domingo, 29 de abril de 2012
De los Domingos - que odio - y otros desvarios.
Creo haber mencionado varias veces, en este su blog de confianza, que detesto los domingos. Por ninguna razón en especifico, o tal vez por una tan general, que abarca todas las demás: me aburro. No sé realmente que ocurre con este día de descanso, que lo hace tan desabrido, intrascendente y largo. Supongo que tiene algo que ver con el tema que el día posterior hay que volver a la rutina cotidiana: hay un aire de definitivo final de la diversión en estas largas horas de nada que hacer, como no sea prepararse para el día siguiente. Con todo y a pesar del tedio, los domingos tienen su cierta belleza: una especie de brillo deslucido, una reliquia de la rutina que supongo seguirá siendo parte de nuestra historia muchos siglos más.
A veces sorprende, tal vez en mi caso porque soy en exceso impresionable, pensar que hace dos, tres siglos, los domingos, con sus lunes aparejados, ya formaban parte de su historia. Una cierta trascendencia que deambula de aquí para allá en la historia chiquita de lo cotidiano. Ya antes se había hablado del tema: Rohmer y Salinger comentaron sobre lo inmutable, lo extraño del concepto del tiempo occidental. Y es que tiene mucho de ciclo, de historia que se repite, esa concordancia de estar viviendo una y otra vez, una historia que ya se vivió, que ya fue. ¿Lo has pensado? Salinger solía decir que el tiempo es un chiste, una perfecta ironía: no existe, pero a la vez, te define. Eres joven o viejo, niño o adulto. Duermes o despiertas, sueñas o caminas. La linea es concreta, y si la sobrepasas, entras en un extraño terreno del no - tiempo: algo tan poco real como el mismo hecho de creer que la cronología tiene consecuencias. Pero allí estamos: celebrando cumpleaños, esperando el día viernes con ansiedad, sintiendo la inevitable melancolía de los lunes. Cada día y cada hora con un significado, ir y venir. Un enorme reloj dando vueltas una y otra vez con nosotros correteando entre las manecillas.
Que bonita y rara imagen. Y me inquieta un poco que quizá sea cierta.
De manera que como hija del tiempo occidental, miro mi diario cotidiano como una colección de semanas y días: en esta en particular, estuve bañándome en libros, en mundo exterior, en encontrar cierto equilibrio entre mi vida laboral y personal, en comenzar los viejos proyectos y construir los nuevos. Y tal vez, mientras el tiempo avanza - conmigo sentada en su interior, viendo pasar escena tras escena a través de una enorme ventana cristalera - veo como mis decisiones para siempre se agrietan inevitablemente (pero las cosas con grietas pueden durar mucho tiempo: una vida humana incluso).
Todo es un tópico, dijo Henry Miller una vez. Sin duda, la mayoría de las cosas lo son: Tomo manhattans (sin cereza) y con un sabor tan agrio que me hacen estornudar, para estrenar que tengo una coctelera que aún no había estrenado (y que compré en un arrebato en esos diciembres inolvidables de la Caracas consumista ) y la edición de "Orgullo y Prejuicio"que venía soñando un par de años. También tengo otras cosas (nuevas, quiero decir) y ahora mismo un montón de sueño. Y unas cuantas cosas que hacer antes que este domingo sin forma, sin colores ni nombre propio acabe. ¡Maldita costumbre de procrastinar! Igualmente no me quejo: Toda mi vida he perseguido esta sensación de no entender el tiempo. Y ahora realmente llegué a ella. O probablemente jamás lo entendí y ahora lo asumo con esa entereza de la gente para quién el tiempo es una sucesión de ideas. O de párrafos. O de fotografías.
De manera que, deambulemos por este domingo medio deshilachado y borroso. Sin otra necesidad que comprender y muy probablemente, aguardar el siguiente momento a moldear en mi imaginación.
C'est la vie.
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