Fotografía: Gil Montaño |
Hace unos días, y a raíz de un pequeño temblor que ocurrió en Caracas, pensé muchísimo sobre la vulnerabilidad. Ese día en especifico me encontraba en un edificio del Este de la Ciudad que fue desalojado de inmediato y me obsesioné un poco con las expresiones que me encontré mientras, en grupos, corríamos escalones abajo hacia la salida. Esa crispación blanca, tensa, del miedo. La sensación angustiosa que "algo" podía suceder, esa amenaza invisible e incontrolable. Una vez en la calle, miré a mi alrededor y encontré que el miedo tenía una cierta forma de manifestarse: un silencio de murmullos, una idea fragil de nosotros. Vulnerabilidad. Esa fue la palabra que pensé. Que vulnerables somos, en nuestra pequeña existencia orgánica, hacia lo que puede o no ocurrir, en ese espacio más allá de nosotros que llamamos vida. Naturaleza quizá. Cual sea el caso, el pensamiento me sobresaltó.
No obstante, este artículo es muy diferente al que pensaba escribir ese día. Y por supuesto, como es inevitable, es distinto porque luego de la tragedia ocurrida en Amuay, mi percepción sobre la vulnerabilidad se hizo aun más dura, profunda y dolorosa. La sensación, mínima, casi quebradiza que había sentido antes, se intensificó y de pronto me encontré pensando en que la vulnerabilidad, el reconocimiento de esa fragilidad extrema que nos une, que es parte de esta sensación de miedo, de tristeza, que siento desde que la tragedia ocurrió, casi una semana atrás. Es el peso de un luto privado, enorme y que tiene mucho que ver con esa vulnerabilidad que antes había intentando comprender, se hizo algo más: una idea gigantesca que abarca no solo la sensación concreta de una debilidad física inevitable, sino esa simplicidad terrible del dolor. Un pensamiento que sacude y logra romper esa indiferencia del observador moderno, de esa que nos sume la tecnología y la distancia, la idea de no pertenecer a ese grupo de imágenes que retumban más allá de nosotros. Pero existen, son reales, a pesar de esa leve sensación de asombro desconcertado que nos producen, esa inquietante pertenencia al dolor ajeno, al drama humano, cualquiera sea su nombre y lugar.
La desolación y la perdida: Una idea sin nombre ni dueño.
Desperté el sábado para enterarme, aun medio dormida, que la Refinería Amuay, la más grande de Venezuela y una de las más tecnificadas de Latinoamerica, había sufrido un accidente monumental que casi la había reducido a escombros. Atónita, miré las imágenes - las únicas a mi disposición a esa hora, las que compartieron los usuarios de la red social Twitter, pequeños documentos invaluables - y durante un largo momento, el paisaje de pesadilla pareció ser el símbolo de muchas cosas. Porque no solo se trataba de la imagen de un fuego imposible, cubriéndolo todo, sino del ingrediente humano inevitable en la tragedia. Asombrada y aterrorizada, no vi las altísimas llamas ondulando en la oscuridad, o las paredes derrumbadas por el impacto de la onda expansiva, sino las pequeñas cosas que parecían olvidadas por una guerra sin nombre. Un retrato chamuscado por allá, un zapato solitario sobre los escombros, un automóvil reducido a metal retorcido. Huellas humanas que me dijeron mucho más que el resplandor del fuego o la descripción detallada de lo que ocurrido. Y de nuevo, me sacudió el pensamiento de lo perecedero, de la vulnerabilidad absoluta de lo humano, de quienes somos, esa identidad simple que nos define. Y lloré, mirando las fotografías de las siluetas medio encorvadas por el miedo, que miraban el desastre, atónitos e incrédulos, aturdidos por el impacto de esa cercanía de la muerte - la destrucción - y la vida inmediatamente después. Y que miedo sentí. Miedo puro y duro por la desolación. Por el terror anónimo que puedo entender mejor que cualquier otra cosa: esa fragilidad del zapato sobre los escombros, la puerta arrancada desde los goznes temblando con esfuerzo un en la pared. Porque no puedo evitar pensar en quien llevó ese zapato, o cerró esa puerta. O quien se subió a ese automóvil o la gente que caminó por esa calle calcinada, o los niños que corrían por la calle destruida. Porque el desastre, más allá de la perdidas materiales, de la arenga política, de las discusiones irresponsables y descafeinadas de los espectadores, es una gran perdida, es un gran silencio. Un silencio frágil, el silencio atónito de no ser, no estar, encontrar que allí donde había vida, solo existe ahora esa aridez absoluta. Lloré y aun lo hago por ese temor, ese anónimo sufrimiento, esa idea que se deshace entre las imágenes tan impactantes que no te permiten pensar en nada más.
Sigo obsesionada con nuestra vulnerabilidad. Una vez leí que tal vez el único momento realmente sobrenatural de nuestra vida es la muerte. En ese momento me pareció una bella frase, pero nada más. Hoy, transcurrida casi una década desde que la leí por primera vez, siento una angustia nítida al recordarla. Porque miro la tragedia humana - de mi país, del mundo - y pienso que lo peor es que no hay nada sobrenatural en ese sufrimiento, en esa desazón, sino antes bien una naturalidad diminuta y triste que en ocasiones no sé muy bien como comprender, y peor aun asumir.
C'est la vie.
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