Luego de ver el documental "The Grizzly men" de Werner Herzog, comprendo a cabalidad el debate suscitado sobre su veracidad. Como fiel seguidora de la lógica cartesiana, me dediqué a investigar un poco la respuesta, al menos encontrar un argumento contundente sobre las aseveraciones que las impactantes imagenes que el documentalista nos ofrece. La respuesta que encontré fue más curiosa, apasionante y fecunda de lo que podría haber supuesto en un principio.
En Sitges, hará casi una década, muy pocos de los que la vieron fueron capaces de sustraerse de dar su opinión, y así hasta el jurado le concedió un premio especial "ya que [sus miembros] aún están discutiendo si lo que se relata es verdadero o falso" según reza literal el pasado palmarés
Mi planteamiento era simple ¿Falso documental o documental real? Los primero pasos de mi somera investigación, me llevaron a la primera certidummbre concluyente al respecto: el protagonista existió, o al menos tiene entrada en la Wikipedia y se le menciona en varias webs sobre naturalismo, es decir, que el material documental es verídico. Apoyandose en tal premisa - aún aceptándolo y sin querer llevar la sospecha hasta el punto de una cruzada absurd -, hay que admitir que antes (o incluso después) de haber podido consultar esta inmensa enciclopedia global llamada Internet, había razones más que sobradas tanto para pensar lo uno como para pensar lo otro. Comenzaré poniendo al lector de estas lineas en precedentes: Herzog ha montado "Grizzly Men" a partir de los fragmentos de película rodadas por Timothy Treadwell, un tipo que en 1990 abandonó la civilización para adentrarse en los agrestes terrenos de Alaska a vivir con los osos, cuidarlos y observarlos lo más cerca posible. Puede parecer un caso parecido al de Dian Fossey, la zoóloga cuya labor por la conservación y el conocimiento de los gorilas en su hábitat natural africano la ganó la admiración de la comunidad científica (y también la muerte, cuando el jefe de unos cazadores furtivos de gorilas la asesinó a machetazos), y que en 1988 se popularizó a través de la película "Gorilas en la niebla" ("Gorillas in the Mist") de Michael Apted en la que fue interpretada por Sigourney Weaver. Sin embargo, en el caso de Treadwell es mucho más curioso: para empezar, el tipo era un completo aficionado, que realidad al principio no tenía más idea sobre osos pardos de la que podamos tener usted o yo; además, por lo que podemos ver a través del seguimiento biográfico y los testimonios de conocidos que nos ofrece Herzog, fue un chico inadaptado, con una juventud problemática y escarceos con las drogas y el alcohol, así como ciertos trastornos psicológicos, complejo de inferioridad, tendencia a la depresión y algunas gotas de paranoia. Finalmente, a partir de sus propias grabaciones comprobamos que el tal Treadwell era un friki de campeonato, por cuyo comportamiento extravagante y su inclinación casi borderline a interpretar las cosas de manera muy ingenua le vale el apelativo de algunos testigos entrevistados de “retrasado mental”. El caso Treadwell histórico, de cualquier manera que quiera enfocarse su personalidad, fue que aquel tío se pasó trece años entre osos, acercándose hasta extremos temerarios, convirtiéndose en un misántropo y un eco-warrior escondido de los ojos humanos y luchando contra los cazadores furtivos, y que un día, de ahí su tragedia y el último toque que le faltaba a su leyenda, algún oso se hartó de él y se lo comió junto a una colaboradora. Así de duro como suena.
Y he ahí donde empiezan las cosas raras y maravillosas en cuanto a este documental y ese juego en el que se volatilizan y se cuestionan las barreras entre ficción y realidad, aún siendo todo verdad, como digo. Hay detalles a lo largo de su metraje que no encajan con lo que entendemos como reportaje tradicional sobre un personaje histórico, nada que ver con el panegírico y desde luego en las antípodas de la elegía: primero de todo, el sarcasmo y hasta la crueldad de Herzog a la hora de escoger qué material monta y qué material desecha de entre las cientos de horas de película filmada por el propio Treadwell a lo largo de su vida y de entre su propio material de investigación. Muchos de los pasajes dejan al protagonista en bastante mala posición, otros le muestran en momentos muy vulnerables, otros nos le enseñan desencajado y fuera de sí. Entre los testimonios, sobresalen los de testigos que le llaman “tarado” y “subnormal”, como ya se ha dicho. En suma, rasgos muy políticamente incorrectos, más si pensamos que el hombre del que se está hablando está muerto y que murió en circunstancias tan trágicas y violentas pero que, otra vez, no están en absoluto exentas de su ironía, en la que estoy seguro que el director de “Grizzly Man” también ha reparado. La solemnidad impostada de otros pasajes, como cuando el propio Herzog participando activamente en su película le entrega a la ex novia de Treadwell esa especie de ejercicio de snuff auditivo que son las últimas cintas que pudo grabar, y en las que con la cámara tirada en el suelo se escucha (se supone, el espectador no tiene acceso a ellas en una jugada muy medida del director) como el oso les ataca, los despedaza y los devora, no pueden ser tampoco un accidente ni producto de una presunta torpeza de Herzog en la que a estas altura de su carrera no podemos creer. No, está hecho aposta, el genial director, puntal en los 60 junto a Fassbinder de un nuevo cine alemán subversivo y revolucionario, tanto en los contenidos como en las formas, aquí ha realizado un reportaje documental de autor, en el que no ha renunciado al humor negro.
Por otro lado, e incluso cuando dejándonos por la socarroneria existencialista de Herzog sospeché que aquel tipo tragicómico y excesivo no podía ser sino un actor en un falso documental, ya había otros detalles mágicos que nos alertaban de que aquello tampoco terminaba de encajar: ya no sólo el perfecto urdimiento de la trama y las pruebas, cosa que en realidad falsean con perfección deliciosa y diabólica todos los falsos documentales que se vienen haciendo desde que tal subgénero se ha puesto tan de moda, sino más bien escenas en plena naturaleza que sólo se pueden captar como producto de la más afortunada providencia, accidentes que no se podrían forzar ni aún preparándolos con efectos especiales (que, por otro lado, no son del gusto del autor).
Las cosas como son, si la película ha resultado real, tanto habría importado que no lo fuera, porque a Herzog no le mueve la piedad a la hora de escoger este personaje y de montar este material, sino más bien intereses intelectuales cien por cien coherentes con su trayectoria. No es de extrañar que a al director le gustase Treadwell y sin embargo que no sintiese la más mínima necesidad de beatificarle. El propio Herzog se crió en plena naturaleza, en las montañas bávaras, y confiesa en su biografía que no vio un teléfono hasta su adolescencia. Toda su filmografía está llena de personajes que se adentran en lo salvaje, como si ésta fuera representación de la voz de un telúrico “ello” en el sentido freudiano, irracional, instintiva, hedonista. Treadwell se une así a otros personajes herzogianos en su afán de disidencia ante nuestro mundo proyectada hacia lo virgen e inexplorado, como Lope Aguirre en “Aguirre, la cólera de Dios” (“Aguirre, der Zorn Gottes”, 1972) rebelándose contra Felipe II y adentrándose en el Amazonas en busca de El Dorado; o “Fitzcarraldo” en la película a la que da título (“Fitzcarraldo”, 1982), con su megalómano proyecto de construir un ópera en medio de la selva; o Da Silva de “Cobra verde” (1987), el esclavista afincado en lo más profundo del África; o el caso contrario el de “El enigma de Gaspar Hauser” (“Jeder für sich und Gott gegen alle”, 1974) que pasó su vida encerrado como un salvaje en un sótano hasta que el descubren y le liberan. Todos los personajes de Herzog son impulsivos, irracionales, obsesivos, extravagantes, rebeldes, sin escrúpulos y están condenados a fracasar. Muchos de ellos, en efecto, existieron, como Lope de Aguirre, Gaspar Hauser o Fitzcarraldo. El paisaje suele ser en sus vidas como un personaje más, hostil, inasequible a su lucha. Timothy Treadwell y su mundo eran así, y aunque tal vez él no conociera la obra de Werner Herzog, estaba más que abocado a terminar siendo un personaje suyo.
Pero no es muy difícil detectar que todavía hay algo en él que le hace especial y que llama la atención del director alemán: sus películas amateurs, con las que Treadwell pretendía dejar testimonio de sus descubrimientos con los osos, a los que ha puesto nombres y con los que habla como si fueran sus amigos. Para Herzog las películas del hombre de los osos son un auténtico tesoro por su pureza: tienen esa fuerza cinematográfica, esa pulsión esencial, que sólo presenta esa clase de cine cuya etiqueta el director siempre ha rechazado pero que tanto tiene que ver con su estilo: el cinema verité, directo, sin trucos ni artificios, tan interesante como el propio mirar, tan perverso y erótico como el vouyerismo. Tan romántico, en síntesis. Porque al margen de otras cosas, así es como se nos presenta Tim Treadwell en la interpretación de Herzog: como un romántico, que huye del mundo y trata de buscar en la naturalidad animal y el salvajismo de las montañas una respuesta a su necesidad vital y unos valores tras el fracaso de sus relaciones en el ámbito de la sociedad.
Treadwell posiblemente también es un lunático, porqué no. También lo son casi la práctica totalidad de los personajes de Herzog, con los mencionados a la cabeza. Sin duda el propio director en sí mismo también lo es. Tan sólo hay que recordar su tormentosa y arrebatada relación con el actor Klaus Kinski, su intérprete fetiche, con el que pese a trabajar una y otra vez mantenía una relación de amor-odio que llegó hasta el exceso violento, como lanzar muebles por la ventana de un hotel durante una discusión, o a apuntarle a la cabeza con una pistola cargada. Herzog es como un personaje de sí mismo, su tendencia al extremo le acerca al chalado de Treadwell. ¿Siente cariño por él? Podría parecer que no, pero no debemos olvidar la austeridad bávara y el sentido del humor cabrón del director, y entenderemos que tampoco está en su voluntad burlarse de su espécimen.
Herzog maneja sin distinción los mecanismos de la ficción y del documental, pues ha cultivado ambos, y no ve diferencias entre ellos: de hecho, suele declarar que considera “Fitzcarraldo” su mejor documental, aunque es de hecho una película “narrativa”. Expuestas así las claves, documental, ficción, naturaleza, rebeldía, romanticismo, locura, ¿hay alguien que piense que no estamos entre una de las mejores obras de Werner Herzog en los últimos años?
Debo decir también que es la película más amarga que he visto en mucho tiempo, pese a que sin duda me reí y disfruté del humor sardónico que aplica Herzog a la resolución de la historia. Como dice la voz en off del propio Herzog: “en todas las caras de todos los osos que filmó Timothy no veo ningún rastro de entendimiento, ni piedad.Sólo veo la indiferencia abrumadora de la naturaleza. Para mí, no existe el mundo secreto de los osos. Y esta mirada en blanco muestra que sólo les interesa la comida. Pero para Timothy Treadwell, este oso era un amigo, un salvador”. ¿No querían ustedes miradas sobre el absurdo existencial y la tragedia de la gran empresa humana?
En Sitges, hará casi una década, muy pocos de los que la vieron fueron capaces de sustraerse de dar su opinión, y así hasta el jurado le concedió un premio especial "ya que [sus miembros] aún están discutiendo si lo que se relata es verdadero o falso" según reza literal el pasado palmarés
Mi planteamiento era simple ¿Falso documental o documental real? Los primero pasos de mi somera investigación, me llevaron a la primera certidummbre concluyente al respecto: el protagonista existió, o al menos tiene entrada en la Wikipedia y se le menciona en varias webs sobre naturalismo, es decir, que el material documental es verídico. Apoyandose en tal premisa - aún aceptándolo y sin querer llevar la sospecha hasta el punto de una cruzada absurd -, hay que admitir que antes (o incluso después) de haber podido consultar esta inmensa enciclopedia global llamada Internet, había razones más que sobradas tanto para pensar lo uno como para pensar lo otro. Comenzaré poniendo al lector de estas lineas en precedentes: Herzog ha montado "Grizzly Men" a partir de los fragmentos de película rodadas por Timothy Treadwell, un tipo que en 1990 abandonó la civilización para adentrarse en los agrestes terrenos de Alaska a vivir con los osos, cuidarlos y observarlos lo más cerca posible. Puede parecer un caso parecido al de Dian Fossey, la zoóloga cuya labor por la conservación y el conocimiento de los gorilas en su hábitat natural africano la ganó la admiración de la comunidad científica (y también la muerte, cuando el jefe de unos cazadores furtivos de gorilas la asesinó a machetazos), y que en 1988 se popularizó a través de la película "Gorilas en la niebla" ("Gorillas in the Mist") de Michael Apted en la que fue interpretada por Sigourney Weaver. Sin embargo, en el caso de Treadwell es mucho más curioso: para empezar, el tipo era un completo aficionado, que realidad al principio no tenía más idea sobre osos pardos de la que podamos tener usted o yo; además, por lo que podemos ver a través del seguimiento biográfico y los testimonios de conocidos que nos ofrece Herzog, fue un chico inadaptado, con una juventud problemática y escarceos con las drogas y el alcohol, así como ciertos trastornos psicológicos, complejo de inferioridad, tendencia a la depresión y algunas gotas de paranoia. Finalmente, a partir de sus propias grabaciones comprobamos que el tal Treadwell era un friki de campeonato, por cuyo comportamiento extravagante y su inclinación casi borderline a interpretar las cosas de manera muy ingenua le vale el apelativo de algunos testigos entrevistados de “retrasado mental”. El caso Treadwell histórico, de cualquier manera que quiera enfocarse su personalidad, fue que aquel tío se pasó trece años entre osos, acercándose hasta extremos temerarios, convirtiéndose en un misántropo y un eco-warrior escondido de los ojos humanos y luchando contra los cazadores furtivos, y que un día, de ahí su tragedia y el último toque que le faltaba a su leyenda, algún oso se hartó de él y se lo comió junto a una colaboradora. Así de duro como suena.
Y he ahí donde empiezan las cosas raras y maravillosas en cuanto a este documental y ese juego en el que se volatilizan y se cuestionan las barreras entre ficción y realidad, aún siendo todo verdad, como digo. Hay detalles a lo largo de su metraje que no encajan con lo que entendemos como reportaje tradicional sobre un personaje histórico, nada que ver con el panegírico y desde luego en las antípodas de la elegía: primero de todo, el sarcasmo y hasta la crueldad de Herzog a la hora de escoger qué material monta y qué material desecha de entre las cientos de horas de película filmada por el propio Treadwell a lo largo de su vida y de entre su propio material de investigación. Muchos de los pasajes dejan al protagonista en bastante mala posición, otros le muestran en momentos muy vulnerables, otros nos le enseñan desencajado y fuera de sí. Entre los testimonios, sobresalen los de testigos que le llaman “tarado” y “subnormal”, como ya se ha dicho. En suma, rasgos muy políticamente incorrectos, más si pensamos que el hombre del que se está hablando está muerto y que murió en circunstancias tan trágicas y violentas pero que, otra vez, no están en absoluto exentas de su ironía, en la que estoy seguro que el director de “Grizzly Man” también ha reparado. La solemnidad impostada de otros pasajes, como cuando el propio Herzog participando activamente en su película le entrega a la ex novia de Treadwell esa especie de ejercicio de snuff auditivo que son las últimas cintas que pudo grabar, y en las que con la cámara tirada en el suelo se escucha (se supone, el espectador no tiene acceso a ellas en una jugada muy medida del director) como el oso les ataca, los despedaza y los devora, no pueden ser tampoco un accidente ni producto de una presunta torpeza de Herzog en la que a estas altura de su carrera no podemos creer. No, está hecho aposta, el genial director, puntal en los 60 junto a Fassbinder de un nuevo cine alemán subversivo y revolucionario, tanto en los contenidos como en las formas, aquí ha realizado un reportaje documental de autor, en el que no ha renunciado al humor negro.
Por otro lado, e incluso cuando dejándonos por la socarroneria existencialista de Herzog sospeché que aquel tipo tragicómico y excesivo no podía ser sino un actor en un falso documental, ya había otros detalles mágicos que nos alertaban de que aquello tampoco terminaba de encajar: ya no sólo el perfecto urdimiento de la trama y las pruebas, cosa que en realidad falsean con perfección deliciosa y diabólica todos los falsos documentales que se vienen haciendo desde que tal subgénero se ha puesto tan de moda, sino más bien escenas en plena naturaleza que sólo se pueden captar como producto de la más afortunada providencia, accidentes que no se podrían forzar ni aún preparándolos con efectos especiales (que, por otro lado, no son del gusto del autor).
Las cosas como son, si la película ha resultado real, tanto habría importado que no lo fuera, porque a Herzog no le mueve la piedad a la hora de escoger este personaje y de montar este material, sino más bien intereses intelectuales cien por cien coherentes con su trayectoria. No es de extrañar que a al director le gustase Treadwell y sin embargo que no sintiese la más mínima necesidad de beatificarle. El propio Herzog se crió en plena naturaleza, en las montañas bávaras, y confiesa en su biografía que no vio un teléfono hasta su adolescencia. Toda su filmografía está llena de personajes que se adentran en lo salvaje, como si ésta fuera representación de la voz de un telúrico “ello” en el sentido freudiano, irracional, instintiva, hedonista. Treadwell se une así a otros personajes herzogianos en su afán de disidencia ante nuestro mundo proyectada hacia lo virgen e inexplorado, como Lope Aguirre en “Aguirre, la cólera de Dios” (“Aguirre, der Zorn Gottes”, 1972) rebelándose contra Felipe II y adentrándose en el Amazonas en busca de El Dorado; o “Fitzcarraldo” en la película a la que da título (“Fitzcarraldo”, 1982), con su megalómano proyecto de construir un ópera en medio de la selva; o Da Silva de “Cobra verde” (1987), el esclavista afincado en lo más profundo del África; o el caso contrario el de “El enigma de Gaspar Hauser” (“Jeder für sich und Gott gegen alle”, 1974) que pasó su vida encerrado como un salvaje en un sótano hasta que el descubren y le liberan. Todos los personajes de Herzog son impulsivos, irracionales, obsesivos, extravagantes, rebeldes, sin escrúpulos y están condenados a fracasar. Muchos de ellos, en efecto, existieron, como Lope de Aguirre, Gaspar Hauser o Fitzcarraldo. El paisaje suele ser en sus vidas como un personaje más, hostil, inasequible a su lucha. Timothy Treadwell y su mundo eran así, y aunque tal vez él no conociera la obra de Werner Herzog, estaba más que abocado a terminar siendo un personaje suyo.
Pero no es muy difícil detectar que todavía hay algo en él que le hace especial y que llama la atención del director alemán: sus películas amateurs, con las que Treadwell pretendía dejar testimonio de sus descubrimientos con los osos, a los que ha puesto nombres y con los que habla como si fueran sus amigos. Para Herzog las películas del hombre de los osos son un auténtico tesoro por su pureza: tienen esa fuerza cinematográfica, esa pulsión esencial, que sólo presenta esa clase de cine cuya etiqueta el director siempre ha rechazado pero que tanto tiene que ver con su estilo: el cinema verité, directo, sin trucos ni artificios, tan interesante como el propio mirar, tan perverso y erótico como el vouyerismo. Tan romántico, en síntesis. Porque al margen de otras cosas, así es como se nos presenta Tim Treadwell en la interpretación de Herzog: como un romántico, que huye del mundo y trata de buscar en la naturalidad animal y el salvajismo de las montañas una respuesta a su necesidad vital y unos valores tras el fracaso de sus relaciones en el ámbito de la sociedad.
Treadwell posiblemente también es un lunático, porqué no. También lo son casi la práctica totalidad de los personajes de Herzog, con los mencionados a la cabeza. Sin duda el propio director en sí mismo también lo es. Tan sólo hay que recordar su tormentosa y arrebatada relación con el actor Klaus Kinski, su intérprete fetiche, con el que pese a trabajar una y otra vez mantenía una relación de amor-odio que llegó hasta el exceso violento, como lanzar muebles por la ventana de un hotel durante una discusión, o a apuntarle a la cabeza con una pistola cargada. Herzog es como un personaje de sí mismo, su tendencia al extremo le acerca al chalado de Treadwell. ¿Siente cariño por él? Podría parecer que no, pero no debemos olvidar la austeridad bávara y el sentido del humor cabrón del director, y entenderemos que tampoco está en su voluntad burlarse de su espécimen.
Herzog maneja sin distinción los mecanismos de la ficción y del documental, pues ha cultivado ambos, y no ve diferencias entre ellos: de hecho, suele declarar que considera “Fitzcarraldo” su mejor documental, aunque es de hecho una película “narrativa”. Expuestas así las claves, documental, ficción, naturaleza, rebeldía, romanticismo, locura, ¿hay alguien que piense que no estamos entre una de las mejores obras de Werner Herzog en los últimos años?
Debo decir también que es la película más amarga que he visto en mucho tiempo, pese a que sin duda me reí y disfruté del humor sardónico que aplica Herzog a la resolución de la historia. Como dice la voz en off del propio Herzog: “en todas las caras de todos los osos que filmó Timothy no veo ningún rastro de entendimiento, ni piedad.Sólo veo la indiferencia abrumadora de la naturaleza. Para mí, no existe el mundo secreto de los osos. Y esta mirada en blanco muestra que sólo les interesa la comida. Pero para Timothy Treadwell, este oso era un amigo, un salvador”. ¿No querían ustedes miradas sobre el absurdo existencial y la tragedia de la gran empresa humana?
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