Como apasionada lectora que soy, gran parte de mi vida he sido una asidua visitante a las librerías de mi ciudad. Y no es que existan demasiadas: las antiguas librerías, las polvorientas, las calladas, las exquisitas, las intimas, han desaparecido para dar paso a esas enormes redes un poco impersonales que me inquietan un poco. Hay un poco de pensamiento industrial en esos locales idénticos repletos de libros, sin alma y sin espíritu real. Sí, lo admito, soy una romántica en lo que se refiere a libros y por ese motivo, siempre seguiré prefiriendo las librerías de siempre, las pequeñas, las humildes, a esos grandes monstruos de venta que últimamente pululan por todos lados.
Y es que, desde niña, aprendí el valor de una buena librería y un buen librero. Hay un lazo muy consistente entre el lector ávido y ese amable desconocido que te escucha con paciencia, cuando llegas a un nuevo paraíso de libros y comienzas a deambular entre anaqueles silenciosos. Paseas, con los ojos muy abiertos, queriendo abarcarlo todo, acariciando con la punta de los dedos esos tesoros silenciosos y tímidos que parecen observarte con reserva. Es una sensación extraordinaria, casi amedrentadora. Siempre siento emoción, y suele ocurrir que de inmediato tropiezo con el que será mi guía en todo aquello: un caballero o dama atento, que primero me mirará con desconfianza - después de todo, el es el Guardián de aquellos tesoros - y probablemente después te escuchará con atención. Por último, te sonreirá, si superaste esas silenciosas pruebas que nunca sé muy bien en que consisten, y te permitirá entrar a su mundo, a ese gran Reino de palabras y sueños que custodia con tanto amor.
Una historia de amor que dura para siempre.
La primera vez que entré en una librería lo hice de mano de mi abuela, claro está. Ella le encantaban, aunque solía comentar que no tenia mucha paciencia para leer. Pero como dije, amaba visitarlas: tal vez por el silencio, por la dulzura de esa comunión con los libros que parecía existir en ese mundo aparte que parecía materializarse una vez que cruzabas la puerta. Recuerdo que, me pareció un lugar tan digno de respeto, tan extrañamente sacrosanto como un templo. En mi imaginación, el pequeño local de la librería "SUMA" de Sabana Grande, tenía las dimensiones de una catedral. Deambulé por entre las mesas, mirándolo todo con la boca abierta: los largos anaqueles, las mesas rebosantes de libros. Tenía cinco o seis años, y para mí, todo tenía un lustre radiante, un poco atemorizante. Mi abuela lo observaba todo divertida, un poco enternecida supongo. Cuando regresé junto a ella, conversaba en voz baja con un hombre de barba y ojos amables, enormes tras los anteojos de aumento. Me extendió un libro: La bella y la bestia, en una preciosa edición tapa dura. Lo tomé con dedos temblorosos. Era la primera vez que alguien, que no perteneciera a mi familia, me obsequiaba un libro.
- Te lo regalo por ser la primera visita - dijo. Se trataba de Raúl Betheourts, el dueño, quién tenía la particularidad de ser una especie de sacerdote de las palabras, allí, entre su pequeño y hermoso reino de libros. Todavía atesoro el libro por supuesto.
Más tarde, conocí Lectura, en el Centro Comercial Chacaito. Allí acudí con mi mamá, quién también ama los libros pero con cierto desapego, nada parecida a mi pasión casi obsesiva por la voz de la palabra. Allí compré mis primeros Comic ( de Marvel, claro ) y aunque no me pareció tan mágica como "Suma" si me agradó muchísimo el ambiente picante, un poco desordenado de sus pequeñas salas atestadas de libros. Todo me parecía un secreto, una especie de travesura, con sus ornamentados volumenes de poesia erótica bien a la vista y sus libros de fotografia apilados de cualquier modo en un rincón. Fue allí, de hecho, donde compré el primer libro de fotografía que tuve: Un ejemplar muy pequeño de cartón sobre el trabajo de Francesca Woodman. Todavía lo conservo, un tesoro inimaginable que sabe a lágrimas de asombro y a belleza.
Pero en mi incansable recorrido por encontrar nuevos templos de palabras, encontré El Buscón, en paseo las Mercedes. Aquello si era algo fabuloso! con su enorme butacón de cuero, y su hermosisimos anaqueles de madera púlida. Me sentia muy pequeña, revolviendo libros que nunca había visto, de autores que no reconocía. Allí compré mi primer libro de Yamamoto, y nunca olvidaré la extraña necesidad de volver a ese lugar, a ese recinto tan espléndido, aunque solo fuera para mirar esos libros exoticos que parecian sonreirme. De hecho, El Buscón es mi lugar favorito en muchos aspectos. Un templo en mi imaginación.
A La Noctua la conocí en unas peores épocas de mi vida. Mi abuela acababa de morir y tenía la sensación que el mundo carecía de valor y de belleza. Hay algo lírico en esa tristeza de la ausencia, y recuerdo que esa larga vidriera de madera me consoló, con sus viejos volúmenes de autores que me hacían recordar a mi misma, en otro tiempo, en otra vida. Fue en la Noctua, donde pasé largas tardes de angustia, comprando pequeños ejemplares de Chejov y Maupassant, una espléndida biografía de Oscar Wilde escrita por André Gidé y el libro que me consolaría durante aquella extraña étapa de mi vida: De Profundis, de Oscar Wilde. Recuerdo haberlo leído, con la sensación que Wilde coloreaba mi tristeza con una belleza impensable, extraordinaria. Y fue como si la Golondrina de sus cuentos, viniera a mi espíritu para consolarme. De la Noctua conservo la felicidad.
Encontré Libroria por casualidad. Alguien me comentó sobre su colección de libros usados, de ejemplares raros. Y decidí ir, con todas las reticencias que siempre me hacen sentir los mitos de boca en boca, cuando perdí - pequeña desgracia inimaginable - mi ejemplar de Miss Dalloway, de Virginia Woolf. Y por supuesto, caí enamorada nada más atravesar sus puertas polvorientas, encontrarme rodeada de pequeños tesoros tan espléndidos que por mucho tiempo, regresé solo para mirarlos. En Libroria compré por supuesto, mi añorada Miss Dalloway, pero también un ejemplar en Latin de la Divina Comedia, un poemario de Eugenio Montejo firmado por su autor y otros tantos nuevos amores que ahora habitan mi personal Castillo de la Memoria. Libroria, que acaba de cerrar sus puertas para tristeza de quienes deja huerfanos, es parte de mi historia, mi pequeño refugio a lo cotidiano y a lo simplemente venial.
Tal vez, crecer entre libros sea una forma de ver el mundo de una manera por completo original: al mirar atrás, me veo a mi misma, siempre caminando en cada uno de los lugares que guardan parte de mi historia. Rodeada de libros, enalteciendolos en un esfuerzo de imaginación, dibujándolos como ciudadelas de pura ternura en esa parte de mi mente donde habita la ingenuidad. No puedo evitar sonreír con tristeza, pero también con una sensación de gran felicidad, de saberlos parte de mi historia.
C'est la vie.
0 comentarios:
Publicar un comentario