Cuando era más jovencita, solía reprimir mucho la ira. No podría decir exactamente por qué, pero con toda probabilidad se debía a esa perdida de control que supone la cólera, el chirriante desborde de las emociones. De hecho, me asustaba un poco cuando me encontraba al borde de que sucediera: las mejillas rojas de ira, el corazón palpitándome muy fuerte. Las sienes doliéndome un poco, como si la presión de la emoción que no llegaba a brotar me sofocara. En ocasiones, me preguntaba qué de malo podría tener permitir el estallido, disfrutar de un buen arrebato de la ira de la misma manera como se disfruta de las carcajadas. Pero seguía conteniendome. Era algo muy incómodo: apretar los dientes y tratar de parecer razonable. Tomar una bocanada de aire. Finalmente, recuperar la tranquilidad. Pero al margen de toda esa placidez, había un regusto amargo. Nunca entendí en realidad el motivo y de hecho me llevaría unos años más comprenderlo. Pero cuando lo hice, la lección la aprendí tan bien, que jamás la olvidé.
Eran tiempos amargos. Acababa de terminar mi licenciatura de Pregrado en Derecho y como todo aquel que sale de la protección del campus Universitario, me sentía un poco abrumada por el enorme mundo real. Sentía que caminaba al borde, de puntillas, intentando encontrar una rendija lo suficientemente grande como para entrar y tal vez, intentar comprender ese mundo de rutinas e ideas frágiles. Recuerdo que casi siempre estaba muy molesta y preocupada: con veintiún años, estaba convencida que había llegado a una encrucijada de mi vida de la que no sabía muy bien como escapar. Trabaja como pasante en un lujoso bufete de Caracas y ganaba más dinero del que jamás podría recibir por hacer algo que detestaba. Porque ese era el gran motivo del desánimo, de la furia siempre latente, de mis intentos por reprimirla: me sentía rota a pedazos, tan desiguales entre sí que me preguntaba si podría volver a unirlos alguna vez. Mis autorretratos de la época eran simétricos - cuando odio la simetría - de colores opacos, en medio de leves resplandores fugitivos. Existir y no existir, caminar la frontera entre la frustración del adulto joven y lo que había más allá, que temía tanto como lo que vivía. Más de una vez, me pregunté si todos las personas de mi edad y en iguales condiciones, sufrían algo semejante y mi creciente frustración eran solo majaderías mías. ¿Quién podría saberlo? pensaba, sentada en el pequeño escritorio de mi oficina en el bufete, soñando con escribir y fotografiar mientras ordenaba montones de papeles quebradizos y anónimos. ¿Así sería toda mi vida? ¿Eso era lo que esperaba por mi en el futuro? La ira, parpadeante. Reprimida una y otra vez.
Por aquel entonces, mi tia L. acaba de mudarse a una enorme casona ruinosa en las afueras de Caracas. Como buena artista rebelde que era, pasó meses reconstruyendo a manos desnudas lo que parecía ser una interminable serie de pequeños achaques del lugar: reparó grietas con argamasa, refaccionó paredes y tejados, recoló el bello piso de losas. Yo la acompañaba de vez en cuando. Era muy relajante, encontrarme allí, alejada de todo lo que temía y me preocupaba. El trabajo manual me absorbía, o mejor dicho, era la mejor manera que encontré para permitirme algunas horas de tranquilidad.
En una ocasión, me encontraba con ella limpiando el pequeño jardin, cuando me detuve, mareada. Había estado pensando toda la mañana que era domingo y que al siguiente día tendría que volver a bufete, y la sensación era casi sofocante. Me imaginaba de nuevo en la diminuta oficina, pasando papeles de un archivo a otro, revisando documentos que no me importaban en lo más mínimo. Una y otra vez. Una y otra vez. Hora tras hora. Hora tras hora.
- ¡Niña! ¡Tengo casi quince minutos hablándome! - me recriminó. Parpadeé confusa. No había escuchado ni una palabra de lo que fuera me hubiera estado diciendo y de hecho, tuve la extraña sensación que acababa de despertar de un sueño pesado y desagrable. El sol brillante me cegó y sentí que el aire se me escapa de los pulmones. L. me miró preocupada - ¿Qué te ocurre?
- Estoy bien.
Respondía lo mismo cada vez que alguien me preguntaba como me sentía, si el trabajo del bufete me agradaba, si me ilusionaba lo bien que había resultado mis primeros meses como abogada. La ira, otra vez. Me las arreglé para reprimirla. L. me observó fijamente, curiosa.
- ¿Así de mal?
- No pasa nada. No estoy muy a gusto en el bufete - expliqué con los dientes apretados - creo que es cuestión de costumbre.
L. no respondió. Se secó el sudor con el dorso de la mano. Se inclinó y siguió arrancando hierba muy crecida del jardin.
- ¿Te sabes la leyenda de Ares?
- Claro.
- A mi me encanta - comentó - me encanta que sea el Dios de la Violencia y la guerra. Me encanta que sea hijo solo de Hera, como si concibiera por puro rencor, por furia hacia Zeus. Me apasiona la idea que la guerra y la violencia tengan su propia divinidad.
- Me parece un poco inquietante eso - murmuré. La ira, muy cerca de la superficie - se supone que los Dioses eran personificaciones idealizadas de la Psiquis humana, del espiritu...
L. soltó una carcajada. Protegiendose los ojos del sol que caia a plomo sobre el jardin - ese sol de mediodía chispeante y amarillo - me dedicó una mirada dura.
- La ira es lo mejor del espiritu humano - dijo - lo más fuerte, lo más sincero. La violencia es real, la cólera es tu necesidad de enfrentarte a esa visión del ser humano como pasivo, como simplemente resignado a la corriente que lo empuja hacia adelante. Cuando te enfureces, hay un momento de divina redención.
- Eso es absurdo tia, y lo sabes.
- ¿Por qué? ¿Por qué la ira y la violencia son inquietantes? ¿Por qué lo incontrolable te asusta? - no respondí - mi niña, la cólera es capaz de salvar el alma. Quemate en fuego para renacer.
Esa frase me sacudió. La recordé al día siguiente, sentada en mi diminuto escritorio. Estaba temblando y no precisamente por la bajísima temperatura del acondicionado. Había ira. Una ira y frustración contenida. Miré el largo pasillo alfombrado, los tabiques de madera pulida. Los hombres y mujeres de traje caminando de un lado a otro. Y me imaginé cinco, seis años en el futuro siendo uno de ellos. Olvidando la cámara, las palabras. Dedicándome a vivir la vida de otro. A mirar el mundo con esta sensación de temor y amargura. Sonriendo sin querer hacerlo. Año tras año. Marchitándome.
Me encontré caminando por el pasillo antes de notar que lo hacía. Me tropecé con alguien. Casi lo empujé. La ira. Me arranqué el carnet de identificación y lo arrojé al suelo. Temblando. Tomé mi lujoso maletín y avancé hacia la escalera desierta. Una de las secretarias levantó la cabeza, me dedicó una mirada ausente, la que yo podría tener en algunos años.
- ¿Se va doctora?
- Vuelvo un rato.
Un rato infinitamente largo, pensé. Eterno. Bajé las escaleras a la carrera, me doblé un tobillo. No me importó el dolor. Salía a la calle y el rafagón de aire seco, caliente, con olor a calle y a realidad me golpeó. Casi corrí, con un hilo de dolor subiendo por la pantorrilla. Las sienes llenas de dolor. Corrí libre, alejandome del edificio donde hasta ese día había trabajado, de la calle que había recorrido exactamente sesenta y dos días, de la vida que nunca volvería a vivir. Corrí hasta que me sentí segura, a salvo de esa posibilidad de futuro, de lo que esperaba allí por mi. Me quité los zapatos. Los carisimos zapatos altos que había comprado para disfrazarme de la mujer que no era. Los arrojé a la calle. Arrojé el maletín de cuero. Gritando. Varios transeúntes se detuvieron para mirarme, a la demente que se despeinaba, que arrojaba la chaqueta de su elegante traje y lo pisoteaba con los pies desnudos. Cuando telefoneé a mi prima N. estaba llorando. De ira y felicidad. Tan viva, tan plena, como había olvidado se podía estar.
- ¿Estas bien? - dijo mi prima, preocupada por mis jadeos y el sonido de mi llanto. Pero era felicidad. Era la sensación pura de encontrarme libre, de nuevo, a la deriva, en el desorden de la alegría.
- ¡Sí! ¡Nunca he estado mejor!
Se lo dije a gritos, apretando el teléfono entre los dedos y lloré. Allí, bajo el sol, plena y radiante, llena de una cólera divina, sacudida por la vitalidad violenta y dura de comprender.
L. me escuchó en silencio cuando se lo conté, días después. Nos encontrábamos en la fea cocina remendada de su casona que se caia a pedazos, comiendo a la luz de una linterna pan duro y queso muy salado. Pero me supo a gloria, esa cena del desastre, del triunfo, del poder.
- La ira libera - comentó. Asentí, con la boca llena de pan. La luz de la luz se filtraba a través de las ventanas entreabiertas y me sentí en paz, agotada pero satisfecha. Pensé en la ira, esa emoción radiante que había arrasado todo en mi mente. Y tuve que sonreír, cuando L. me dedicó uno de sus guiños adorables, sus ojos verdes llenos de pura astucia.
- Mandar a la mierda a todos es liberador - comentó. Reimos juntas, con carcajadas estruendosas, tan hermosas como la cólera, tan intimas como la sensación de paz que me había brindado al final.
El poder de crear.
Ares, el poder de la cólera:
Para la Tradición de la Antigua Religión que practico, Ares es el Dios del arte del conocimiento de la propia fuerza instintiva y como dije, el poder de la cólera. En su nombre se realizan rituales que tienen por objeto aceptar que existen nuestro espiritus emociones turbulentas y comprender que son tan naturales como las que consideramos hermosas y sublimes. A la vez, los rituales en nombren de Ares tienen como propósito intentar que esa energía tenga un propósito útil e incluso, constructivo. Uno de ellos es el siguiente:
Necesitarás:
3 velas rojas.
Una copa con vino tinto.
Disposición:
Coloca las velas de tal manera que formen un triángulo. Siéntate al frente de uno de sus vértices y la copa dentro del triángulo de velas.
Toma una profunda bocanada de aire. Relaja todos los músculos de tu cuerpo lentamente, mientras a través de la visualización creativa, imaginas que tu energía recorre cada músculo y tendón, impregnándolo de tu decisión de encontrar una armonía entre la fuerza y el pensamiento. Cuando sientas que tu energía ha llegado a un nivel óptimo, abre los ojos y enciende la vela a tu izquierda diciendo:
"Invoco a la Dama Blanca
para que lleve mi voz al infinito
que el firmamento del obras y deseos
me brinde convicción
Llamo a Ares, señor de la fuerza y la determinación
en nombre del tiempo eterno
de la tierra fértil
del viento antiguo
del mar sabio
del fuego purificador
Así sea"
Enciende la vela a tu derecha diciendo:
"Soy el tiempo y al convicción
Llamo al Dios Ares
para que cree fuerza en mí
Cree energía en mí
Así sea"
Ahora, toma la piedra y sostenla entre tus manos. Cierra los ojos e imagina que te encuentras al pie de una montaña escarpada en medio de la noche. Un camino desdibujado y zigzagueante se abre ante ti. Siente el viento húmedo acariciándote la cara, la forma como el silencio oprime tus oídos. Comienza a correr a ciegas, en la oscuridad, por el sendero que te conducirá a la cima. Vas desnudo, descalzo. Siente como tus pies se hunden en la tierra y las piedras pequeñas y afiladas se te clavan en las plantas, casi dolorosamente. Tropiezas, sin aliento. Sientes miedo, no sabes que encontrarás en cada recodo, pero sigues corriendo. Te golpeas contra las paredes de piedra de la montaña. Temes hacerte daño, pero no te detienes, lleno de una sensación de poder, de creciente valentía. Finalmente, alcanzas el punto más alto, una plazoleta de piedra en donde te detienes, tembloroso y cansado. Miras al cielo oscuro y ves como los rayos cruzan la oscuridad. Comienza a llover copiosamente. Levantas los brazos, y sientes que has vencido tus temores, que has tomado la energía del miedo y las has convertido en esperanza. La fuerza de tu espíritu te pertenece, te da un nombre y un lugar en tu universo personal.
Ahora, abre los ojos. Toma la copa con vino e invoca de la siguiente manera:
"En Honor a Ares
Celebro mi triunfo"
Toma un sorbo. Disfruta de la sensación que te llena de pura satisfacción. Para completar el ritual que llevaste a cabo, deja que las velas se consuman. Come y bebe algo para equilibrar la energía que has obtenido mediante el ritual.
De vez en cuando, me preguntan porque en las paredes de mi casa solo cuelgo mis fotografías y jamás mis titulos Universitarios. Nunca respondo, sino que recuerdo cuando me llevó aceptar que quien soy es una mezcla de lo que veo y puedo expresar, más allá de una simple manera de concebirme como parte de lo que consideramos normal. Siempre sonrío con ese pensamiento. Libertada, plena, feliz.
C'est la vie.
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