Una de mis pinturas favorita pertenece al perenne genió de Zurbarán. Lleva por nombre Naturaleza muerta con naranjas, limones y una rosa, y fue pintado alrededor del año 1633. Actualmente se encuentra en Norton Simon Museum of Art, en Pasadena.
Se abren los cuarterones de las ventanas en una habitación y de pronto las cosas más sencillas que en ella reposan --una bolsa de muaré, el cristal de las copas, el color tostado de unas yemas-- revelan un esplendor pequeño y tranquilo que silenciosamente se ofrece al mundo. Como si esas habitaciones en las que entra la luz fuesen una imagen de lo que la palabra puede albergar y cómo, aparecen en ellas los objetos desnudos y atenidos a sus líneas esenciales. Una callada presencia suficiente: las cosas recogidas con su secreto, pero sinceras y disponibles a la vista del que las quiera ver.
Una obra sencilla, tal vez reposada. Un página tal vez un poco deslucida del arte universal. No obstante, suelo aferrarme a esas imagenes y otras por el estilo, cuando simplemente la cotidianidad se rompe en dos y me encuentro aislada en mi propia disyuntiva moral, un temor inquietante, el deseo criptico de darle sentido a la experiencia. Simple miedo. Paralizada, las sienes palpitandome dolorosamente, veo la silueta por un instante, el contorno borroso de lo que fue un ser humano. Permanezco alli, de pie entre la multitud que deambula a mi alrededor, anonima, levemente indiferente mientras la imagen de la mujer - ¿es una mujer verdad? - de cabello claro y traje oscuro parece flotar, superpuesta sobre el tapiz de la realidad. La observo, los segundos transcurren espantosamente lentos. El latido de mi corazón se hace insoportable, un sonido inarcabarble a la razón. Pero la silueta continua allí, cada vez más clara. Los rasgos más visibles. Sí, una mujer, al comienzo de la veintena. Las facciones de una joven, no más allá de la veintena. Los ojos no me miran - nunca lo hacen - sino que parecen fijos en una idea intrascendente pero sin embargo, por completo desvinculada del aquí y del ahora. Delgada, ropas en arapos. Tal vez una de esas almas humildes que mueren de frio y hambre en las calles de mi ciudad. Retrocedo un paso, temblando por entero. Aprieto contra mi pecho el libro que he estado leyendo apenas una hora antes en el vagón del subterraneo - ¿hace tan poco tiempo que estuve envuelta por la simple normalidad? -. Quisiera correr, gritar, tal vez sollozar, pero no puedo hacerlo, petrificada. Una gota de sudor me resbala por la frente. Pero sigo mirandola, con una cierta fascinación enfermiza, mientras la imagen se hace tan clara que por un momento - solo una grieta aciaga en la imagen de una ciudad mortecina en medio del caos cotidianiano - se vuelve indistinguible de entre el mar de transeuntes que le rodean, que caminan de un lado a otro, ajenos a la pequeña catrastrofe de su muerte, al simple dolor del olvido. Pero es una impresión muy corta. Desvió la mirada y de pronto, la pequeña - ¿debería decir la enorme paradoja? - me arranca un gemido de pánico. No, la mujer ya no está alli. No hay nada más que un rescoldo de la calle, lleno de basura y pantano. Aprieto los labios. No quiero llorar, deseo olvidar, deseo...simplemente hundirme en una paz plomiza y engañosa.
Cierro los ojos por un momento. Zulbarán, sí, en toda su cristalina belleza. Ese instante robado a la simplicidad. Tan lleno de ternura, tan vehemente, existe solo para mí. Las ráfagas de temor se desvanencen con lentitud. El latido del corazón se hace de nuevo acompasado. No obstante, me recorren escalofrios febriles. Me vuelvo, echo a andar por la calle. Algunos transeuntes se vuelven a mirarme, me estudian con atención. ¿Me encuentro muy pálido? ¿Los temblores que me recorren son demasiado evidentes? No podría decirlo. No puedo pensar en nada más que la sensación de vacio, del tiempo perdido, la cronologia eterna. Esta grieta magnifica y diminuta en el devenir de mis pensamientos. Suspiro, me seco el sudor de la frente, regreso sobre mis pasos.
Un dilema perenne, tan pequeño y triste. Una solemne pesadumbre. Un dolor más allá de la razón.
Una quimera entre dos vertientes indiferentes.
Un eco de espejos en mi conciencia, más allá de mi propia convicción.
Se abren los cuarterones de las ventanas en una habitación y de pronto las cosas más sencillas que en ella reposan --una bolsa de muaré, el cristal de las copas, el color tostado de unas yemas-- revelan un esplendor pequeño y tranquilo que silenciosamente se ofrece al mundo. Como si esas habitaciones en las que entra la luz fuesen una imagen de lo que la palabra puede albergar y cómo, aparecen en ellas los objetos desnudos y atenidos a sus líneas esenciales. Una callada presencia suficiente: las cosas recogidas con su secreto, pero sinceras y disponibles a la vista del que las quiera ver.
Una obra sencilla, tal vez reposada. Un página tal vez un poco deslucida del arte universal. No obstante, suelo aferrarme a esas imagenes y otras por el estilo, cuando simplemente la cotidianidad se rompe en dos y me encuentro aislada en mi propia disyuntiva moral, un temor inquietante, el deseo criptico de darle sentido a la experiencia. Simple miedo. Paralizada, las sienes palpitandome dolorosamente, veo la silueta por un instante, el contorno borroso de lo que fue un ser humano. Permanezco alli, de pie entre la multitud que deambula a mi alrededor, anonima, levemente indiferente mientras la imagen de la mujer - ¿es una mujer verdad? - de cabello claro y traje oscuro parece flotar, superpuesta sobre el tapiz de la realidad. La observo, los segundos transcurren espantosamente lentos. El latido de mi corazón se hace insoportable, un sonido inarcabarble a la razón. Pero la silueta continua allí, cada vez más clara. Los rasgos más visibles. Sí, una mujer, al comienzo de la veintena. Las facciones de una joven, no más allá de la veintena. Los ojos no me miran - nunca lo hacen - sino que parecen fijos en una idea intrascendente pero sin embargo, por completo desvinculada del aquí y del ahora. Delgada, ropas en arapos. Tal vez una de esas almas humildes que mueren de frio y hambre en las calles de mi ciudad. Retrocedo un paso, temblando por entero. Aprieto contra mi pecho el libro que he estado leyendo apenas una hora antes en el vagón del subterraneo - ¿hace tan poco tiempo que estuve envuelta por la simple normalidad? -. Quisiera correr, gritar, tal vez sollozar, pero no puedo hacerlo, petrificada. Una gota de sudor me resbala por la frente. Pero sigo mirandola, con una cierta fascinación enfermiza, mientras la imagen se hace tan clara que por un momento - solo una grieta aciaga en la imagen de una ciudad mortecina en medio del caos cotidianiano - se vuelve indistinguible de entre el mar de transeuntes que le rodean, que caminan de un lado a otro, ajenos a la pequeña catrastrofe de su muerte, al simple dolor del olvido. Pero es una impresión muy corta. Desvió la mirada y de pronto, la pequeña - ¿debería decir la enorme paradoja? - me arranca un gemido de pánico. No, la mujer ya no está alli. No hay nada más que un rescoldo de la calle, lleno de basura y pantano. Aprieto los labios. No quiero llorar, deseo olvidar, deseo...simplemente hundirme en una paz plomiza y engañosa.
Cierro los ojos por un momento. Zulbarán, sí, en toda su cristalina belleza. Ese instante robado a la simplicidad. Tan lleno de ternura, tan vehemente, existe solo para mí. Las ráfagas de temor se desvanencen con lentitud. El latido del corazón se hace de nuevo acompasado. No obstante, me recorren escalofrios febriles. Me vuelvo, echo a andar por la calle. Algunos transeuntes se vuelven a mirarme, me estudian con atención. ¿Me encuentro muy pálido? ¿Los temblores que me recorren son demasiado evidentes? No podría decirlo. No puedo pensar en nada más que la sensación de vacio, del tiempo perdido, la cronologia eterna. Esta grieta magnifica y diminuta en el devenir de mis pensamientos. Suspiro, me seco el sudor de la frente, regreso sobre mis pasos.
Un dilema perenne, tan pequeño y triste. Una solemne pesadumbre. Un dolor más allá de la razón.
Una quimera entre dos vertientes indiferentes.
Un eco de espejos en mi conciencia, más allá de mi propia convicción.
0 comentarios:
Publicar un comentario