaba a mi niña, mostrando al mundo su valor, creando caminos donde no existían. Abriste las alas, paloma blanca y desapareciste en el horizonte ancho de las ilusiones y las esperanzas. Portales rotos entre tus labios duros y frágiles, punzantes pensamientos surcando la frente amplia y firme, derretidos en tus pinturas, cada vez más claros, cada vez más lucidos.

Los años transcurrieron. Mis paredes se hicieron blandas, las habitaciones miraban la calle Allende con el cansancio de quién todo lo ha visto. Deseaba tanto descansar, mi niña. Muerta tu madre, la soledad de tu padre era otro fantasma en mis sueños hipócritas de tardes interminables. Y cuando él tampoco estuvo, mis ojos se cerraron para mirar la historia en las que los recuerdos cantaban canciones secretas. El tiempo pareció dejar de transcurrir. En mis sueños, te veía otra vez saltando entre los árboles rotos por la carcoma, subiendo las escaleras con las piernas sanas que nunca volverías a tener. Suspiros lentos se escapaban de mis labios entreabiertos en la penumbra y la lejanía anodina de la circunstancia.

Pero un día desperté y de nuevo, estabas aquí, entre mis brazos. Mi Frida, bella en tu desgracia, iluminada bajo tu propia y personal luz, otra vez acogiéndote a mi cuidado. Te recibí como siempre, extendiendo mis brazos que solo tu podías ver para acariciar tu cabello negro y preciado. Tu cabeza descanso, aquí en mi pecho, y ambas sentimos por fin, paz.

Maquillaste mi rostro demacrado. Azul y rosa. Trajiste tus muebles de casada, que yo no conocía. Tu música vibró en el aire y cuando el Príncipe Sapo venía a visitarte, escuchaba los ecos de vuestro fragoroso amor. No el amor de los jóvenes de carne sensorial, no, sino ese amor estruendoso que bulle de pura belleza de las historias que comienzan a terminar. Los miraba, acurrucados el uno contra el otro, en el atardecer de un día muy largo que es la vida.

El tiempo se hizo elástico y yo comencé a comprender que te reclamaba el sol. Lo supe por tu piel pálida, a pesar del bronceado perpetuo, lo supe por tus humores viciados, por tus prolongados llantos que solo ahora conocía en ti. Te despedí con angustia cuando saliste esa última vez, flotando sobre tu lecho de enferma para recibir el reconocimiento que tanto habías esperado. México te miraba ahora, la mujer secreta y oculta, ahora caminando de pintura en pintura, en todo su esplendor.

Y cuando regresaste, me preparé para el momento inevitable. Te guardé las mejores notas del viento rebelde, los rayos del sol más bonitos, solo para confortarte en el último lecho. Te abrí mi corazón y te conté los recuerdos de quienes alguna vez vivieron y ya no estaban. Reíste, mi Frida, como cuando eras una niña. Tu risa fue la despedida, el solaz, la última razón.

Solo quedó tu cama vacía, blanda, con la forma de tu cuerpo, los objetos que dotaste con tu espíritu personal. Ellos me hablan de ti, ahora que ya no tengo. Reconozco en ellos el brillo de mi Frida, la enigmática vitalidad que te hizo seguir estando viva a pesar de que ahora estas muerta.
Vives en mí, mi Frida adorada, en la memoria de los que te amaron y te conocieron, en los anhelos de quienes te buscan aquí y te encuentran. Vives, para siempre entre los rostros a los que diste forma y color y que van por el mundo contando tu historia. Vives por tu simple decisión de hacerlo, envuelta en pasión, fuego y finalmente libertad.

Mi Frida querida, ahora eres simplemente, inmortal.

A la memoria de Frida Kahlo. Voz y trazo, pasiòn y vida.

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