He escuchado muchas que veces decir que, cuando te encuentras al borde de la muerte, toda tu vida pasa ante tus ojos como una rápida y contundente sucesión de imagenes. Realmente, puedo decir con toda propiedad que eso no es cierto. A los 9 años estuve muerta siete minutos y lo unico que recuerdo de la experiencia es el temor y luego, una inexplicable sensación de paz y ternura. En realidad, la idea que solo la muerte puede hacer que aprecies la vida no tiene el menor sentido para los sobrevivientes a ese minuto rutilante de luz. Solo hace falta un olor, una imagen o simplemente, una necesidad que detone los recuerdos y que estos empiecen a fluir en tu mente. Una pequeña muerte, puro placer onírico. Un deseo ardiente de comprensión.
Eso me pasa con frecuencia cuando hojeo mis libros favoritos. Hoy estuve releyendo "Por el camino de Swann" de Marcel Proust y de inmediato, senti que me regresaba a una etapa de mi vida olvidada y casi desdeñada de todos mis recuerdos concientes: mis años en el internado donde cursé la enseñanza básica. Sosteniendo el libro en las manos, acaricié la recia solapa de cuero y tuve la escalofriante sensación que la mujer que soy, se reencontraba con la niña que fui, en una especie de extravagante juego de espejos. Miré fijamente mis rostro pálido y menudo, el cabello revuelto y largo que aun conservo. Sentí un poco de miedo ante el uniforme impecable, las manos pequeñas aferradas al libro con fuerza. La mujer que soy soltó un respingo y casi sintió dolor, ante la sensación de soledad entre ambas imagenes.
Abro el libro. Las páginas revolotean entre mis dedos. Encuentro mi párrafo favorito con rapidez. Comienzo a leer:
"Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: "Ya me duermo". Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban las reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V"
Suspiro, el olor de los viejos árboles del colegio me abruma. El viento golpea las ventanas, aqui, en el tiempo que me pertenece. Pero la niña vuelve la cabeza y observa los cristales, sus grandes ojos asombrados. ¿Quién era entonces? me pregunto observandola. El rostro de expresión adusta, una niña sin edad. Cansada, un poco atormentada, pero tan viva, tan llena de energía voraz, la necesidad de creer y crear. Soy yo, en este ámbito de las cosas, en este pequeño estrato de la forma. Ambas aqui, perdidas, encontradas, vinculadas por un lazo de amor y temor. Ambas, la mujer y la niña que soy yo.
Cierro el libro. Suspiro. De nuevo, soy la mujer pálida y satisfecha en que me he convertido. La imagen en el espejo me devuelve una discreta sonrisa. Vivo, me alzo sobre mi incertidumbre, soy la fina muesca en la roca, donde se sostiene mi razón.
Un suspiro. La vida que transcurre. Dos espacios. Yo.
Eso me pasa con frecuencia cuando hojeo mis libros favoritos. Hoy estuve releyendo "Por el camino de Swann" de Marcel Proust y de inmediato, senti que me regresaba a una etapa de mi vida olvidada y casi desdeñada de todos mis recuerdos concientes: mis años en el internado donde cursé la enseñanza básica. Sosteniendo el libro en las manos, acaricié la recia solapa de cuero y tuve la escalofriante sensación que la mujer que soy, se reencontraba con la niña que fui, en una especie de extravagante juego de espejos. Miré fijamente mis rostro pálido y menudo, el cabello revuelto y largo que aun conservo. Sentí un poco de miedo ante el uniforme impecable, las manos pequeñas aferradas al libro con fuerza. La mujer que soy soltó un respingo y casi sintió dolor, ante la sensación de soledad entre ambas imagenes.
Abro el libro. Las páginas revolotean entre mis dedos. Encuentro mi párrafo favorito con rapidez. Comienzo a leer:
"Mucho tiempo he estado acostándome temprano. A veces, apenas había apagado la bujía, cerrábanse mis ojos tan presto, que ni tiempo tenía para decirme: "Ya me duermo". Y media hora después despertábame la idea de que ya era hora de ir a buscar el sueño; quería dejar el libro, que se me figuraba tener aún entre las manos, y y apagar de un soplo la luz; durante mi sueño no había cesado de reflexionar sobre lo recién leído, pero era muy particular el tono que tomaban las reflexiones, porque me parecía que yo pasaba a convertirme en el tema de la obra, en una iglesia, en un cuarteto, en la rivalidad de Francisco I y Carlos V"
Suspiro, el olor de los viejos árboles del colegio me abruma. El viento golpea las ventanas, aqui, en el tiempo que me pertenece. Pero la niña vuelve la cabeza y observa los cristales, sus grandes ojos asombrados. ¿Quién era entonces? me pregunto observandola. El rostro de expresión adusta, una niña sin edad. Cansada, un poco atormentada, pero tan viva, tan llena de energía voraz, la necesidad de creer y crear. Soy yo, en este ámbito de las cosas, en este pequeño estrato de la forma. Ambas aqui, perdidas, encontradas, vinculadas por un lazo de amor y temor. Ambas, la mujer y la niña que soy yo.
Cierro el libro. Suspiro. De nuevo, soy la mujer pálida y satisfecha en que me he convertido. La imagen en el espejo me devuelve una discreta sonrisa. Vivo, me alzo sobre mi incertidumbre, soy la fina muesca en la roca, donde se sostiene mi razón.
Un suspiro. La vida que transcurre. Dos espacios. Yo.
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