lunes, 25 de octubre de 2010

Anecdotario de mi memoria: Mis fotografías favoritas.



Foto: Desembarco de Normandía
Autor: Robert Capa (LIFE Magazine)

Categoría: Fotoperiodismo / II Guerra Mundial.

Distinciones: Elogios internacionales.

Pocas personas en el mundo, muy pocas, se hubieran atrevido a desembarcar en el infierno de Omaha Beach el 6 de junio de 1944 -ese famoso y manido Día D (que en realidad recibió el nombre oficial de ‘Operación Overlord’)- con la sola compañía de un arma muy poco útil defensivamente hablando: una cámara de fotos. Lo hizo Robert Capa, que ya entonces era considerado como ‘el mejor fotógrafo de guerra del mundo’ y las fotos que logró hacer aquella mañana en Normandía son el escalofriante reflejo de los dramáticos momentos que miles de soldados vivieron en la que fue la ofensiva de guerra más sangrienta del siglo XX.

En la primavera de 1944 la II Guerra Mundial sufre sus más decisivos momentos en todo su desarrollo. Los americanos se van haciendo poco a poco con el control del Pacífico, gracias a maniobras como la toma de Iwo Jima, y África está casi controlada, después de vencer al Afrika Korps de Rommel. Pero queda la Europa continental, que aún es el reducto de los alemanes (salvo en la parte oriental, donde los soviéticos ganan terreno desde que en enero de ese mismo año vencieran a los nazis en el sitio de Leningrado, después de casi cuatro años de bloqueo). Es por ello que las potencias mundiales que forman el frente aliado se reúnen en Londres y abogan por un ataque directo y en masa sobre las posiciones europeas de los alemanes, para complementar la acción de los soviéticos.

La cosa no está fácil. Para tomar Europa han de entrar por Francia y para hacerlo, hay que hacerlo por la costa (desestimada la idea de entrar por España y los Pirineos, dada la condición de ‘amigo del eje’ de nuestro país). Ya se habían intentado tres desembarcos en Sicilia, Salerno y Anzio, contra defensas relativamente débiles y costas sin fortificar, y cada uno había salido por los pelos. En contraste, en Francia todo un grupo de ejércitos del Eje esperaba a los invasores al mando nada menos que del mítico Rommel, con treinta y dos divisiones listas para la acción, tres más en Holanda y otro grupo de ejércitos con trece divisiones apostadas en el sur de Francia. Las partes vulnerables de la costa francesa estaban defendidas por la ‘muralla del Atlántico’, una formidable línea de obstáculos y campos minados cubiertos por baterías de cañones en emplazamientos de cemento. Iba a ser muy distinto romper la muralla del Atlántico que desembarcar en una costa italiana o en un atolón del Pacifico.

Por razones logísticas, la mayor fuerza que los aliados pondrían en tierra en la primera oleada era de cinco divisiones, con seis más que las seguirían en cuanto hubiera espacio para desplegarlas. En consecuencia, había que dedicar todo el ingenio científico y militar a resolver tres problemas muy complejos. El primero era poner las tropas en tierra y a salvo pese a un intenso fuego de artillería. El segundo era conseguir que los tanques y la artillería pasasen las trampas y zanjas que obstaculizaban el avance. El tercero era pertrechar a los ejércitos que ocuparían la cabeza de playa y desembarcar las miles de toneladas de gasolina, municiones y alimentos necesarios. Se tenían que inventar nuevos métodos y armas para la batalla de la cabeza de playa.

La ofensiva se prepara para la mañana del 5 de junio, pero debido a desavenencias climatológicas, ha de trasladarse al día siguiente. Capa se embarca con el resto de los soldados. Viaja a bordo del USS Samuel Chase, junto con la Compañía E del 16º Regimiento de la 1ª División de Infantería. Pasa la noche como uno más de los miles de muchachos que al día siguiente van a jugarse la vida: juegan al poker, hablan de lo que harán al acabar la guerra, beben para infundirse valor… y lo van a necesitar: los muchachos de la Compañía E van en la primera oleada de la ofensiva, la que más bajas tuvo a la postre. Capa no quiere esperar a la seguridad de las posteriores ofensivas, quiere hacer gala de su máxima “si tus fotos no son buenas, es que no estás lo suficientemente cerca” y desembarca con los que han sido sus compañeros de viaje por espacio de unas escasas horas.

Omaha Beach, donde Capa desembarca, es el lugar donde más resistencia ponen las tropas alemanas. No en vano, aquella playa acabó tomando el nombre de ‘Omaha la Sangrienta’. Robert Capa, además, no llevaba más arma que su cámara (bueno, sus dos cámaras, dos Contax II, cargadas con película de 35 milímetros). Con ellas iba guardando para la posteridad todos los momentos desde su embarco en el Samuel Chase hasta su llegada a la playa, pasando por sus momentos en el transporte anfibio… el horror que estaba viviendo era enviado directamente a la película gracias a su ojo privilegiado. De aquella dramática mañana Capa salvó la vida (y ya es mucho decir a tenor de los más de 25.000 muertos con los que se saldó el día y sólo del lado de los aliados) y cinco carretes completos con las instantáneas más importantes de su vida.

Entre todas las instantáneas, la foto que hoy es objeto de este reportaje es quizá la más famosa, la más impactante, y todo ello pese a su aparente falta de nitidez. Su calidad, que no se parece en nada al resto de trabajos que Capa realizó en su vida, es fruto de los desgraciados incidentes por los que esos cinco carretes que Robert había salvado de la incursión pasaron al llegar a Londres.

En los laboratorios que la revista Life (que había contratado a Capa para el trabajo) de Londres, tenían mucha prisa por tener las fotos del Desembarco y por ello presionaron a Dennis Banks, entonces ayudante de laboratorio, para que el revelado fuera lo más rápido posible. Toda una serie de nefastas decisiones llevaron a que, con las prisas, Banks las metió en el armario de secado y le dio más potencia de la normal, secando la película recién revelada a una temperatura demasiado elevada, provocando que la emulsión se derritiera y que se perdiera, con ello, gran parte de los fotogramas. Sólo se pudieron salvar once fotos (que son conocidos como ‘The Magnificent Eleven’).

La revista Life recibió el material y decidió publicar diez de esos once supervivientes. La revista trató de explicar el estado algo desenfocado de las fotos alegando el nerviosismo propio del que el fotógrafo era presa en esos momentos tan intensos. Robert Capa siempre sostuvo lo contrario y que el desenfoque de sus instantáneas fue producto de aquel encuentro de sus películas con el armario de secado.

Pese a tan magna pérdida, Capa pidió expresamente que el atribulado Banks no perdiera su trabajo, cuando éste ya tenía un pie fuera de los laboratorios, achacando el incidente a las prisas y no a la mala fe o a la falta de experiencia del joven.

El Autor
Robert Capa. Intuición y alma aventurera

Muchos antes y muchos otros después consiguieron llamar nuestra atención con las imágenes que tomaron sus cámaras, pero ninguno como Robert Capa. Nadie se acercó tanto a lo más profundo del alma que sufre como el que fue catalogado como ‘el mejor fotógrafo de guerra del mundo’. Este hombre, que nació con la palabra osadía grabada a fuego en su espíritu, estuvo en algunas de las contiendas más importantes del siglo XX para dejar detallada constancia de todas las aristas que la realidad ofrece.

Dicen que Robert Capa se inventó a sí mismo una noche en París y todo por huir de la miseria que entonces rondaba su cabeza y la de su compañera Gerda Taro. Un día Capa y Taro se hartaron de que despreciaran su trabajo por ser europeos y se inventaron a un fotógrafo americano respetable que les utilizaba como sus contactos en el viejo continente. Con la estratagema, empezaron a cobrar las fotos que hacían a un valor mucho más alto en el mercado francés de lo que jamás habrían podido conseguir con sus nombres reales. La leyenda empezaba a forjarse y había bastado conjugar los nombres del actor Robert Taylor y el director de cine Frank Capra para comenzar una vida nueva.

Capa nació como André Friedman y abrió los ojos en las calles de Budapest en 1913. En sus primeros años en el Pest el joven André vivió las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y de los terribles años de entreguerras, momentos muy difíciles y que marcaron el carácter de un Capa que aún habría de madurar mucho. Pronto se vio absorbido por las ideas progresistas y que se oponían a la emergente fuerza del nacismo, más si se tienen en cuenta sus orígenes judios, pero el Capa de entonces no sabía del poder de una cámara, y se dedicaba a tirarles piedras a los fascistas, ignorando que había otras formas de lucha.

En 1931 André salió de Hungría. No había cumplido los dieciocho años y apenas tenía dinero para sobrevivir malamente, pero tenía esperanzas. Unos meses antes de su huída en tren de su país natal, varios escarceos políticos y vandálicos le habían llevado a prisión, hasta que al fin lo liberaron en un estado deplorable. Su destino primero fue Berlín, donde buscó a Eva Besnyö, una amiga de la infancia que estudiaba arte y que le abrió los ojos a su futura pasión: la fotografía. Es cierto que aquel otro Capa que aún se llamaba André se acewrcó a una cámara para poder comer y no porque surgiera un flechazo entre instrumento y futuro artista. De hecho, André se había matriculado para estudiar Ciencias Políticas y sólo se acercó a la fotografía para poder sobrevivir. Encontró trabajo como ayudante de laboratorio en Dephot, una de las mayores agencias de fotos de la época, y comenzó a conocer por dentro el mundo mágico de las imágenes. Su primer trabajo de cierta relevancia lo hizo para esta agencia, fotografiando a León Trostki en un mitin en Copenhague. Aquellas imágenes no fueron las únicas que se hicieron ese día, pero sí las más conmovedoras y de más intensidad. Nacía poco a poco un fotógrafo genial que aún tenía mucho que depurar de su técnica.

Las cosas en Berlín se ponen bastante duras por el ascenso imparable del nazismo y André deja Alemania. Su siguiente escala es París, donde ha de empezar a buscarse a vida de nuevo. Ya sabe que es bueno con la cámara (no tanto técnicamente, pero sí que posee una intuición incomparable). En la Ciudad de la Luz comienza a hacer amigos con sus ideas y consigue algunos trabajos muy mal pagados como fotógrafo. Es entonces cuando conoce a Gerda Taro, una judía alemana, y se enamora perdidamente. Ambos ingenian el engaño que será su nueva y definitiva identidad en un intento desesperado por salir de la miseria: Robert capa eclipsa ya para siempre al muchachito húngaro André Friedman, que deja de existir para conseguir una vida mejor.

En 1936, cuando Capa consigue poco a poco reconocimiento, él y Taro son contratados por las revistas comunistas Vu! y Ce Soir para ir a España a cubrir la contienda recién iniciada. La Guerra Civil Española es la prueba de fuego de un fotógrafo que estaba a la espera de su gran oportunidad. Taro y Capa viajan por todo el país, siempre del lado republicano, documentando para el mundo lo que ocurre en la guerra que tiene en vilo a medio planeta. Es entonces cuando Capa toma la foto del ‘Miliciano Muerto’, en Cerro Murciano, Córdoba. La crudeza de la imagen da la vuelta al mundo y le vale el apelativo que ya nunca se despegará de su nombre: ‘El mejor fotógrafo de guerra del mundo’. Meses después llega la conmoción, Gerda muere aplastada bajo un tanque cuando cubría un ataque y Robert Capa, desolado, deja España.

Viaja hasta China donde colabora en la realización de un documental titulado ‘Los cuatrocientos millones’. Pero no puede olvidarse de la guerra que ha dejado a medias y regresa para cubrir el final, para documentar el éxodo de los refugiados y la deposición de las armas. Aquella fue la primera de muchas guerras que vería a través de su lente. Luego vinieron la Segunda Guerra Mundial, la Invasión Japonesa de China, el conflictivo nacimiento del Estado de Israel y la sublevación vietnamita en la Guerra de Indochina.

Después de cubrir varios frentes en África y Europa durante la II Guerra Mundial, su gran momento fue, sin duda, durante el peligrosísimo Desembarco de Normandía. En 1944 se produjo la mayor ofensiva de la Segunda Guerra Mundial en la que participaron y murieron muchos soldados. Capa pidió ir en la primera oleada, la más peligrosa, y lo hizo con la única compañía de su cámara, sin ningún otro arma más. Sobrevivió, milagrosamente, y consiguió sacar de aquellas playas cinco rollos que reflejaban la crueldad y el horror más intensos de la guerra. La mala suerte hizo que el operario de laboratorio de revelado quemara todas las películas cuando las puso a secar, pudiendo salvar solamente once instantáneas. No es gran cosa, pero sí que sirven para reflejar lo que aquello fue y han llegado a nuestros días como el único documento visual de aquellas primeras horas del infierno que fue la toma de Normandía.

Capa ya estaba en lo más alto del olimpo del fotoperiodismo cuando la guerra acabó. Se fue entonces en América y quiso probar el estilo de vida Hollywoodiense. Mantuvo un tórrido romance con Ingrid Bergman, probó como extra en una película, fundó la prestigiosa Agencia Mágnum junto a Cartier-Bresson, Seymour, Rodger y Vandivert y se dedicó a rescatar viejas amistadas como las de John Ford, Hemigway o Steinbeck, hasta que se dio cuanta que él no estaba hecho para la vida pasiva. Después de cubrir el nacimiento de Israel y sus polémicas consecuencias, Robert decidió que iría a Indochina, donde estaba comenzando la sublevación Indochina. Ese sería su última guerra. El 25 de mayo de 1954, días antes de que se cumplieran 10 años desde el desembarco donde más cerca estuvo de morir, perdió la vida al pisar una mina antipersona mientras acompañaba al ejército francés en una misión de reconocimiento.

Su leyenda ya estaba forjada y su legado, miles de negativos, hoy son documentos precisos y humanos de una época y unas contiendas que él se encargó de guardar para que todo el mundo pudiera recordarlas.

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