Las curanderas de la Tradición popular suelen simbolizar una parte serena e imperturbable de la psique más profunda del ser humano. Un icono cultural que representa ese silencio - un cierto estoicismo craso - de la fortaleza atribuída a la sabiduría más natural. A palabras del saber más antiguo, aunque por fuera el mundo se caiga a pedazos, la curandera se mantiene inalterable y conserva la calma necesaria para poder establecer la mejor manera de seguir adelante. Mi Taratabuela Paula - una Dama espléndida que tuve la inigualable oportunidad de conocer en la última década de su vida - bromeaba a menudo que todas las brujas conocemos esa calma coloquial y ancestral de la dueña de los secretos del bosque: Una sonrisa llena de significados, una mirada que abarca toda la humanidad, un sentimiento que expresa cada voz y cada sentido de nuestro pensamiento.
Todas las brujas tenemos una poco de curandera, esa anciana sonriente y maliciosa que recorre el bosque de los silencios, otorgandole un sentido y una textura especifica a cada idea, emoción, duda, incertidumbre. Como las hierbas misteriosas que la imaginería popular suponía milagrosas y que la curandera cosechaba y utilizaba para curar viejas heridas, antiguos tormentos de la mente, veleidosos y palpitandes dolores del espíritu más ancestral. La curandera innata, la salvaje conciencia de comprender que cada forma de expresión creativa es capaz de construir nuestro Universo más privado. La mujer en sombras, cubriendo su rostro mientras recorre los senderos más profundos de nuestra imaginación, para encontrar ese secreto, ese misterio eterno que nos otorga un nombre, un sentimiento, un momento de individualidad.
En ocasiones, imagino a la curandera que soy, a esa antigua poseedora del fuego del conocimiento, como una mujer desconocida que baila en medio de mi Castillo de la Memoria. Con los ojos cerrados, intentando conciliar el sueño, me dejo llevar por esa imagen plácida: la luna que brilla bajo las estrellas de mi mundo personal, una rutilante elipse de puro deseo en medio de la conciencia. Y ella allí, en mitad de la oscuridad violeta y plata, vistiendo un sencillo traje blanco, las manos cubiertas de pulseras de esparto y hojas entrelazadas. El cabello en desorden, salpicado de pétalos de las flores que adornan su pecho, que la rodean como un círculo de fuego blanco. Baila la dama, la bruja, la curandera, esa conciencia prenternatural que soy yo misma, con la cabeza inclinada hacia adelante, los hombros erguidos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos muy abiertos observando las sombras. Danza y danza, mientras los árboles despiertan de un letargo primigenio para mirarla, chasqueando sus ramas enormes y rugosas para acompañarla. Danza y danza, en un suspiro, un parpadeo de mi memoria. Las manos extendidas hacia la luna, la risa espontánea y atronadora recorriendo la noche. Danza y danza, brillante, certera, salvaje, furiosa, frenética, feliz. Un suspiro de la Diosa en mí.
Abro los ojos. El corazón me late muy rápido. Sonrio y siento que un exquisito escalofrio de pura emoción me recorre por completo. Me apoyo la mano en el pecho, para percibir la fuerza de mi corazón, el poder de la vida y la muerte en cada latido, un instante suspendido y la memoria. La curandera, la hija de la Tierra, la mujer secreta del bosques de los silencios, parecen encontrarse allí, al borde mismo de mi conciencia, en la sombras borrosas de una noche cualquiera. Y por instante, soy todas ellas, soy todos los rostros. Ellas, allí, mirandome desde los confines eternos de mi mente, de esa idea atemporal que es mi espiritu.
Duermo de nuevo. Mi mano enredada entre mi cabello desordenado. Y de nuevo, la Dama danza, riendo, más allá de todo tiempo y significado. Solo ella, la dueña del poder más intimo y finisecular: Una sencilla y exquisita individualidad.
Así sea.
Todas las brujas tenemos una poco de curandera, esa anciana sonriente y maliciosa que recorre el bosque de los silencios, otorgandole un sentido y una textura especifica a cada idea, emoción, duda, incertidumbre. Como las hierbas misteriosas que la imaginería popular suponía milagrosas y que la curandera cosechaba y utilizaba para curar viejas heridas, antiguos tormentos de la mente, veleidosos y palpitandes dolores del espíritu más ancestral. La curandera innata, la salvaje conciencia de comprender que cada forma de expresión creativa es capaz de construir nuestro Universo más privado. La mujer en sombras, cubriendo su rostro mientras recorre los senderos más profundos de nuestra imaginación, para encontrar ese secreto, ese misterio eterno que nos otorga un nombre, un sentimiento, un momento de individualidad.
En ocasiones, imagino a la curandera que soy, a esa antigua poseedora del fuego del conocimiento, como una mujer desconocida que baila en medio de mi Castillo de la Memoria. Con los ojos cerrados, intentando conciliar el sueño, me dejo llevar por esa imagen plácida: la luna que brilla bajo las estrellas de mi mundo personal, una rutilante elipse de puro deseo en medio de la conciencia. Y ella allí, en mitad de la oscuridad violeta y plata, vistiendo un sencillo traje blanco, las manos cubiertas de pulseras de esparto y hojas entrelazadas. El cabello en desorden, salpicado de pétalos de las flores que adornan su pecho, que la rodean como un círculo de fuego blanco. Baila la dama, la bruja, la curandera, esa conciencia prenternatural que soy yo misma, con la cabeza inclinada hacia adelante, los hombros erguidos, la cabeza echada hacia atrás, los ojos muy abiertos observando las sombras. Danza y danza, mientras los árboles despiertan de un letargo primigenio para mirarla, chasqueando sus ramas enormes y rugosas para acompañarla. Danza y danza, en un suspiro, un parpadeo de mi memoria. Las manos extendidas hacia la luna, la risa espontánea y atronadora recorriendo la noche. Danza y danza, brillante, certera, salvaje, furiosa, frenética, feliz. Un suspiro de la Diosa en mí.
Abro los ojos. El corazón me late muy rápido. Sonrio y siento que un exquisito escalofrio de pura emoción me recorre por completo. Me apoyo la mano en el pecho, para percibir la fuerza de mi corazón, el poder de la vida y la muerte en cada latido, un instante suspendido y la memoria. La curandera, la hija de la Tierra, la mujer secreta del bosques de los silencios, parecen encontrarse allí, al borde mismo de mi conciencia, en la sombras borrosas de una noche cualquiera. Y por instante, soy todas ellas, soy todos los rostros. Ellas, allí, mirandome desde los confines eternos de mi mente, de esa idea atemporal que es mi espiritu.
Duermo de nuevo. Mi mano enredada entre mi cabello desordenado. Y de nuevo, la Dama danza, riendo, más allá de todo tiempo y significado. Solo ella, la dueña del poder más intimo y finisecular: Una sencilla y exquisita individualidad.
Así sea.
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