Hace poco, revisando varios de mis libros favoritos sobre historia del arte, me encontré con una crónica detallada de lo que se llamó: La Gran castración Vaticana. En uno de los episodios más oscuros y enfermizos del arte renacentista, en 1857, el Papa Pío IX decidió que la representación de los genitales masculinos podría incitar la Lujuria dentro de la ciudadela de la fe Cristiana. Inflamado por un delirio prejuicioso, tomó un escoplo y un mazo y cercenó los atributos masculinos de todas las estatuas que colmaban los pasillos y salones del vaticano. En un gesto imperdonable para todos los amantes de la escultura y del mundo estético en general, mutiló obras de Miguel Angel, Bramante y Bernini. Posteriormente y a instancias de la curia vaticana se utilizaron hojas de higuera de yeso para ocultar los considerables daños que tesoros del arte mundial sufrieron durante el terrible episodio. No obstante, cientos de esculturas fueron dañadas por mero deseo irrestricto del venerable monarca Cristiano de negar la belleza del cuerpo humano.
Indudablemente, el arte es la forma más depurada del hedonismo intelectual, algo por completo inaceptable para una creación religiosa basada en el dominio y la agresión moral. Por tanto, es lícito preguntarme, si el celebérrimo mecenazgo de la Iglesia hacia el arte ( La mayor colección de arte del mundo se encuentra precisamente en Ciudad del Vaticano) no ha sido siempre una forma de garantizar el control absoluto sobre la expresión de la forma artistica y el lenguaje visual de la cultural. Un lamentable pensamiento, claro está, pero no carente de cierta totalmente fáctica. Para la Iglesia cristiana la sujeción a normas limitantes y represivas a sido tan tradicional como cualquiera de sus dogmas de fe. ¿No fue la intención monacal del medioevo someter a los artistas por medio de una estética restringida y carente de cualquier atributo humano? Hasta el siglo XIII se consideró el arte una obra del demonio y más allá, solo fue proclive de la bendición eclesiástica cuando le dió forma a la imaginería religiosa a través de simbolos fácticos para la difusión de los valores morales del Cristianismo. ¿No eran los tapices de la época de Teodora de Constantinopla meros estructuras denotativas de la historia que la Iglesia quería revelar como verdadera? La autocracia de la estética, el lenguaje soez y prejuiciado de la forma religiosa como verbo cultural.
Hasta muy avanzado el siglo XV, las imágenes religiosas cumplían una función política: Daban fe de la presencia del poder soberano y hegemónico de la Iglesia sobre toda forma de expresión social. La jerarquía eclesiástica utilizaba la pintura y la escultura para adornar las iglesias usando una forma de esquematización general lo bastante sencillo como para ser comprendido a cabalidad por el pueblo llano. De hecho, muchas veces he pensado que se trataba más de una forma de feudalismo del arte, que un mecenazgo en si mismo. Un instrumento propagandístico de indudable valor popular, que convirtió la forma del arte en un nuevo lenguaje a través del cual la Iglesia podía enviar su mensaje moralizante e ideologizante; Crónicas detalladas sobre la vida de los Santos que deseaban ensalzar y pequeñas y fragmentarias narraciones que explicaban el mal que simbolizaba la mera decisión personal. No en vano, el rostro de las vírgenes y santos retratados durante el Medievo tardío, carecían de rasgos que les individualizaran: Un concepto general, amplio y delineado cuidadosamente a través de la sagaz comprensión de la iglesia de la expresión más intima del arte y la belleza. Un instrumento poderoso de segregación. El temor convertido en una forma de creación finisecular: Escenas minuciosamente detalladas de infiernos y demonios martirizando a los Infieles, la mayoría de los casos enemigos de la Iglesia. Vírgenes de rostro inmaculo que proclamaban con su delicada piel blanca y ojos vueltos a lo alto, que solo la pureza, el rechazo a la propia naturaleza instintiva, podía darle sentido a la idea más concreta de salvación. Personajes políticos convertidos en santos de ocasión por los lapices y pinceles de pintores obligados a otorgar un sentido a la idealización dogmática que la Iglesia propugnaba. Indudablemente, la Iglesia descubrió muy pronto que el dulce aroma de la forma estética podía darle sentido a esa idea divina que sus prédicas intentaban recrear sin demasiado éxito. ¿Como podían hablarle de cielos fecundos en belleza, de un paraíso donde la pobreza y la muerte no existieran si el mundo sucumbía a una terrible y dolorosa ausencia de símbolos etéreos? Las calles sucias y malolientes, las casas estrechas y mal ventiladas, las plazas de pueblos y ciudades desbordantes de suciedad, basura, excrementos y la mayoría de las veces, cadáveres de hombres y mujeres que morían de frío y de hambre. ¿Como hablar de una Hipotética bendición divina bajo una realidad tan aplastante? Fue el arte el que brindó la forma y el rostro al cielo que filósofos y pensadores habían vislumbrado en su imaginación por años. Fue las grandes obras de fastuosa belleza la que llevó al vulgo la espléndida concepción de una idea Divina más allá del tiempo y las limitaciones humanas.
No obstante, muy pronto esta forma de arte se convertiría en un arma de doble filo. En pocos años, el concepto de arte se convirtió también en una forma de manifestar las ideas contrarias a esa poderosa voz eclesiástica que antes le había dado forma, de recrear y sustentar las opiniones más crudas y escolásticas sobre la vida. No obstante, esa es otra historia que prometo relatar en otra entrada.
Indudablemente, el arte es la forma más depurada del hedonismo intelectual, algo por completo inaceptable para una creación religiosa basada en el dominio y la agresión moral. Por tanto, es lícito preguntarme, si el celebérrimo mecenazgo de la Iglesia hacia el arte ( La mayor colección de arte del mundo se encuentra precisamente en Ciudad del Vaticano) no ha sido siempre una forma de garantizar el control absoluto sobre la expresión de la forma artistica y el lenguaje visual de la cultural. Un lamentable pensamiento, claro está, pero no carente de cierta totalmente fáctica. Para la Iglesia cristiana la sujeción a normas limitantes y represivas a sido tan tradicional como cualquiera de sus dogmas de fe. ¿No fue la intención monacal del medioevo someter a los artistas por medio de una estética restringida y carente de cualquier atributo humano? Hasta el siglo XIII se consideró el arte una obra del demonio y más allá, solo fue proclive de la bendición eclesiástica cuando le dió forma a la imaginería religiosa a través de simbolos fácticos para la difusión de los valores morales del Cristianismo. ¿No eran los tapices de la época de Teodora de Constantinopla meros estructuras denotativas de la historia que la Iglesia quería revelar como verdadera? La autocracia de la estética, el lenguaje soez y prejuiciado de la forma religiosa como verbo cultural.
Hasta muy avanzado el siglo XV, las imágenes religiosas cumplían una función política: Daban fe de la presencia del poder soberano y hegemónico de la Iglesia sobre toda forma de expresión social. La jerarquía eclesiástica utilizaba la pintura y la escultura para adornar las iglesias usando una forma de esquematización general lo bastante sencillo como para ser comprendido a cabalidad por el pueblo llano. De hecho, muchas veces he pensado que se trataba más de una forma de feudalismo del arte, que un mecenazgo en si mismo. Un instrumento propagandístico de indudable valor popular, que convirtió la forma del arte en un nuevo lenguaje a través del cual la Iglesia podía enviar su mensaje moralizante e ideologizante; Crónicas detalladas sobre la vida de los Santos que deseaban ensalzar y pequeñas y fragmentarias narraciones que explicaban el mal que simbolizaba la mera decisión personal. No en vano, el rostro de las vírgenes y santos retratados durante el Medievo tardío, carecían de rasgos que les individualizaran: Un concepto general, amplio y delineado cuidadosamente a través de la sagaz comprensión de la iglesia de la expresión más intima del arte y la belleza. Un instrumento poderoso de segregación. El temor convertido en una forma de creación finisecular: Escenas minuciosamente detalladas de infiernos y demonios martirizando a los Infieles, la mayoría de los casos enemigos de la Iglesia. Vírgenes de rostro inmaculo que proclamaban con su delicada piel blanca y ojos vueltos a lo alto, que solo la pureza, el rechazo a la propia naturaleza instintiva, podía darle sentido a la idea más concreta de salvación. Personajes políticos convertidos en santos de ocasión por los lapices y pinceles de pintores obligados a otorgar un sentido a la idealización dogmática que la Iglesia propugnaba. Indudablemente, la Iglesia descubrió muy pronto que el dulce aroma de la forma estética podía darle sentido a esa idea divina que sus prédicas intentaban recrear sin demasiado éxito. ¿Como podían hablarle de cielos fecundos en belleza, de un paraíso donde la pobreza y la muerte no existieran si el mundo sucumbía a una terrible y dolorosa ausencia de símbolos etéreos? Las calles sucias y malolientes, las casas estrechas y mal ventiladas, las plazas de pueblos y ciudades desbordantes de suciedad, basura, excrementos y la mayoría de las veces, cadáveres de hombres y mujeres que morían de frío y de hambre. ¿Como hablar de una Hipotética bendición divina bajo una realidad tan aplastante? Fue el arte el que brindó la forma y el rostro al cielo que filósofos y pensadores habían vislumbrado en su imaginación por años. Fue las grandes obras de fastuosa belleza la que llevó al vulgo la espléndida concepción de una idea Divina más allá del tiempo y las limitaciones humanas.
No obstante, muy pronto esta forma de arte se convertiría en un arma de doble filo. En pocos años, el concepto de arte se convirtió también en una forma de manifestar las ideas contrarias a esa poderosa voz eclesiástica que antes le había dado forma, de recrear y sustentar las opiniones más crudas y escolásticas sobre la vida. No obstante, esa es otra historia que prometo relatar en otra entrada.
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