En ocasiones siento que leer consume cada momento de mis largos insomnios hasta convertirlos en un rutilante pensamiento. Una idea creativa en sí misma. Me sumerjo en la lectura con el mismo ahínco con que escribo noche tras noche: un deseo irresoluto. Recuerdo que cuando era más jovencita sentía que leer podía darle sentido a esa idea inconcreta en medio de las largas horas de simple silencio. Es complicado estar despierta, por completo lúcida, mientras el mundo parece flotar lentamente en medio de un vacío venial. Sin embargo, al crecer, descubrí que esas horas de gracia tenían un significado propio, era como una ligera ventaja en medio del tiempo cotidiano, esa idea creacionista un poco brutal que nacia a despecho de mi propia renuncia. Podía dejarme llevar por mis pensamientos durante horas, o simplemente, elaborar cuidadosas analogias de mis formas más ambiguas de expresión. Cualquier idea es válida durante esas horas que me son tan intimas como una voz personal en medio de las sombras, alargandose en las paredes de mi habitación favorita, creando formas raquídeas, dandole sentido incluso a los rincones más inquietos de mi imaginación. Claro está, sin embargo que siempre han sido las palabras - siempre lo serán de hecho - la que otorgen sentido a esa grieta de valor en medio de la otredad personal. La sensación de la palabra, la textura del tiempo literario, caótico, instintivo. Una interpretación de una cosmovisión personal que tal vez carezca de ritmo verdadero. O tenga uno propio. No podría decirlo, en realidad.
De hecho, el ritmo de la palabra, del vértigo, de un totum revolutum sabio como enumeración caótica en prosa barroca (a mí que me fascinaban las de Borges, y resulta que las de Robert Burton no tienen nada que envidiarle), es una idea basicamente espiritual. En medio de mi vigilia - usual, perenne, tan común en mi mente como la curiosidad y el tiempo cenital - he llegado a definir la idea de un texto como con masa gravitatoria, capaz de atrapar en su órbita --precaria y extraviada y descompuesta-- el cúmulo de sucesos que llenan la visión caótica del esteta. Siempre me ha producido perplejidad el modo promiscuo y abigarrado en que los hechos, las lecturas y los sueños tienen lugar, y la dificultad de este juego probablemente inútil (pero que es capaz de aliviar la tenue desesperación, ya lo decía Onetti) radica precisamente en eso, en perpetrar un concepto intimo donde la palabra sea el ábside de una connotación simbólica, sin el pudor al que ni los mismos hechos se atienen.
Una esperanza encantadora, sin duda, pero destinada a destruirse en el mismo instante en que la necesidad de la creación verbal asume la forma de un periplo nihilista. Bastante provocador por cierto, esa sencilla estructura de valores que se concatenan entre sí para darle sentido a la voz y a la letra, para crear ese lenguaje secreto que solo en nuestra mente tiene un sentido y un valor especifico. Mientras tanto, la palabra sigue ocupando ese lugar misterioso entre la razón y la irrealidad de la conjetura. Una sensación unánime, en medio de esa caústica idea de la cronologia carente de valor.
Como mi insomnio, esas horas huecas sin sentido, esa interpretación secular de la palabra tiene la impronta de una pequeña demencia en ciernes.
Cé la vie.
0 comentarios:
Publicar un comentario