lunes, 17 de diciembre de 2012
De la violencia y lo cotidiano: A propósito de lo ocurrido en Newtown, Connecticut.
Continúo un poco asombrada por lo ocurrió en Newtown, Connecticut. Obviamente, vivo en un país muy violento y la noticia de un asesinato no es nada nuevo para mi. En mi ciudad, hay unos 65 asesinatos cada fin de semana, y otros tantos que están fuera de las "estadísticas". En el resto del país, la cifra es más o menos parecida y al final del día, todos los venezolanos tenemos la impresión de vivir en una guerra anónima donde los bandos en lucha son la población civil desarmada y la criminalidad, esa idea brumosa que no termina de definir contra qué nos enfrentamos. De manera que sí, la noticia de la matanza de Connecticut no asombra tanto por estas latitudes. La muerte es la muerte, quién sea la causante. Lo que sí asombra, al menos en mi caso, es la manera como la noticia, el hecho, la circunstancia, lo que queda después del horror está siendo manejada por la sociedad estadounidense y la mundial. Como esta gran aldea urbana esta digiriendo la muerte de niños y adultos por un criminal absurdo, fruto probablemente de toda una historia de violencia sutil que en aquí, en Venezuela, no podemos comprender bien. Porque aquí en Venezuela, me atrevería a decir en latinoamerica, la muerte no es producto ni consecuencia, es impulso, es furia, es locura. Pero esta muerte, de lo planeado y lo que se crea a partir de la locura, nos es casi desconocida.
Decía uno de mis profesores de Leyes, que en Venezuela no hay verdaderos psicópatas En nuestro país, decía aquel profesor, metódico y muy meticuloso para hablar de cifras y todas esas subdivisiones del crimen a la manera legal, que los asesinatos en Venezuela eran cosa de la pasión y el momento. Para explicar el tema, dibujaba en la pizarra algo que él llamaba la bomba de tiempo: un circulo rodeado de pequeñas flechitas. Cada una, era un detonante. Y solía insistir que en nuestro país se mataba por odio, por furia, por el impulso del momento. Se mata para robar, por celos, por furia, por forcejeos Un hombre que apuñala a su mujer, a su amante. La mujer que saca una pistola en el calor de una discusión y dispara. Los gritos, la desesperación. El crimen en nuestro país es pasional.
Al contrario, en otras latitudes, los crímenes son cosa meditada. Los cometen el vecino silencioso, el amigo sonriente, el sujeto extraño de la oficina, el chico atormentado del salón. Se planean por semanas, se decide cuando será mejor y más impactante realizarlo. Y probablemente eso es aun más aterrador que el disparo en medio de la discusión, la ráfaga de metralla en un asalto. Porque ese asesinato que se construye día a día, del odio que se cocina a fuego lento, es probablemente un asesinato que ocurrió en la mente del asesino mucho antes que se cometiera. Y aterra un poco el pensamiento, de ese asesinato por escenas, que va ocurriendo a medida que el asesino encuentra razones suficientes para decidir hacerlo, para disfrutar la idea de la muerte, de la sangre, de lo que ocurrirá entonces y como acabara todo. Es una sensación escalofriante, imaginar a ese asesino con rostro aburrido, mirándolo todo, decidiendo quien morirá y quién no, quién recibirá su odio en forma de bala y a quién ignorará, si lo hace. Un pensamiento inquietante, perturbador.
Así ocurrió probablemente en Newtown: el asesino era un chico callado, tímido y que mucho de sus compañeros describen como "extraño". Un asesino que decidió serlo por razones que nunca comprenderemos del todo. Que con toda probabilidad creo y construyó el escenario de la muerte con tanta precisión que cuando lo cometió, no tuvo dudas, no titubeó. Simplemente disparó. Disparó sin pensar, una y otra vez, porque en su mente ya había ocurrido, ya todos estaban muertos desde el momento en que decidió que el asesinato sería su manera de abandonar el anonimato o de acabar con un sufrimiento incomprensible para cualquiera. Y lo hizo. Sin que le temblara el pulso para disparar contra niños y maestros en una escena de pesadilla. Disparó y asesinó por una motivación tan turbia que resulta incomprensible, tan enormemente dura que duele: no existe un motivo. Porque el motivo real es tan abstracto y carente de sentido, como la furia de una discusión cualquiera o un robo por arrebatar una cartera. Una idea sobrecogedora, o aun peor, incomprensible para los que observamos, los espectadores de este asesinato en masa que carece de razón real.
Es difícil asumir la existencia de la violencia o a un peor, de su inevitabilidad. Tal vez por ello, nunca terminamos de comprender su origen, su proceso o quizá su simple realidad.
C'est la vie.
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