Fui enviada por el poder
Estoy aquí para aquellos que piensan en mi,
y he sido encontrada por los que me buscan.
Miradme, vosotros que pensáis en mi,
y los que escucháis, escuchadme.
Vosotros que esperáis por mí,
tomadme adentro de vuestras almas
y no me desterréis de vuestras miradas,
pues soy la primera y la última.
Soy la venerada y la menospreciada.
Soy la prostituta y la Madre Sagrada.
Yo soy el silencio incomprensible,
Y la idea cuyo recuerdo es frecuente.
Yo soy la voz cuyo sonido es múltiple,
y la palabra que se duplica.
Yo soy el sonido de mi propio nombre...
Con estas palabras comienza mi cuarto libro de las Sombras. Comencé a redactarlo cuando tenía dieciséis o diecisiete años, en pleno despertar sexual. De hecho, escribí el poema en la primera hoja del cuaderno nuevo, unas horas después de haber tenido mi primera experiencia sexual. Un gesto simbólico sin duda, aunque ahora, a la distancia, estoy convencida se trataba un poco de mi necesidad de contradecir esa visión cultural del sexo que parecía deslucir lo que acababa de vivir. Leí el poema en un libro de literatura egipcia y me pareció muy adecuado para describir lo que sentía con respecto a mi cuerpo y a mi idea sobre lo femenino y lo sexual. Porque como mujer, la cultura de mi país me insistió bien temprano que se debe ser puta o santa, pero que es impensable ser ambas cosas a la vez. Y ambas ideas parecían descubrir mujeres bien distintas: La mujer como objeto sexual o carente de sexualidad. La mujer que pierde el control sobre su cuerpo y la que no lo posee de ninguna forma. Ese pensamiento siempre me intrigo - me angustió también - y cuando empecé a recorrer esos confusos años de comprender mi propia actitud hacia el sexo, de tener mis propias experiencias, la idea siguió obsesionándome. ¿Por qué la cultura occidental maldecía el sexo? ¿No era quizás la mayor muestra de hipocresía esa desconfianza hacia lo orgánico, el placer y el poder de lo erótico en un mundo que explotaba el sexo como mensaje? Me cuestioné la idea muchas veces, en muchas maneras distintas y jamás encontré una respuesta satisfactoria. Quizás no existe en realidad algo como una respuesta, sino más bien, una noción sobre lo que la sociedad y la cultura interpreta del sexo y más allá, su manera de condenar la libertad que supone disfrutarlo.
El poema original del que forma parte el fragmento que encabeza este artículo, se titula "La voz secreta, mente perfecta" y es parte de la Biblioteca Nag Hammad, una colección d escrituras gnósticas del siglo III de la Era Cristiana descubierto en Egipto de 1945. Nadie sabe quién lo escribió o de donde viene y se considera un poema religioso, a pesar de que es imposible clasificarlo en ninguna creencia específica. Una vez leí que se trataba de una elegía a lo femenino, a la dualidad de lo que es el Sagrado del sexo. Una idea preciosa, claro está, pero que actualmente sorprende y desconcierta por el hecho de contradecir esa visión lineal de la mujer. Desde niñas, la sociedad insiste en que la mujer debe cumplir un rol, desempeñar un estereotipo que intenta en definir que puede o que no puede hacer una mujer para expresar su sexualidad. De manera que, considerar a la divinidad Prostituta y Santa - a la vez y en una única expresión de la realidad - es un concepto paradójico en un mundo donde ambas visiones están contrapuestas.
Me hace sonreír la idea. De jovencita me obsesionaba: Cuando comencé a pensar en mi misma como una mujer sexualmente activa, comencé a notar esa necesidad social de ocultar - e ignorar - la opinión erótica de la mujer. Después de todo, para nuestra cultura, la sexualidad de la mujer es pecaminosa, cuando no, algo engorroso. Incómodo. Recuerdo que en más de una ocasión, me sorprendió - y me enfureció - la manera como los muchachos de mi edad dividían a las mujeres en dos grandes grupos: las putas y las Santas. Las putas eran las que accedian al sexo, las que lo disfrutaban, las que mostraban las tetas y las piernas, las que se reían en voz alta, las que bailaban sacudiendo la melena. Las Santas, eran las discretas, las que sonreían con modestia, las virginales, las pálidas heroinas de las cultura occidental en busca de estereotipos. ¿Que ocurría con las que nos encajaban en ninguna de las dos ideas? ¿Que pasaba con las que disfrutaban el sexo, pero llevaban pantalones y camiseta? ¿Y las que amaban bailar y gritar pero todavía seguían siendo virgenes? ¿Que ocurría con las que disfrutaban el placer del sexo sin miedo ni culpa? ¿Había que tenerlo? En ocasiones, me preguntaba si todo tenía relación con la necesidad de no demostrar que el sexo era placentero, era natural, era primitivo y quizás por todo eso, hermoso. Había algo clandestino, misterioso, en la sexualidad occidental. Como si se tratara de un crimen, un desatino, que se comete a la sombra, que no tiene rostro, que mejor que nadie mencione en voz alta. ¿Por qué? ¿Por qué no admitir que nos gusta el sexo? ¿Que la mujer tiene los mismos deseos, las mismas urgencias al sur de la geografía corporal que un hombre? ¿Por qué la santa y la puta no pueden habitar en el mismo cuerpo? Quizás, solo se deba a una visión de fe.
De manera que, cuando leí el poema, me pregunté como habría sido en la época donde la mujer no necesitaba definirse de ninguna manera para gozar del sexo y el erotismo, para tener el derecho inalienable y original de meter en su cama a quien le prefiriera. Recordé la Diosa Lunar de la brujería: la celebración lo esencial femenino, de ese sagrado salvaje y poderoso que insistía que la mujer era libre de toda atadura moral. La veneración a Ishtar, Isis, Artemis y Diana, todas ellas visiones distintas pero completamente válidas del papel de la mujer en el tiempo, en su propia expresión personal. Pensé mucho en la mujer libre, la que no dependía de la opinión del hombre - como contraste o complemento - para comprenderse así misma. Y me pregunté también, si esa idea, casi utópica, había sido real alguna vez. Quizás no. De hecho, dudo mucho que la mujer alguna vez haya sido absolutamente independiente de la opinión de la familia, la tribu, la sociedad. No obstante, el poema existe. El poema habla de un tipo de divinidad que asombra y desconcierta por su poder para construir ideas sobre lo que es el erotismo, la mujer poderosa, ajena a cualquier restricción cultural.
- El significado del poema es múltiple - comentó mi abuela - la sabia, la bruja - cuando se lo leí en voz alta - probablemente lo comprendas como un manifiesto de libertad y poder, pero en su época pudo ser solo una declaración de valores. La sexualidad para los antiguos no poseía un ingrediente moral. Era en realidad una idea mística, una forma de ejercer poder.
- ¿No es lo mismo?
- Podría serlo, pero en este caso lo dudo - respondió - la sexualidad era un valor religioso. El sexo era sagrado, creador y el erotismo, una forma de ritual. Así que para las sociedades más primitivas, el sexo te vinculaba con lo puramente esencial. Y además el sexo era un vehículo de vida.
Pensé en las sacerdotisas de diversos cultos de Isis y Vesta, cuyo principal requisito era la virginidad. También recordé las prostitutas Sagradas de Ishtar, que permitían al iniciado en los ritos mistéricos, trascender a través del sexo y el placer. Una idea curiosa, si se tiene en cuenta que la mujer y el sexo fueron satanizados unos siglos después por las mismas razones por las que antes se las consideró sagrada.
- Asombra que en una época el sexo fuera considerado de esa manera y ahora sea uno de los grandes tabú - opiné - es como si el miedo sustituyó el asombro.
- En realidad, siempre produjo asombro y miedo a partes iguales - dijo mi abuela - el sexo supone una intimidad monstruosa, una expresión del yo tan directa y cruda que siempre produjo temor. Recuerda además que por varios siglos, la concepción fue un acto misterioso, inquietante. El papel del hombre en la procreación era confuso o incluso poco importante. A la vista de la tribu, la mujer creaba vida por sus propios medios, era capaz de parir y alimentar a su bebé a solas. Una expresión de voluntad divina que atemorizó al hombre por mucho tiempo.
Me desconcertó el pensamiento. Imaginé a una mujer, rolliza y fuerte, pariendo a solas en una cueva de roca, apenas iluminada por el fuego a sus pies. La escuché gritar de dolor, debatirse entre el horror y la necesidad de traer su hijo al mundo. Y luego, la vi sosteniendo al bebé, triunfante, aún temblando de debilidad. Imaginé a la tribu recibiéndola, admirados y sobrecogidos por el misterio de la vida, por esa capacidad desconcertante del vientre femenino de crear en medio del dolor. No era de extrañar entonces, que el sexo fuera considerado sagrado - un vehículo de la voluntad divina - y más allá, una manera de elaborar ideas complejas sobre la divinidad.
Dos rostros en la Divinidad:
De hecho, en la Antigüedad, las linea del poema que aseguraba: "Soy la prostituta y la Madre Sagrada" no hubieran presentados paradoja alguna ni hubiera sido considerada ofensiva. Cuando investigué un poco sobre el particular, encontré que para numerosas culturas, el sexo no solo era símbolo poder, sino una manera de definir un momento esencial y cultural en la vida de una mujer: la de personificar a la Diosa dentro de la sociedad y la cultura a la que pertenecía. Por ejemplo, En Sumeria y Babilonia, las sacerdotisas del templo de Ishtar actuaban como prostitutas sagradas que recibían en su ritual a los hombres que venían en busca de la bendición de la Diosa. Todas las mujeres babilonicas estaban obligadas a servir en el templo de Ishtar como prostitutas sagradas una vez en sus vidas. Era parte de la cultura babilónica.
En muchas culturas, antiguas era considerado imprescindible que el rey de un país llevara a cabo el "Hieros Gamos", o matrimonio sagrado con una sacerdotisa que representaba a la Gran Diosa. Esto era necesario para que la Tierra prosperara y el poder de rey fuera lehitimizado ante los ojos de su pueblo.
La veneración de la Diosa isis se extendió desde egipto a través de todo el Mediterraneo y más allá de éste. En Roma su culto se extendió más allá de los comienzos del Cristianismo. Como la virgen María, Isis era una deidad lunar identificada como Madre Divina y devota. Pero era también la protectora de las prostitutas y mucho de sus templos eran establecidos cerca de casas de prostitución.
La Diosa Blanca en todas sus manifestaciones protegía a la Prostitución como símbolo de la Importancia sagrada de la unión sexual, la cual es uno de sus más grandes misterios. Este misterio ha sido pervertido a través de los siglos y es ahora considerado uno de los lados más oscuros de la naturaleza humana.
La Diosa Lunar según la acepción cristiana se manifiesta como Madre y como Virgen, pero su sexualidad es negada porque es considerada indigna de su excelsa posición. Por esta razón, la Madre tiene que ser virgen. El placer sexual le es negado. Según la Tradición de Brujeria a la que pertenezco, la Diosa Blanca rechaza esa falsa percepción. Por esto comprendemos que la forma de expresar la concordancia sexual dentro de la frase "Soy la prostituta y la Madre Sagrada" es completamente válida. Con estas palabras eleva el acto sexual a una condición Divina.
Siempre recordaré mi primera experiencia sexual, y no solo por lo obvio, sino por la sensación de asombro y confusión que fue para mi dejar a un lado el tabú, el mito de la sexualidad secreta, que se comenta a media voz. Recuerdo sobre todo, la sensación de plenitud que experimenté mientras caminaba por la calle, unas horas más tarde, sonriendo, convencida que había descubierto una parte de mi misma que apenas comenzaba a comprender. La puta, La Diosa, la Santa. Todos los rostros de la feminidad, en mi piel. En mi manera de ver el mundo. En mi necesidad de crear.
C'est la vie.
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