Las imagenes dominan al mundo. Es una afirmación redundante por supuesto, pero que en ocasiones me pregunto sino le da sentido a una carencia más profunda, la perdida del sentido creador a través de la palabra. Si leer es un arte olvidado, cuanto más no lo será dejarse llevar por las historias orales, de esa pequeña intimidad entre el declamador y su atento público, subyugado por los misterios que las narraciones revelan lentamente. Un recuerdo de esa inocencia infantil, de esos momentos donde los cuentos - esos que nos narraban en ocasiones o que escuchabamos contar - eran el mundo, una orbe secreta y exquisita dandole sentido a la formas más intimas de la imaginación.
La literatura, como todos sabemos, nació oral: la prosa y el verso eran formas de comunicación tan válidas como ahora lo son el la internet y cualquier medio visual. Los declamadores, juglares y cantantes, recorrían el tiempo y la geografia, llevando la voz del mundo que recorrían a los pueblos y lugares remotos. El antecedente más ilustre es Homero y sus dos obras magnas: Ilíada y Odisea. Estas obras las recitaba un rapsoda durante varios días en los palacios y en las plazas de toda Grecia. El rapsoda era semejante a un payador actual que dominaba las técnicas de narración y versificación, y que memorizaba e improvisaba grandes cantidades de versos.
En la Península Ibérica, allá por los siglos XII y XIII circulaban unos poemas que se acompañaban con música y eran recitados o cantados por los juglares en las plazas y castillos de cada pueblo. Esos poemillas son los romances y servían para rescatar historias, referir hechos de guerras e incluso algunos funcionaban como verdaderos noticieros ante un público ávido de oír novedades.
Incluso en la Caracas del siglo XIX, rural y un poco carente de alicientes, la prosa oral tuvo un lugar preponderante. Las plazas eran lugares de mecenazgo de poetas espontáneos y cuentistas sin otro conocimiento que la habilidad para narrar la vida cotidiana a través de su ingenio y su fuerza creativa. Durante años, estos grupos de cronistas itinerantes, cantaron y recitaron la vida secreta de una ciudad pequeña y fantasmal, hija expúrea de un renacimiento anacrónico. Durante casi cincuenta años, las calles y avenidas se llenaron del rutilante brillo de las escenas esbozadas con la ternura de una cotidianidad idealizada, la voz del lirio que muere lentamente a través de ese silencio sepulcral que resta luego de la caída de la esperanza. Por mucho tiempo los cronistas otorgaron a Caracas una intima identidad, conservaron el tesoro de su historia más privada. No obstante, con el correr del tiempo Caracas se desdibujo en medio de la masificación y se derrumbo en la simple ignorancia de su propio origen.
Todo eso pertenece a un mundo ya alejado, y sin embargo próximo, un mundo en el que la palabra dicha, era un diapasón de misterios, fantasías y ensueños.
La literatura, como todos sabemos, nació oral: la prosa y el verso eran formas de comunicación tan válidas como ahora lo son el la internet y cualquier medio visual. Los declamadores, juglares y cantantes, recorrían el tiempo y la geografia, llevando la voz del mundo que recorrían a los pueblos y lugares remotos. El antecedente más ilustre es Homero y sus dos obras magnas: Ilíada y Odisea. Estas obras las recitaba un rapsoda durante varios días en los palacios y en las plazas de toda Grecia. El rapsoda era semejante a un payador actual que dominaba las técnicas de narración y versificación, y que memorizaba e improvisaba grandes cantidades de versos.
En la Península Ibérica, allá por los siglos XII y XIII circulaban unos poemas que se acompañaban con música y eran recitados o cantados por los juglares en las plazas y castillos de cada pueblo. Esos poemillas son los romances y servían para rescatar historias, referir hechos de guerras e incluso algunos funcionaban como verdaderos noticieros ante un público ávido de oír novedades.
Incluso en la Caracas del siglo XIX, rural y un poco carente de alicientes, la prosa oral tuvo un lugar preponderante. Las plazas eran lugares de mecenazgo de poetas espontáneos y cuentistas sin otro conocimiento que la habilidad para narrar la vida cotidiana a través de su ingenio y su fuerza creativa. Durante años, estos grupos de cronistas itinerantes, cantaron y recitaron la vida secreta de una ciudad pequeña y fantasmal, hija expúrea de un renacimiento anacrónico. Durante casi cincuenta años, las calles y avenidas se llenaron del rutilante brillo de las escenas esbozadas con la ternura de una cotidianidad idealizada, la voz del lirio que muere lentamente a través de ese silencio sepulcral que resta luego de la caída de la esperanza. Por mucho tiempo los cronistas otorgaron a Caracas una intima identidad, conservaron el tesoro de su historia más privada. No obstante, con el correr del tiempo Caracas se desdibujo en medio de la masificación y se derrumbo en la simple ignorancia de su propio origen.
Todo eso pertenece a un mundo ya alejado, y sin embargo próximo, un mundo en el que la palabra dicha, era un diapasón de misterios, fantasías y ensueños.
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