Uno de los pocos lugares que se ha mentenido incolume ante la destrucción progresiva que padece mi ciudad - victima del descuido y una cierta indolencia - es la biblioteca nacional. Ubicada en una de las esquinas históricas de Caracas, es un edificio de aspecto contemporáneo, aunque construido sobre lo que fueron varios de los conventos más grandes de la ciudad. De hecho, según la tradición popular que alimenta frecuentemente las fuentes históricas en mi país, algunas de las salas más antiguas - y cerradas al público - aun conservan frescos y pequeños retablos pintados por las monjas de clausura que eran encerradas como castigo y que morían allí, en medio de la soledad, emparedadas en vida. Por supuesto, ningun historiador ha encontrado - hasta ahora, pienso en ocasiones con cierta morbosidad - prueba alguna que demuestre una historia tan truculenta, pero igualmente, es uno de los atractivos que hacen a la Biblioteca uno de los espacios más fascinantes de una ciudad que ha perdido progresivamente su encanto histórico.
Pasé mucha tardes de mi adolescencia entre sus cinco pisos, con sus altas estanterias repletas de una de las colecciones literarias - fundalmentalmente archivos de carácter histórico - más valiosas de Latinoamerica. Tal vez extrañe a cualquiera de mis amables lectores el hecho que durante mi adolescencia prefiriera los espacios polvorientos de una sala de lectura a cualquier otro lugar, pero si no he sido lo bastante especifica al respecto, debo decir que fui - soy - un ratón de biblioteca - nunca mejor aplicado el término - que durante mucho tiempo vivió a través de las palabras y la lectura. Para mí, no había nada más excitante que comenzar la investigación de un tema nuevo - no me importaba mucho cual - y llevar a cabo todos los minuciosos pasos que con el correr del tiempo había desarrollado: la busqueda en los enormes ficheros de la biblioteca, ordenados en la enorme sala de reseñas. A solas, de pie en medio del enorme salón recubierto de mármoles me sentía un poco un personaje anecdótico, una idea iconoclasta, mientras anotaba con mucho cuidado todas las entradas disponibles sobre el tema en cuestión. Luego la busqueda, anaquel por anaquel, a veces con la diligente ayuda de uno de los bibliotecarios o en la mayoría de la ocasiones, a solas, disfrutando del olor delicioso de los libros antiguos - esa mezcla de historia y permanencia - y finalmente, buscar la información. Sentarme a solas a leer durante horas en cualquiera de las salas ( mi favorito era el piso cinco, alejado del barullo de la puerta principal y muy cercano a los archivos históricos más mimados de la institución y transcribir, muy despacio, en mi enrevesada letra manuscrita, todos aquellos tesoros humildes: datos históricos desconocidos, pequeñas anecdotas de cronistas, imagenes en bajorrelieve de rostros antiguos de miradas hieraticas y penetrantes. Un mundo aparte sin duda, donde la cotidianidad urbana, un tanto simple de mi ciudad, perdía sentido en medio del mundo de los libros, el Universo cuántico de una idea de sabiduría más grande que cualquiera de mis pensamientos. Una idea tan completa en si misma que muchas veces sentí que el mero concepto le daba una forma cierta a la más crasa Universalidad.
No obstante, recuerdo que mi investigación más lenta, trabajosa y que de alguna manera marcó una nueva étapa en mi busqueda de conocimientos - el saber por el mero placer - fue la que comencé cuando decidí investigar sobre la brujeria, pero desde el punto de vista del saber más secular y escolástico. A pesar de mis retincencias ( debido sobretodo que mis años el internado me habían permitido tener acercamiento, digamos que bastante doloroso del punto de vista seglar sobre mis creencias ) sabía que necesitaba llegar al fondo de la idea finiscular por los mismos motivos que me hacian amar el conocimiento: El mero hecho de comprender todos los puntos de vista. Aunque era una labor que probablemente implicaría un trabajo arduo y con toda seguridad estéril - todas las fuentes a mi disposición serían las consideraban mis creencias y tradiciones poco menos que una maldición y una forma de expresión condenada al ostracismo intelectual - lo asumí con la intención de darle sentido a mi criterio más esteta. Esa parte de mi mente que anhelaba el conocimiento - la mera expresión del yo espiritual que daba sentido la historia y la sabiduría derivado de ella - necesitaba esa pequeña convicción real de haber logrado una meta cierta en medio de un terreno árido. Una idea creacionista en medio de un valle amplio y oscuro, carente de directrices pero que probablemente, debía tener un lugar en mi mente.
Un mera aspiración de bondad, tal vez.
Comencé con el mismo puntilloso y personal método que había desarrollado al investigar cualquier otro de mis temas favoritos: recorrí el fichero, clasificando con paciencia todas las entradas correspondientes a la palabra "Brujeria". Allí encontré, por supuesto, fascimiles del Nefasto martillo de las brujas ( en una espléndida edición francesa del siglo XIX ), así como crónicas de la caza de brujas llevadas a cabo en La Provenza Francesa ( lo que se llamó en las recopilaciones de la época "la matanza de los valdeneses"). Sentí escalofrios de terror al leer las meticulosas descripciones de los autos de fe llevados a cabo contra mujeres inocentes, la destrucción de pueblos enteros en la furia de la Inquisición. Incluso me asombró comprobar que Martin Lutero, a quién consideraba, incluso en medio de la diatriba de sus debilidades y virtudes, un gran pensador, había considerado la quema de brujas "justa", llegando hasta el extremo de llamar a quienes practicabamos la brujeria: "Putas del Diablo". Lloré, abatida ante la historia de Gottfried Georg Fuchs Von Dornheim, un hombre justo que se atrevió a levantar su voz contra el Hexenbischof ( el equivalente alemán de la Inquisición cristiana ) y que terminó torturado y ejecutado de la manera más terrible. Incluso, encontré referencias a casos relativamente recientes - en términos históricos -como el ocurrido en la Corte de Luis XIV, donde dos poderosas cortesanas habían sido condenadas a la Hoguera por intentar conseguir el beneplacito del rey por medio de "Hechiceria y el deseo de los demonios". Toda una serie de hechos acaecidos en épocas distintas pero que versaban sobre el mismo tema: la intolerancia, el odio hacia lo diferente, el poder como arma de represión y prejuicio.
Me llevó casi seis meses leer todo el material a disposición sobre el tema. Recuerdo que la última tarde, terminé el último libro ( una recopilación sobre la obsesión nazi sobre la pureza racial donde se hacia mención a una anecdota que aseguraba que Himmer era descendiente de una mujer quemada por brujeria varios siglos antes ) y permanecí un rato en silencio, rodeada de mis notas y las copias fotoestáticas de todos los documentos que había logrado reunir. Y sentí odio, un sentimiento fortuito y casi rayano en la pura furia. Me vi con los ojos de mi mente, destrozando papeles y arrojando los libros por las hermosas escalinatas de caracol, gritando, tal vez reclamando a la historia, al mundo exquisito de los libros en el que tanto había confiado, una explicación ante tanta crueldad, tanta ceguera, la completa indiferencia del hecho fáctico. El rudimento esencial de la voz de una humanidad carente de matices. Y es que hay un momento, un instante diáfano, cuando comprendes que todos los sucesos que enumeran los libros son reales. Totalmente veridicas las torturas, las muertes, los gritos de mujeres y niños sometidos al suplicio, la mayoría de ellos sin saber porque. ¿Como darle un sentido intelectual, ponderado a la conciencia de pueblos enteros arrasados por un poder eclesiastico capaz de arrasar cualquier pensamiento divergente? Imaginé a los marginados, los verdaderos herejes del verbo, envueltos en el terror, intentando salvar su ida de la masa ciega de una justicia abyecta. Sí, sí, real todas las palabras. Hechos, muerte, la sangre derramada. Toda una proyección terrible del existencialismo más diametral. Me descubrí llorando, sin poder evitarlo, apretando entre los dedos mis amados apuntes, mis cuidadosas recopilaciones. ¿Que era todo aquello? ¿Que significado tenía verdaderamente? ¿Hasta donde podía forzar mi propio espíritu para comprender tal barbarie?
No hubo una epifanía inmediata. Me llevo un largo tiempo comprender que la historia solo es el conjunto de las decisiones y disposiciones de la aldea secular del hombre. Pero para comprender eso, tuve que elevarme por encima de mi limitado mundo de letras y palabras, de mis adorados libros y darle sentido a la idea más amplia sobre la belleza, la anecdota histórica, el rostro vivo del mundo que me tocó vivir. No obstante, ese día fue el principio de esa comprensión, fue la primera vez que tuve la oportunidad de entender la diferencia venial entre el hecho histórico y la historia en sí. Un breve momento de pura violencia en medio de la abstracción de la abstracción más profunda.
Pasarian casi 7 años antes que volviera otra vez a esa sala de la biblioteca nacional, a completar la idea que me había llevado en un principio a intentar comprender mi propia percepción de la verdad a través de la visión de la historia. Sin embargo, esa es otra historia que prometo narrar en otra oportunidad.
Pasé mucha tardes de mi adolescencia entre sus cinco pisos, con sus altas estanterias repletas de una de las colecciones literarias - fundalmentalmente archivos de carácter histórico - más valiosas de Latinoamerica. Tal vez extrañe a cualquiera de mis amables lectores el hecho que durante mi adolescencia prefiriera los espacios polvorientos de una sala de lectura a cualquier otro lugar, pero si no he sido lo bastante especifica al respecto, debo decir que fui - soy - un ratón de biblioteca - nunca mejor aplicado el término - que durante mucho tiempo vivió a través de las palabras y la lectura. Para mí, no había nada más excitante que comenzar la investigación de un tema nuevo - no me importaba mucho cual - y llevar a cabo todos los minuciosos pasos que con el correr del tiempo había desarrollado: la busqueda en los enormes ficheros de la biblioteca, ordenados en la enorme sala de reseñas. A solas, de pie en medio del enorme salón recubierto de mármoles me sentía un poco un personaje anecdótico, una idea iconoclasta, mientras anotaba con mucho cuidado todas las entradas disponibles sobre el tema en cuestión. Luego la busqueda, anaquel por anaquel, a veces con la diligente ayuda de uno de los bibliotecarios o en la mayoría de la ocasiones, a solas, disfrutando del olor delicioso de los libros antiguos - esa mezcla de historia y permanencia - y finalmente, buscar la información. Sentarme a solas a leer durante horas en cualquiera de las salas ( mi favorito era el piso cinco, alejado del barullo de la puerta principal y muy cercano a los archivos históricos más mimados de la institución y transcribir, muy despacio, en mi enrevesada letra manuscrita, todos aquellos tesoros humildes: datos históricos desconocidos, pequeñas anecdotas de cronistas, imagenes en bajorrelieve de rostros antiguos de miradas hieraticas y penetrantes. Un mundo aparte sin duda, donde la cotidianidad urbana, un tanto simple de mi ciudad, perdía sentido en medio del mundo de los libros, el Universo cuántico de una idea de sabiduría más grande que cualquiera de mis pensamientos. Una idea tan completa en si misma que muchas veces sentí que el mero concepto le daba una forma cierta a la más crasa Universalidad.
No obstante, recuerdo que mi investigación más lenta, trabajosa y que de alguna manera marcó una nueva étapa en mi busqueda de conocimientos - el saber por el mero placer - fue la que comencé cuando decidí investigar sobre la brujeria, pero desde el punto de vista del saber más secular y escolástico. A pesar de mis retincencias ( debido sobretodo que mis años el internado me habían permitido tener acercamiento, digamos que bastante doloroso del punto de vista seglar sobre mis creencias ) sabía que necesitaba llegar al fondo de la idea finiscular por los mismos motivos que me hacian amar el conocimiento: El mero hecho de comprender todos los puntos de vista. Aunque era una labor que probablemente implicaría un trabajo arduo y con toda seguridad estéril - todas las fuentes a mi disposición serían las consideraban mis creencias y tradiciones poco menos que una maldición y una forma de expresión condenada al ostracismo intelectual - lo asumí con la intención de darle sentido a mi criterio más esteta. Esa parte de mi mente que anhelaba el conocimiento - la mera expresión del yo espiritual que daba sentido la historia y la sabiduría derivado de ella - necesitaba esa pequeña convicción real de haber logrado una meta cierta en medio de un terreno árido. Una idea creacionista en medio de un valle amplio y oscuro, carente de directrices pero que probablemente, debía tener un lugar en mi mente.
Un mera aspiración de bondad, tal vez.
Comencé con el mismo puntilloso y personal método que había desarrollado al investigar cualquier otro de mis temas favoritos: recorrí el fichero, clasificando con paciencia todas las entradas correspondientes a la palabra "Brujeria". Allí encontré, por supuesto, fascimiles del Nefasto martillo de las brujas ( en una espléndida edición francesa del siglo XIX ), así como crónicas de la caza de brujas llevadas a cabo en La Provenza Francesa ( lo que se llamó en las recopilaciones de la época "la matanza de los valdeneses"). Sentí escalofrios de terror al leer las meticulosas descripciones de los autos de fe llevados a cabo contra mujeres inocentes, la destrucción de pueblos enteros en la furia de la Inquisición. Incluso me asombró comprobar que Martin Lutero, a quién consideraba, incluso en medio de la diatriba de sus debilidades y virtudes, un gran pensador, había considerado la quema de brujas "justa", llegando hasta el extremo de llamar a quienes practicabamos la brujeria: "Putas del Diablo". Lloré, abatida ante la historia de Gottfried Georg Fuchs Von Dornheim, un hombre justo que se atrevió a levantar su voz contra el Hexenbischof ( el equivalente alemán de la Inquisición cristiana ) y que terminó torturado y ejecutado de la manera más terrible. Incluso, encontré referencias a casos relativamente recientes - en términos históricos -como el ocurrido en la Corte de Luis XIV, donde dos poderosas cortesanas habían sido condenadas a la Hoguera por intentar conseguir el beneplacito del rey por medio de "Hechiceria y el deseo de los demonios". Toda una serie de hechos acaecidos en épocas distintas pero que versaban sobre el mismo tema: la intolerancia, el odio hacia lo diferente, el poder como arma de represión y prejuicio.
Me llevó casi seis meses leer todo el material a disposición sobre el tema. Recuerdo que la última tarde, terminé el último libro ( una recopilación sobre la obsesión nazi sobre la pureza racial donde se hacia mención a una anecdota que aseguraba que Himmer era descendiente de una mujer quemada por brujeria varios siglos antes ) y permanecí un rato en silencio, rodeada de mis notas y las copias fotoestáticas de todos los documentos que había logrado reunir. Y sentí odio, un sentimiento fortuito y casi rayano en la pura furia. Me vi con los ojos de mi mente, destrozando papeles y arrojando los libros por las hermosas escalinatas de caracol, gritando, tal vez reclamando a la historia, al mundo exquisito de los libros en el que tanto había confiado, una explicación ante tanta crueldad, tanta ceguera, la completa indiferencia del hecho fáctico. El rudimento esencial de la voz de una humanidad carente de matices. Y es que hay un momento, un instante diáfano, cuando comprendes que todos los sucesos que enumeran los libros son reales. Totalmente veridicas las torturas, las muertes, los gritos de mujeres y niños sometidos al suplicio, la mayoría de ellos sin saber porque. ¿Como darle un sentido intelectual, ponderado a la conciencia de pueblos enteros arrasados por un poder eclesiastico capaz de arrasar cualquier pensamiento divergente? Imaginé a los marginados, los verdaderos herejes del verbo, envueltos en el terror, intentando salvar su ida de la masa ciega de una justicia abyecta. Sí, sí, real todas las palabras. Hechos, muerte, la sangre derramada. Toda una proyección terrible del existencialismo más diametral. Me descubrí llorando, sin poder evitarlo, apretando entre los dedos mis amados apuntes, mis cuidadosas recopilaciones. ¿Que era todo aquello? ¿Que significado tenía verdaderamente? ¿Hasta donde podía forzar mi propio espíritu para comprender tal barbarie?
No hubo una epifanía inmediata. Me llevo un largo tiempo comprender que la historia solo es el conjunto de las decisiones y disposiciones de la aldea secular del hombre. Pero para comprender eso, tuve que elevarme por encima de mi limitado mundo de letras y palabras, de mis adorados libros y darle sentido a la idea más amplia sobre la belleza, la anecdota histórica, el rostro vivo del mundo que me tocó vivir. No obstante, ese día fue el principio de esa comprensión, fue la primera vez que tuve la oportunidad de entender la diferencia venial entre el hecho histórico y la historia en sí. Un breve momento de pura violencia en medio de la abstracción de la abstracción más profunda.
Pasarian casi 7 años antes que volviera otra vez a esa sala de la biblioteca nacional, a completar la idea que me había llevado en un principio a intentar comprender mi propia percepción de la verdad a través de la visión de la historia. Sin embargo, esa es otra historia que prometo narrar en otra oportunidad.
1 comentarios:
Mujer! qué historia! O.O ¡hermosa!
Me gusta la foto, el modo en el que narraste la historia (un poco nostálgica), todo. Atrapa!
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