Por algún motivo que jamás he comprendido muy bien, amo mirar de madrugada el cielo nocturno. Por supuesto, no es una afición muy original y estoy convencida que mientras lo hago, una buena población del planeta contempla la noche también, pero aún así, es un habito que considero casi intimo. Hay mucho de primitivo, un rasgo casi espiritualmente inocente, en sentir asombro ante la cúpula celeste. Cuando lo hago, me imagino a los hombres y mujeres de la antigüedad, que como yo, se sintieron cautivados por su misterio, su belleza y sobre todo, ese mensaje tácito de grandeza que parece transmitir su silenciosa majestuosidad. Me gusta pensar que la idea de la Divinidad, tal como la concibo, tiene mucha relación con esa infinita belleza, esa sensación de portento que me despierta esa visión del amplísima visión de la vida y el Universo. O al menos así me gusta creerlo: Más allá de todo rasgo humano, de toda idea, se encuentra el verdadero misterio.
Tal vez se deba también a mi insomnio. Recuerdo que de niña, me subía a la terraza de la casa de mi abuela, para mirar la noche a solas. La oscuridad tiene su propio brillo, una ternura casi inquietante en su fragilidad. Había algo de sobrenatural, en eso de sentarme en silencio a contemplar la manera como las estrellas parpadeaban, enredadas entre las estrellas y parecían crear su propio lenguaje de parpadeos y pequeñas variaciones de luz. Me gustaba imaginarme que tal vez, en alguna de ellas, una niñita tan joven como yo, se sentaba para mirar el cielo de su propio mundo, inalcanzable y radiante. ¡Lo imaginaba todo tan claro! tal vez para ella, el cielo no era púrpura o azul oscuro, sino de un luminoso naranja. O Verde, quien podría saberlo. Las franjas de colores atravesarían el cielo abierto, rodeando las estrellas, creando formas caprichosas. Y allí, en mitad de aquel cielo deslumbrante y multicolor, flotaría la Luna. Quizás tendrían varias, todo un ballet cósmico, flotando entre la luz y la sombra, para recordar la belleza. Imaginarme esa visión siempre me hacia sonreír. En mi mente el Universo bullía de vida.
Por ese motivo, me decepcionó un poco lo que descubrí cuando miré por primera vez por el lente de un telescopio. Me encontraba junto a mi tio L. en el Observatorio Nacional Llano del Hato, en el estado Mérida. El viaje en cuestión había sido el regalo que había recibido por mi cumpleaños número catorce: gracias a la amistad de mi tío con la mayoría de los científicos que trabajaban en la institución, disfrutábamos de un paseo privilegiado por sus instalaciones. Durante todo el día, mientras esperábamos que la enorme cúpula se abriera para mostrarme el Universo, había soñado con lo que descubriría gracias a los potentes telescopios del Observatorio. ¿Qué se escondía mucho más allá de lo que el ojo humano podía contemplar? El misterio me emocionaba pero aún más, la posibilidad de lo que habría más allá de mis sueños.
Pues bien, como decía, la realidad me decepcionó. Miré ansiosamente por el telescopio, esperando encontrar galaxias radiantes, mundos inimaginables abriéndose como flores enigmáticas en medio de la oscuridad. Pero solo distinguí la figura borrosa de planetas y la superficie árida de la Luna. Miré a mi tio con tristeza.
- Pero no hay...muchas cosas allí - dije, en mi infinita inocencia de soñadora. Mi tio soltó una carcajada.
- Claro que las hay, solo que no se parecen a las que construyes en tu mente.
Aprendí entonces una importante lección: La imaginación coloreará a su capricho la realidad hasta hacerla irreconocible. No lo pensé de manera tan poética mientras me inclinaba de nuevo para mirar por el telescopio, pero igualmente, la sensación era clara. Sentí una tristeza diminuta y casi hiriente, cuando la imagen de la niña imaginaria a cientos de miles de kilometros de distancia se diluyó en los perfiles precisos de los planetas y los manchones parpadeantes de estrellas. Mi tio me apoyó una mano en el hombro.
- Pero aún no se abre la cúpula - me recordó. Levanté los ojos para mirarlo, entristecida.
- ¿Y que veremos allí?
- Te va a gustar.
Caminamos en la oscuridad junto al grupo de científicos amigos de mi tio hacia la pequeña bóveda que se elevaba en una de las colinas. Era casi medianoche y el cielo se veia azul y plateado. Me detuve varias veces, mareada y abrumada por su belleza. Nunca había visto nada igual y el doctor B., el director del complejo, me explicó que esa visión extraordinaria y nítida de las estrellas debía a la altitud en que nos encontrábamos y sobre todo, a la pureza del aire de las montañas.
- Estamos en un lugar privilegiado - me explicó - alejados de la luz de las ciudades, de la contaminación y cualquier otro elemento que pueda entorpecer la visión. De hecho, nos encontramos a una altura de 3.600 msnm, lo que nos convierte en uno de los observatorios construidos a mayor altura del mundo.
Me detuve de nuevo. El corazón me palpitaba muy rápido y me llevaba esfuerzos respirar y aunque el asistente del doctor me explicó que se trataba al elevado lugar donde nos encontrábamos, yo no estaba tan segura. Nunca me había sentido tan cerca de ese sueño monumental de las estrellas, de los misterios que podian esconder. Y a pesar de la decepción temprana que me había llevado mirando por el telescopio, la emoción continuaba sofocandome. Había algo salvaje, inquietante en esa visión interminable de estrellas confundiendose unas con otras, un enorme resplandor plateado abriéndose a la distancia. Caminé en la oscuridad con el rostro levantando, como si quisiera paladear esa belleza todo lo que pudiera. Me pregunté que habían sentido los hombres del pasado, al mirar con reverencia esa espléndida inmensidad.
- La cúpula abre a la medianoche - me explicó - es el momento idoneo de temperatura y velocidad del viento.
Pero a mi me parece mitico, pensé pero no se lo dije. ¿Me entendería de decirselo? El grupo de cientificos me agradaba pero a diferencia de mi tio L., tenían una visión muy pragmática sobre el cielo nocturno. Seguí a la pequeña comitiva caminando en silencio, con el pecho oprimido por la sensación de expectativa y asombro que me seguía a todas partes desde que había llegado al observatorio.
Finalmente llegamos a la Cúpula número cuatro, la más alejada del complejo astronómico y quizás, la más llamativa de toda la estructura. Con su cúpula muy blanca, la había contemplado desde la distancia mientras nos acercabamos por el camino que nos llevaría al observatorio: tenía un aspecto atemporal, como un enclave imposible en mitad de la aridez de las montañas heladas. Ahora, en la oscuridad, tenuemente iluminado por las luces amarillentas de seguridad, me pareció imponente. El doctor B. nos hizo un gesto y le seguimos al interior.
La temperatura había descendido mucho y me acurruqué en el chaquetón que llevaba puesto. El interior de la cúpula no tenía calefacción alguna y el aire helado y seco de las montañas andinas entraba a raudales. Me pareció hermosa su austeridad. Caminé en la redoma bajo la cúpula, mirando el mecanismo enorme que se abría a mi alrededor. Ruedas dentadas de metal se entrecruzaban en una complicada mañana de destellos y afilados bordes hasta rodear la cúpula. El asistente del doctor B. me explicó que el extraño engranaje permitiría abrir la cúpula.
- Es un proceso lento, pero una vez que comienza, ya no piensas en nada más que lo que verás - me explicó. Me recorrió una extraña sensación de miedo y emoción. ¿Que ocurriría después?
Casi a la medianoche, el Doctor B. me pidió le acompañara al centro de la explanada de concreto bajo la cúpula. Mi tio sonrío cuando lo miré con nerviosismo.
- ¿Debo ir sola?
- No querrás a nadie cerca una vez que comience.
No supe que responder a eso, de manera que obedecí. Sintiéndome un poco idiota, me quedé de pie en la oscuridad, mirando a la cúpula con los ojos muy abiertos. Escuché un breve sonido metálico y de pronto, todo pareció cobrar vida a mi alrededor.
Un coro de sonido quejumbrosos, el metal chirriando y sacudiendose avanzó en la oscuridad. Me llevé un sobresalto pero me obligué a continuar allí, con la respiración agitada y las manos entumecidas de frío. Toda la cúpula parecía palpitar de sonidos y movimientos. El mecanismo de apertura de la cupula abarcaba el edificio entero y tuve una visión de toda la estructura moviendose lentamente, danzando en la oscuridad. Recordé la frase que tanto me gustaba de Galileo: "danzando en mecanicas celestes" y tuve una extraña sensación de emoción que no pude definir. Los ojos se me llenaron de lágrimas.
Una fina franja de luz atravesó la oscuridad. Parpadeé. La cupula parecía comenzar a cuartearse en luz, como si un gran estallido la atravesara. Pero en realidad, lo que estaba ocurriendo era que se movía con lentitud, en un movimiento giratorio casi imperceptible, abriendose a la noche pulgada a pulgada. Sentí que el mundo ondulaba a mi alrededor, que esa pequeñísima franja de luz plateada que se entremezclaba con la oscuridad era el anuncio de algo portentoso, extraordinario.
Lo era.
La noche comenzó a aparecer en mitad de la planchas de metal y concreto de la cúpula. Una visión tan extraordinaria que retrocedí, temblando, asombrada y hasta asustada. Porque era el Universo de mi imaginación, algo tan espléndido e inabarcable que me dejó paralizada, las manos enguantadas cubriéndome la boca. Poco a poco, en un lento movimiento majestuoso, la cúpula me mostró el Universo como lo soñaron los antiguos, como lo vieron con arrebolado asombro cada hombre y mujer que temió y amó el misterio a lo largo de la historia. ¡Me sentí tan pequeña! La sensación fue poderosa, casi cruel. Y sin embargo...natural. Pequeña, ínfima, pero parte del todo, parte de la belleza del tiempo, parte de cada fragmento de historia y de pensamiento perdida en aquella inmensidad imposible.
La cúpula siguió abriéndose. Y el Universo se derramó sobre mi o así me sentí. Me quedé de pie, asombrada, escuchando de muy lejos el sonido del viento, enredándose en la esa luz púrpura que parecía bañarlo todo. Y sentí una emoción sin nombre, salvaje cuando levanté los brazos y grité, aunque no recuerdo que, de pura alegría. Mi voz rebotó, se abrió y de pronto el eco lo fue todo, como la luz, como esa conciencia de prodigio que tuve admirando el rostro resplandeciente de la eternidad.
- El mundo nace en las estrellas - murmuró el doctor B. cuando volví al interior del observatorio, tambaleándome, aún sin respiración. Mi tio me abrazó y me sostuvo, mientras el sonido de la cúpula al cerrarse me devolvía a la realidad - cualquier manifestación de las ciencias, cualquier idea que simbolice la necesidad de conocimiento de la mente humana, nace del asombro y la curiosidad. Y el cielo nocturno representa esas cosas. La inmensidad de lo que no conocemos en realidad.
Pensé en esas palabras durante las horas siguientes. Las pensé cuando de regreso a mi casa, me senté en la oscuridad del jardin desordenado de mi abuela y eleve otra vez el rostro hacia el infinito, para crear, para soñar, para desear. Y comprendí que la mente humana procede de las estrellas, que forma parte de ellas, en su necesidad de crear. O así me gusta pensarlo, en la inocencia sublime que aún me hace levantar los ojos para mirar el Universo y sonreír.
Danzando entre estrellas:
Para la Tradición de brujería que practico, la vía Lactea ( sería justo decir que la cúpula celeste en realidad ) simboliza la trascendencia del espiritu humano sobre la muerte, el eterno poder creador de la mente del hombre y la capacidad innegable de la naturaleza de vincular al ser humano con el infinito. Para celebrar este secreto vinculo, se llevan a cabo rituales que simbolizan el eterno poder del eterno enigma del Universo al que estamos intrínsecamente unidos. Uno de ellos es el siguiente:
Necesitarás:
7 velas blancas.
Un cuenco para quemar.
Un puñado de granos de mirra.
Disposición:
Forma con las velas un circulo dentro del cual te sentarás. Coloca frente a ti, el cuenco para quemar con los granos de mirra en su interior. Ahora, cierra los ojos e imagina que un hilo radiante y plateado te rodea. Este filamento luminoso se encuentra unido a tus muñecas y tobillos y parece flotar en medio de la oscuridad de la habitación donde te encuentras. Visualiza como estos diminutos fragmentos de luz se unen para formar un espiral, que te envuelve y te llena de calor y bienestar. Abre los ojos y enciende las velas, comenzando por la que se encuentra frente a ti y siguiendo el sentido de las agujas del reloj, mientras invocas de la siguiente manera:
"Luz de Luna
Voz de las estrellas
Canto del Universo
Te invoco hoy
Para que seas mi pensamiento
mi guía
y mi convicción
Que sea el cielo nocturno
la medida del divino resplandor
el secreto de la noche eterna
la luz infinita y poderosa
la energía Divina
La inteligencia Universal
Así sea"
Apaga las velas, comenzando por la primera que encendiste y siguiendo el sentido contrario de las agujas del reloj, mientras invocas:
"El poder del tiempo en mí
La fuerza del secreto en mi espíritu
soy la voz y la creación
Crea poder en mí
crea fuerza en mí"
Para completar el ritual que llevaste acabo, deja que los granos de mirra ardan hasta consumirse y luego come y bebe algo para que puedas asimilar mejor la energía que obtuviste mediante el ritual.
Sentada en la oscuridad, miro las estrellas parpadear al otro lado de la ventana. Y sueño con belleza, imagino la oscuridad poblada de sueños e ideas. Y es ese Universo ideal, amplio e interminable, la idea que me consuela en la simple soledad de quien mira las estrellas esperando encontrar su secreto.
C'est la vie.
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