martes, 21 de septiembre de 2010

Divagando



He disfrutado mucho leer Jonson, a pesar que siempre he tenido la idea que una obra de teatro debe leerse como tal y no como un obra en prosa común. Sin embargo, antes de leer a Jonson no había notado en realidad,  lo contradictorio que es leer una obra de teatro y tratarla como si fuera sólo el texto (aunque en las clases siempre te digan que uno tienen que tomar en cuenta que era una representación sujeta a un espacio bien definido) y no un complejo acto performativo. Creo que Jonson es uno de los grandes culpables de que, al menos en inglés, se le de un lugar preferencial al texto en el teatro en detrimento del performance, que es donde realmente radica el espíritu del teatro. Creo que la literatura ha maltratado mucho al teatro, de ahí mis desavenencias con Jonson: el personaje de las historias literarias, dictador del canon literario inglés. Sobre la persona, de la que apenas quedan huesos, no tengo nada que decir porque sería absurdo pelear con alguien que murió hace más de trescientos años.


Últimamente me he sentido vigorosamente agobiada. El teatro isabelino, Artaud y Derrida, pero sobre todo una repugnancia enfermiza por Ben Jonson, se han estado mezclando en mi mente de manera insospechada. No escribiré un largo post explicando porqué; sólo puedo decir que nunca antes había sentido un placer intelectual equiparable al físico.

Durante casi un año sentí que mi mente estaba sumida en un caos tormentoso que le dió un sentido un tanto autárquico a mis ideas. Era necesario un shock para salir de ese estado. Me encontré, metafóricamente, con una muralla que parecía detener todas mis intenciones de avance. Trate de rodearla, derribarla, ignorarla; todos parecían esfuerzos inútiles. Entonces intenté lo que parecía imposible y al mismo tiempo más lógico: escalarla. No, no es una tarea titánica. Toda lo que por su magnitud parece titánico deja de serlo cuando se enfrenta.

A pesar de que me siento bien por regresar a sus goznes el cauce de mi escritura, eso no cambia muchas cosas. Me gusta caminar por la calle y pensar en que la idea de la escritura,   como forma de redención a mi simple angustia existencial,  es una falacia. Escribir es un oficio tan pueril como el del artesano. Mientras veo a un ingeniero hablar con los albañiles me identifico con lo que hacen mientras se edifica un párrafo en mi mente. Pocos notarán el esfuerzo de los albañiles y el diseño de los ingenieros, pero todos usaran el puente. De la misma manera, tal vez muy pocos lean alguno de mis cuentos (y mucho menos mi novela) pero, igual que el puente y los albañiles, son parte de una realidad (por negarla o resignarse a ella) que a veces parece monstruosa y otras veces fascinante. Aspirar a la salvación por medio de la palabra y su poder de convicción es poco menos que quimérico, pero aun asi, no puedo evitar escribir hasta que los dedos comienzan a sangrarme o mi mente se llena de una paz diáfana y sin forma que le da nombre y sentido a cada una de mis sensaciones.

Sólo puedo agradecer a Ben Jonson, quien odiaba a los albañiles y sentía veguenza de haberse alimentado gracias a tan venerable oficio, por dejar tanta antipatía expuesta en su escritura. De no ser por él y la repulsión que me causa su literatura no hubiera descubierto la manera de convertir, como los budistas, una emoción negativa en regocijo edificante. Qué lástima que Jonson no continúo con el oficio de su padrastro, pues la poetica de los maistros (que esta servidora conoce bien) está a la altura que realmente corresponde al "hijo del intelecto".

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