Hace unos días visité - luego de diez años de ausencia - La biblioteca Nacional, Uno de los pocos lugares que se ha mantenido incólume ante la destrucción progresiva que padece mi ciudad, victima del descuido y la indolencia.. Ubicada en una de las esquinas históricas de Caracas, es un edificio de aspecto contemporáneo, aunque construido sobre lo que fueron varios de los conventos más grandes de la ciudad. De hecho,y según crónicas de la época: "la consulta se realizaba en horas de oficina. Es uno de esos pocos edificios de mi ciudad que rebosa historia: tuvo como primeros bibliotecarios a gobernantes del país como Antonio Leocadio Guzmán, y al Doctor José María Vargas, los cuales atendían personalmente las consultas y entregaban los libros.
Desde 1874 la Biblioteca Nacional se fusionó con la de la Universidad de Caracas, y a pesar de este hecho, es solo para comienzos del siglo XX cuando la biblioteca posee al fin un local propio. El 29 de julio de 1910, a través de un decreto presidencial, con motivo de los 100 años de la firma del Acta de Independencia, durante el gobierno del General Juan Vicente Gómez, se construye una edificación propia para la Biblioteca Nacional en la céntrica esquina de San Francisco. De hecho, según la tradición popular que alimenta frecuentemente las fuentes históricas en mi país, algunas de las salas más antiguas - y cerradas al público - aun conservan frescos y pequeños retablos pintados por las monjas de clausura que eran encerradas como castigo y que morían allí, en medio de la soledad, emparedadas en vida. Por supuesto, ningún historiador ha encontrado - hasta ahora, pienso en ocasiones con cierta morbosidad - prueba alguna que demuestre una historia tan truculenta, pero igualmente, es uno de los atractivos que hacen a la Biblioteca uno de los espacios más fascinantes de una ciudad que ha perdido progresivamente su encanto histórico.
Pasé mucha tardes de mi adolescencia entre sus cinco pisos, con sus altas estanterías repletas de una de las colecciones literarias - fundamentalmente archivos de carácter histórico - más valiosas de Latinoamerica. Tal vez extrañe a cualquiera de mis amables lectores el hecho que durante mi adolescencia prefiriera los espacios polvorientos de una sala de lectura a cualquier otro lugar, pero si no he sido lo bastante especifica al respecto, debo decir que fui - soy - un ratón de biblioteca - nunca mejor aplicado el término - que durante mucho tiempo vivió a través de las palabras y la lectura. Para mí, no había nada más excitante que comenzar la investigación de un tema nuevo - no me importaba mucho cual - y llevar a cabo todos los minuciosos pasos que con el correr del tiempo había desarrollado: la búsqueda en los enormes ficheros de la biblioteca, ordenados en la enorme sala de reseñas. A solas, de pie en medio del enorme salón recubierto de madera me sentía un poco un personaje de alguna de mis historias favoritas, anónimo y febril, mientras anotaba con mucho cuidado todas las entradas disponibles sobre el tema en cuestión. Luego la búsqueda, anaquel por anaquel, a veces con la diligente ayuda de uno de los bibliotecarios o en la mayoría de la ocasiones, a solas, disfrutando del olor delicioso de los libros antiguos - esa mezcla de historia y permanencia - y finalmente, buscar la información. Sentarme a solas a leer durante horas en cualquiera de las salas ( mi favorito era el piso cinco, alejado del barullo de la puerta principal y muy cercano a los archivos históricos más mimados de la institución y transcribir, muy despacio, con mi ilegible letra, todos aquellos tesoros humildes: datos históricos desconocidos, pequeñas anécdotas de cronistas, imágenes en bajorrelieve que me parecían tan exóticas. Un mundo aparte sin duda, donde ese cotidiano un tanto simple de mi ciudad - porque Caracas alguna vez fue aburrida - se desdibujaba en medio del mundo de los libros, el Universo de esa idea sabiduría que era, sin duda, más grande cualquiera de mis pensamientos. Con la ingenuidad del creyente estaba convencida que todo conocimiento posible, estaba allí, al alcance de mi mano y mi curiosidad.
No obstante, recuerdo que mi investigación más lenta, trabajosa y que de alguna manera marcó una nueva etapa en mi manera de ver el conocimiento - el saber por el mero placer - fue la que comencé cuando decidí investigar sobre la brujería, pero desde el punto de vista de los libros, de alguien que no fuera mi familia, más allá de la tradición de hogar, costumbre y herencia. A pesar de mis dudas ( debido sobre todo a mis años bajo el yugo de las monjas bigotonas con las que me eduqué y que me demostraron bien pronto como es muy fácil despreciar lo que no se comprende ) sabía que necesitaba llegar al fondo de eso tan simple que llamamos curiosidad: El mero hecho de comprender todos los puntos de vista. Aunque era una labor que probablemente implicaría un trabajo arduo y con toda seguridad estéril - todas las fuentes a mi disposición serían las consideraban mis creencias y tradiciones poco menos que una maldición - lo asumí con la firme intención de mirarme más allá de mi opinión. Por supuesto, con quince años no lo pensé de una manera tan compleja. Quería saber como miraba la historia esa identidad de Bruja con la que me identificaba tan completamente. Y claro esta, esa parte de mi mente que anhelaba el conocimiento - la mera expresión del yo espiritual que daba sentido la historia y la sabiduría derivado de ella - necesitaba esa convicción real de haber logrado una meta cierta en medio de un terreno árido.
Un mera aspiración de bondad, tal vez.
Comencé con el mismo puntilloso y personal método que había desarrollado al investigar cualquier otro de mis temas favoritos: recorrí el fichero, clasificando con paciencia todas las entradas correspondientes a la palabra "Brujería". Allí encontré, por supuesto, fascimiles del Nefasto martillo de las brujas ( en una espléndida edición francesa del siglo XIX ), así como crónicas de la caza de brujas llevadas a cabo en La Provenza Francesa ( lo que se llamó en las recopilaciones de la época "la matanza de los valdeneses"). Sentí escalofríos de terror al leer las meticulosas descripciones de los Autos de fe llevados a cabo contra mujeres inocentes, la destrucción de pueblos enteros en la furia de la Inquisición. Incluso me asombró comprobar que Martin Lutero, a quién consideraba, incluso en medio de la diatriba de sus debilidades y virtudes, un gran pensador, había considerado la quema de brujas "justa", llegando hasta el extremo de llamar a quienes practicabamos la brujería: "Putas del Diablo". Lloré, abatida ante la historia de Gottfried Georg Fuchs Von Dornheim, un hombre justo que se atrevió a levantar su voz contra el Hexenbischof ( el equivalente alemán de la Inquisición cristiana ) y que terminó torturado y ejecutado de la manera más terrible. Incluso, encontré referencias a casos relativamente recientes - en términos históricos -como el ocurrido en la Corte de Luis XIV, donde dos poderosas cortesanas habían sido condenadas a la Hoguera por intentar conseguir el beneplácito del Rey por medio de "Hechicería y el deseo de los demonios". Toda una serie de hechos acaecidos en épocas distintas pero que versaban sobre el mismo tema: la intolerancia, el odio hacia lo diferente, el poder como arma de represión y prejuicio.
Me llevó casi seis meses leer todo el material a disposición sobre el tema. Recuerdo que cuando terminé el último libro ( una recopilación sobre la obsesión nazi sobre la pureza racial donde se hacia mención a una anécdota que aseguraba que Himmler era descendiente de una mujer quemada por brujería varios siglos antes ) permanecí un rato en silencio, rodeada de mis notas y las copias fotoestáticas de todos los documentos que había logrado reunir. Y sentí odio, un sentimiento casi rayano en la pura furia. Me vi con los ojos de mi mente, destrozando papeles y arrojando los libros al suelo, gritando, tal vez reclamando a la historia, al mundo de los libros en el que tanto había confiado, una explicación ante tanta crueldad, tanta ceguera, la completa indiferencia del hecho fáctico. El rudimento esencial de la voz de una humanidad carente de matices. Y es que hay un momento, un instante concreto, cuando comprendes que todos los sucesos que enumeran los libros son reales. Totalmente verídicas las torturas, las muertes, los gritos de mujeres y niños sometidos al suplicio, la mayoría de ellos sin saber porque. ¿Como darle un sentido intelectual a la imagen de pueblos enteros arrasados por un poder eclesiástico capaz de arrasar cualquier pensamiento que no pudieran comprender? Imaginé a los marginados, los verdaderos herejes de la palabra,aterrizados, intentando salvar su ida de la masa ciega de una justicia que les consideraba culpables sin condena. Sí, sí, real todas las palabras. Hechos, muerte, la sangre derramada. Toda una proyección terrible del existencialismo más duro. Lloré, sin poder evitarlo, apretando entre los dedos mis amados apuntes, mis cuidadosas recopilaciones. ¿Que era todo aquello? ¿Que significado tenía verdaderamente? ¿Hasta donde podía forzar mi propio espíritu para comprender tal barbarie?
No hubo una epifanía inmediata. Me llevo un largo tiempo comprender que la historia solo es el conjunto de las decisiones y disposiciones de esa aldea cultural del hombre que llamamos historia. Pero para comprender eso, tuve que enfrentarme a limitado mundo de letras y palabras, de mis adorados libros y comprender la anécdota histórica, el rostro vivo del mundo que me tocó vivir. No obstante, ese día fue el principio de esa comprensión, fue la primera vez que tuve la oportunidad de entender la diferencia venial entre el hecho histórico y la historia en sí. Un breve momento de pura violencia en medio de la abstracción de la abstracción más profunda.
Pasarían casi 7 años antes que volviera otra vez a esa sala de la biblioteca nacional, a completar la idea que me había llevado en un principio a intentar buscar mi propia opinión de la historia. Sin embargo, esa es otra historia que prometo narrar en otra oportunidad.
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