lunes, 9 de septiembre de 2013

Del miedo y otros dolores: Caracas, quiero vivirte, no sobrevivirte.





Cuando pensé en escribir algo sobre el miedo, la primera idea que tuve fue redactar algo edificante, hermoso y esperanzador: la manera de vencerlo quizás, el miedo como una manera de superar nuestras propias limitaciones. Pero a medida que leía sobre el tema y lo analizaba con la franqueza de quien desea mirar más allá de sus propios prejuicios, consideré esa aproximación hipócrita. Poco realista. Al menos, como lo creo, lo veo y lo cuestiono, mi manera de analizar la idea. Así que decidí que para hablar de miedo, tenía que asumir que siempre lo siento, y por una razón bastante amplia: vivo en Caracas.

No puedo decirlo de otra forma: tengo miedo de la ciudad donde nací. Es un pensamiento duro, doloroso pero el más sincero que puedo expresar. Caracas me produce temor, uno muy profundo y angustioso. Me acostumbré a tener miedo y lo que creo que es peor, no soy la única. El miedo se ha convertido en una parte de la visión que tenemos sobre la ciudad, sobre nuestra manera de vivirla, crearla y construirla, en nuestra imaginación y en el ámbito de lo real. Y como duele, tener tanto miedo del lugar donde naciste y creciste. Como hiere sentir esta sensación de zozobra irreprimible, esta sensación de peligro que te acompaña a los mismos lugares donde reíste, donde miraste el cielo para crear, los que te vieron crecer. El miedo, como un acompañante silencioso, en todas partes, en todos los momentos. Miedo a lo que pueda ocurrirte, miedo a lo imponderable, lo que no puedes controlar. Lo que temes ocurra por un descuido, lo que ocurre a pesar de todas las precauciones. Porque en Caracas, el miedo es parte de lo cotidiano, un elemento más del todo los días, una manera de comprender tu manera de vivir. Que duro, es asumir eso, cuando entiendes que el miedo te sofoca, que el miedo es irreprimible, que es parte de todo y de cada cosa que ocurre  a tu alrededor. Y cuando duele, no poder evitarlo, cuando lastima asumir que el miedo está y no se ira, que el miedo crea su propia cultura, el miedo es una parte de tu manera de vivir.

Mi amigo E. sonríe cuando le digo todo esto. Como buen optimista, está convencido que el miedo es derrotable. Y no dudo que lo sea, asumo: en otras circunstancias, bajo otras ideas. Yo misma lo intento a diario, para poder construir un equilibrio precario entre lo que quiero vivir y este temor que me acompaña a todas partes. Pero para E. esa idea del miedo como un todo ineludible, es excesiva.

- El temor es un síntoma de tu incapacidad para manejar lo que te rodea - me explica - el miedo es una reacción natural de protección. Pero no es inevitable ni necesario.

- El miedo en Caracas es natural - comento - lo siento a todas horas y por razones que me sobrepasan. No hablamos del miedo como una condición o un pensamiento abstracto. Hablamos del miedo como una situación real. No puedo ignorarlo, aunque quiera. Y desearía hacerlo. Pero...

No quiero hacerlo, pienso. Pero no se lo digo. No sé como explicarle que el miedo es parte de esta sociedad de ciudadanos confusos, temerosos del todo y de lo que pueda ocurrir. En mi caso, es un tema casi obsesivo: temo cada cosa que pueda ocurrir, desde el asalto casual hasta el incidente en plena calle que pueda provocar cualquier situación peligrosa. Una red intrincada de pequeñas circunstancias donde el único elemento común parece ser mi temor a la violencia. Siempre la violencia. La temo cuando voy en un transporte público, cuando uso el servicio de Metro, cuando camino por la calle, cuando conduzco en una avenida transitada. Porque la violencia en Venezuela es parte de lo habitual, estemos conscientes o no de ella. Es parte de lo que comprendemos, de lo que asumimos como parte de una idea de ciudad. Pero no sé como explicarle eso a E. con su alegría de hombre que construye su propia visión de esta ciudad complicada y dura. No sé como explicarle el temor del sobreviviente, de la victima - me han asaltado en tres ocasiones - o simplemente, de quien se acostumbró al miedo para comprender a Caracas, como circunstancia y posibilidad.

- El miedo es optativo - dice entonces, con toda la convicción del que cree y confía en sus palabras - existe, nadie lo duda. Es parte de lo que asumes como real, como la esperanza. Pero entre ambas cosas, existe una decisión consciente de crear y construir cosas, de evitar que el miedo te detenga. Siempre se puede sentir miedo, claro. Pero vencerlo es una perspectiva personal.

Un pensamiento muy idealista, claro. Lo analizo mientras camino por una calle concurrida, rodeada de Caraqueños malhumorados y apresurados. Todos caminan con los brazos apretados contra el cuerpo, la mirada huidiza, el sentimiento de ser un extraño en medio de su propia idea del mundo. Yo también me siento así: a pesar de la conversación con E., de su alegría contagiosa, no puedo abandonar esa sensación de desamparo y vulnerabilidad que me provoca vivir en una ciudad violenta. Y quisiera hacerlo: lo he intentado por todos los medios que conozco durante este año. He escrito sobre Caracas hasta el cansancio, la he recorrido a pie, cámara en mano, enfrentándome a mi propio temor para captar en imágenes lo que amo de ella. De alguna manera, encontré mi propia historia en sus calles y avenidas descuidadas. Y aún así, continúo padeciendola, con esa sensación de amagura del que se siente desengañado, quizás traicionado en su inocencia. Porque a Caracas la quise muchísimo, mi ciudad fue mi primera inspiración, mi primera forma de comprenderme como parte de la historia. ¿Y ahora me hieres? ¿Me quitas el gentilicio con miedo? ¿Como puedo perdonartelo?

Mi amiga L. es la caraqueña esencial: No solo ama a Caracas de todas las maneras que alguien puede querer a una ciudad como está, sino que además, la mira como parte de si misma. Un trozo intricando de su memoria y su manera de concebirse como mujer y talentosa. Sus mejores textos siempre se los dedicó a esta Caracas maltrecha, a esta Caracas sufiriente y violenta, a esta ciudad femenina y agresiva que le brinda sentido a una parte suya muy profunda. Pero desde hace unos meses, L. no escribe sobre Caracas y la ausencia es notoria, el silencio es doloroso. Hace unos días, cenamos juntas le pregunté que había sucedido. Callada y seria, no me contestó de inmediato.

- Extraño tu Caracas - insistí - ¿Que ocurrió que ya no me hablas de ella?
- Estoy furiosa con Caracas - respondió L. furiosa. Me sorprendió esa furia, las lágrimas en los ojos, la emoción que le coloreó la piel - Caracas fue mi mejor amiga, mi madre, mi reflejo. Pero ahora, le temo. No puedo soportar tenerle miedo. No puedo comprender como es temerle a un lugar que quieres tanto.

Apretó los labios. Desvió la mirada. Y noté en L., en esa frescura suya de artista que se crea y se construye a diario una grieta, una muy dolorosa y visible. La de la decepción. Cuanto la comprendí. Cuanto sentí ese sentimiento de desazón y de perdida de esta Caracas entre rejas, de esta Caracas del disparo y la sangre, de los gritos y el temor. Quise decirle algo, quizá repetirle las palabras de mi amigo E., pero preferí no hacerlo. Me pareció irrespetuoso hablar de esperanza y de la moralidad del miedo a ese dolor de L., esa angustia tan duro de asumir y comprender tu propia incertidumbre. De manera que me callé otra vez, saboreando un sorbo del jugo de fresas que me bebia y que me supo amargo, a tristeza, diluido en esa angustia diminuta que L. y yo compartiamos.

Y es que este miedo es ineludible. Un miedo que tiene tantas aristas que no puedes evitarlo, te lo tropiezas en todas partes. El miedo que cambia tu vida y rutinas. El miedo que te hace sentir una inquietud que te rompe las ideas, al que te enfrentas a ciegas, con la necesidad de comprenderte a pesar y quizás debido a eso que te aplasta un poco cada día. Este miedo que sientes de pie en la calle, de los rostros ajenos, del desconocido que te mira, de la mujer que te roza, incluso del niño de mejillas sucias que te tropieza de pronto. Este miedo, tan sofocante, que te acompaña aunque no lo quieras mirar, aunque lo ignores, aunque aprietes los dientes y camines por la calle intentando no escucharlo. Pero allí esta, una y otra vez el miedo: una parte de esta identidad de ciudad, del gentilicio lleno de costuras mal cosida. El miedo de las historias que te cuentan, el temor al futuro que se desdibuja, se cae a pedazos. Este miedo que no te abandona y con el que luchas a diario. Esa sensación casi frágil de no reconocerte en la angustia, de no querer hacerlo. ¿Donde estás Caracas? ¿La que te recuerdo? ¿La que forma parte de mi mente? ¿Donde estás cuando intento reconocerte en la que eres ahora, densa y ruinosa? ¿Donde estás tu, la hermosa, la dura y la furiosa en esta simplemente destrozada por el temor? No quiero mirarte así y sin embargo, lo hago. Lo necesito, para comprender a través de ti.

Del miedo se habla mucho pero pocas veces, lo asumimos como propio. Pienso en eso, sentada en el Calvario, mirando a Caracas a mis pies, silenciosa y casi simple en su belleza desordenada. Tan lejana. Eres mia como tu eres parte de mi historia. Estamos unidas Caracas, por esta visión del mundo que alguna vez fue nuestra. ¿Eso es suficiente? me pregunto mientras levanto la cámara. Te miro a través del visor, el lente encuentra lo más bello de ti, lo enfoca lentamente. Y apareces Caracas, la de los sueños. Apareces lentamente, en tus edificios y calles, en el caos, en el cielo azul radiante que se abre y se mezcla con el olor a calor de voz y tiempo. Eres tu Caracas, a través del espejismo de la imagen, distorsionada y perenne. Eres tu, Caracas, la imagen que forma parte del tiempo en mi memoria, de todas las cosas pequeñas y dulces que recuerdo de ti. Y aún eres mía, en este miedo, en esta sensación de perdida, en esta decepción. Cuando tomo la fotografía estoy llorando y no sé por qué. Quizás por desamparo o simplemente, por amor.

Y regreso al miedo. Quería escribir sobre eso y terminé escribiendo sobre Caracas. Tal vez, ahora mismo, ambas cosas se confunden en mi imaginación.

C'est la vie.

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