lunes, 29 de octubre de 2012

De pequeños / Grandes momentos: Construir tu cuerpo como forma de arte.






Bitácora del Capitán: 8 kilos menos, cuatro tallas menos.


A medida que avanza esta especie de proyecto a gran escala que es reconstruir mi propio cuerpo, empiezo a ver mi propia salud y todo lo relacionado con ella de una manera totalmente nueva. Ojo, no quiero decir que de pronto me convertí a los evangélicos del entrenamiento y de la buena alimentación - si lo hago, cualquier lector tiene la potestad de apuntar y disparar para sacarme de la miseria - sino que soy más consciente de quién soy, a nivel físico  Esa identidad digamos, que nos hace de alguna manera únicos en el apartado biológico. No hablo de herencia, genética, sino algo mucho más sutil y por tanto más complejo. Algo más cercano a nuestra percepción de nosotros mismos que a la talla de la ropa.

Mientras llevo a cabo mi esforzado entrenamiento de doñita - que consiste en dar vueltas a paso muy rápido alrededor de la Plaza a dos cuadras de mi casa para ganar resistencia - tengo mucho tiempo para pensar en que me llevó a esta deplorable condición física  Hablamos que me quita el aliento, caminar apenas diez minutos con paso apresurado y me he visto en la vergonzosa sensación de sentarme a descansar, mientras un grupo de 4 o 5 risueñas señoras de cabello blanco me pasan por el lado al trote vivo, mirándome entre la curiosidad y la risa. Me lo merezco, lo sé. Pero más allá del mea culpa, he estado analizando que ocurre en mi mente que le huyo al ejercicio de una manera casi patológica y peor aun, porque durante mucho tiempo estuve convencida que eso era bueno. Parte de mi personalidad pues, algo como soy floja y sedentaria porque se me da la gana.

Sonrío con el pensamiento, mientras resoplando, hago la quinta vuelta en fila. Ya puedo hacerlo durante quince minutos, que no es suficiente y por supuesto ni siquiera cercana a la meta de media hora que me impuse para los últimos días del mes pero algo es algo. Me aprieto el costado para calmar el flato y siento de nuevo esas tremendos deseos de reír - casi demenciales - que de vez en cuando me atacan desde que comencé a obligarme a mi misma a tomar en serio mi cuerpo como parte de esa idea creativa con que asumo mi vida. ¿De quién me río  De mi desde luego, de la adolescente descuidada que fui, de la mujer joven necia en que me convertí.

Creo que lo comenté en algún otra entrada, que siempre miré el ejercicio con cierto cinismo. Pero más allá de eso, había esa actitud casi adolescente de resistirse al cambio, de simplemente mirar lo que nunca hemos probado con desprecio. Y es que para esa adolescente pálida, delgada y medio atolondrada que era, el hecho que me llevara tanto esfuerzo lo que a otros parecía tan sencillo y natural, me provocó una inmediata sensación de miedo. Miedo simple, mezclado con una furia infantil por toda aquella armonía del ejercicio físico, esa sutileza de movimientos que yo no alcanzaba en ningún momento. Y es que parte de esa resistencia mía al ejercicio fue un poco ese miedo al ridículo que todos tenemos, esa sensación de indefensión que nos provoca la torpeza. Me recuerdo, de hecho, muy angustiada, mirando a todas las demás alumnas haciendo piruetas y corriendo en el enorme Gimnasio de la escuela donde me eduqué, mientras yo, literalmente petrificada del susto, aguardaba mi turno, bastante consciente que jamás podría lograr esa pulcritud al moverme, esa aparentemente sencilla sincronía. De hecho, nunca lo logré: la clase de deportes y poco después la de Ballet, siempre fueron para mi poco menos que un suplicio. Algo insoportable y cuando no, francamente angustioso.

Siendo ya una mujer, achaqué mi descuido de salud al simple hecho que el ejercicio "no era para mi". Un pensamiento muy cómodo, sobre todo si subes y bajas de peso dramáticamente como yo lo hice. Durante varios años ensayé, probé y seguí dietas extremas que me llevaron a perder peso aceleradamente...solo para aumentarlo después. Y por supuesto, con su inevitable resaca emocional. Sentía que no tenía orden ni control sobre mi cuerpo y que de hecho, aquellos períodos de dieta a los que inmediatamente seguía otro de completo desorden alimenticio, no era sino una manera de expresar ese caos mental de principios de la veintena. No obstante, había algo autodestructivo, personal y doloroso en aquel proceso sistemático y duro: una especie de indolencia sin cuento, una crudisima idea sobre mi cuerpo que nunca terminó de cuajar.

Superar esa idea me ha llevado años. Con palabras e imágenes. Luchando contra esos pequeños temores, esa sensación de perdida que te hace sentir no comprenderte lo suficiente como para mirar tu cuerpo más allá de la idea estética, como una parte de tu mundo personal. Y fue esa toma de conciencia, ese esfuerzo meditado, doloroso y trabajoso, lo que me empujó finalmente fuera de esa adolescencia del cuerpo, de la mirada infantil de mi misma que ha sostenido - y alimentado - esa incertidumbre corporal en la que viví gran parte de mi vida.


Son diez vueltas y siento que el corazón me va a estallar dentro del pecho de puro cansancio. Pero que bien se siente. Que plena sensación de satisfacción me produce empujar ese mecanismo mental oxidadoy descompuesto de mi mente y hacerlo funcionar de nuevo. Sonriendo, tomo una bocanada de aire y sigo caminando, a pesar que siento que me caeré al suelo exhausta en cualquier momento. Que poco importa eso, en comparación a esta sensación de libertad, a este olor de nuevo comienzo que siento claramente. Quizá, parte del truco en todo esto, sea por una vez, volver a ser niña. Y sí, sonreir.

C'est la vie.

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