Es curioso como se recuerdan algunos momentos que luego comprendes fueron importantes en tu vida. En mi caso, lo hago a través de anécdotas. Por ejemplo, recuerdo con mucha claridad la primera vez que pensé sobre la manera distorsionada como la sociedad percibe a la mujer: fue durante una prosaica consulta odontológica y lo hice luego de leer un cuento muy estúpido titulado "Te perdí y te amé". Tenía unos dieciséis años y como dije, me encontraba en el lugar más extraño que se pueda imaginar para recibir una iluminación moral. El cuento al que me refiero venía incluido en una arrugada edición de la por entonces popularísima revista "Tu" que me encontré en un polvoriento revistero y que leí por aburrimiento. Sí, yo y mi mala maña de leer todo lo que se me pasa por las manos. Pero ese es otro tema. Volviendo al del cuento, recuerdo que se trataba de un relato de una chica de mi edad que había descubierto que su amadísimo y al parecer no tan confiable novio, le había sido infiel. El pequeño drama a tres actos dejaba bien claro un par de cosas desde el principio: que nuestra sufrida protagonista era una chica "buena" que no había querido salir la noche de la "infamia", que el chico era torpe e irresponsable...y que la otra era poco menos que una puta. Así, a las claras. Porque de hecho, durante las tres páginas del cuento - que leí en diez minutos que no recuperaré jamás y que sigo lamentando - la autora se dedicó fue a dejar bien claro que el problema no era su juventud, la estupidez del novio...sino esa pérfida chica de minifalda que había "engatuzado" al pobre hombre inocente, a esa victima de los zapatos de tacón alto y el lapiz labial. A esa chica, a la "fácil" se le acusaba de todo. La sufriente y herida novia engañada la llenó de epítetos, la acusó de ser el motivo de sus lágrimas de niña dulce y " de su casa" y el grupo de adolescentes imaginarios del cuento, la apoyó. Un poco asombrada - e irritada - recuerdo tomé un bolígrafo y allí mismo, comencé a reescibrir la historia por los bordes de las hojas, contando como la chica de la minifalda se sentía usada por el sexo de una noche, por haberse ido a la cama con un sujeto que no le dedicó ni un solo pensamiento como no fuera el de acusarla por su necedad. Imaginé a la chica, ya sin maquillaje que la hacia ver mayor, sentada en la orilla de una cama pequeña, como de niña, con los ojos enrojecidos de llorar, luego que alguien le llamaba para contarle lo que el chico que tanto le había gustado unas noches antes decía de ella. La imaginé tan claro que llené la revista de palabras y de acusaciones. Y cuando mi odontologo me atendió, estaba tan disgustada que le pedí cambiar la cita para otro día que me sintiera mejor. Caminé por la calle, ofendida, como si los personajes del cuento fueran reales y después, me pregunté porque me sentía de esa manera.
- Porque son reales - me contestó mi tia L., deslenguada y directa, cuando le conté la anécdota - eso ocurre siempre, a toda hora. Y obviamente, ese cuento pendejo es una manera de dejar bien claro los roles que una chica debe cumplir y los que debe evitar.
De nuevo, me imaginé a la chica "buena". Y me pregunté en que consistía exactamente esa "bondad", cual era el sentido de ese estereotipo tan socorrido y que parece estar en todas partes. La mujer que sonríe siempre con amabilidad, la mujer que "es difícil", la mujer "decente". Más allá, la abnegada, la que sostiene el hogar. Y mucho más allá, la anciana venerable, la que se recuerda como esa identidad intachable. Me dio escalofrios imaginarme a mi misma de esa manera, preguntarme donde encajaba yo en todo eso. Mi tia L., soltó una de sus escandalosas carcajadas.
- Mejor te acostumbras - me dijo después - porque ni tu ni yo, o cualquier mujer inteligente, calza en nada de eso. Lo femenino es poder pero para entender eso hay que ejercerlo.
Nunca olvidé la frase y ahora que escribo esto, sonrío al recordarla otra vez.
Hablar sobre la mujer no es sencillo. Podría parecerlo, en una época donde la sociedad aboga por la igualdad y las diferencias de género se acortan. Después de todo, la identidad femenina ha conseguido triunfos significativos en independencia, equidad y sobre todo, su percepción como parte de una idea cultural igualitaria. O eso podría pensarse, en un análisis superficial. Porque aunque es una visión esperanzadora - justa, en realidad - es tan irreal como cualquier otra que pueda sustentarse sobre una futura reintrepretación de roles culturales. Actualmente, la mujer continúa siendo menospreciada y sobre todo, disminuida en su identidad cultural y social en numerosos países del mundo y lo que es aún peor, forma parte de una estadística ciega, marginal que pocas veces se incluye dentro de una visión global de sociedad. Parece exagerado lo que digo ¿verdad? También me gustaría pensar que se trata de una exageración. De una mera interpretación sobre lo femenino en medio de una cultura que aspira a la igualdad. Pero no lo es, y los ejemplos sobran y lo que es peor, se multiplican, quizás consecuencia de esa necesidad cultural de mirar hacia otra parte, de analizar las ideas de una perspectiva más permisiva, en lo que a la mujer respecta.
La mujer invisible:
Una vez leí que por mucho tiempo, el peor castigo que la sociedad Cristiana patriarcal había esgrimido contra las herederas de Eva había sido el anonimato. Encontré la frase en un interesante libro sobre la mujer y la liberación intelectual y jamás la olvidé, aunque me llevó unos buenos años comprenderla. No es fácil, aceptar que la sociedad donde vives, mira a la mujer de reojo, tiene una opinión sobre ella que parece superar y sobrepasar tu individualidad. Y tampoco es fácil notarlo, aunque los indicios parecen estar en todas partes: desde niña, te educan - te presionan - para amoldarte a un rol social tan especifico que resulta asfixiante, restrictivo. Y esa obligación del deber ser, del eres-una-mujer-y-eso-implica-un comportamiento está en todas partes. Recuerdo las ocasiones en una de mis vecinas me preguntó muy seriamente si mi madre no me reprendía por llevar el cabello suelto y sin peinar. Por entonces, tenía unos ocho o nueve años y nunca, que yo recordara, había tenido la necesidad de peinarme otra manera que no fuera con los dedos, para quitarme los mechones de cabello enredado de la cara. Por supuesto, eso a mi vecina, tan mujer tradicional - la que sea que signifique eso - eso le parecía incomprensible.
- ¿Y tu mamá no te regaña por andar así toda desaliñada? - me preguntó. Recuerdo que su pregunta me pareció muy extraña. Mi mamá era una mujer muy pulcra y femenina pero que a la vez, no consideraba que llevar maquillaje o ir bien peinada significara otra cosa que solo eso: Una manera de apreciar su propia estética. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en esos términos, pero si sabia algo muy concreto: A mi mamá le importaba muy poco si llevaba la camiseta dentro del pantalón, el cabello recogido con un lacito o los zapatos limpios. Mi mamá y mi abuela, podían estar muy en desacuerdo con muchas cosas, pero en lo que ambas parecían coincidir era demostrarme desde niña que la mujer lo es esencialmente por algo más tangible que la manera de vestirse o llevar el cabello.
- No, yo nunca me peino - respondí, resumiendo todos esos pensamientos de la mejor manera que supe. Mi vecina me dedicó una mirada dura.
- Eso es de niños.
- Yo soy una niña y no me peino.
- Por eso está mal.
- ¿Quién lo dice?
La anciana apretó los labios. Era una mujer muy bonita, con su cabello castaño bien teñido siempre peinado cuidadosamente, los ojos maquillados y la ropa impecable. Había algo en ella contenido, preocupado, tenso. Siempre me producía la impresión que esa nítida higiene personal tenía algo de duro, como una superficie muy pulida que cuesta esfuerzo mantener. Con ocho años, no lo pensé en términos tan complejos. Quizás ni siquiera lo razoné: solo supe que no quería ser así.
Porque a la mujer se le exige: la sociedad asume una identidad para lo que considera femenino a trozos de muchas ideas sobre lo femenino que no parecen encajar muy bien. Hablamos de todas esas variaciones de la mujer que forman parte del imaginario popular: La hija disciplinada, la mujer joven decorosa, la madre abnegada, la anciana cálida. ¿Qué ocurre con quienes no encajamos allí? ¿Qué ocurre con las que no nos miramos como parte de una idea de género sino como parte de una conciencia individual? Al rincón de los marginados, pienso con frecuencia. A esa zona de las que no entienden - ni quieren - un nombre o una imagen que completar, que insisten en mirarse más allá del rol legal, formal, cultural y social que obtuvieron por el solo hecho de nacer con un útero y una vagina. De rol biológico a la estereotipo cultural solo hay un par de tetas, escuché decir una vez a mi tía L, y aunque en un primer momento la frase me hizo reír, con el correr de los años terminé temiendole un poco. Porque la mujer, lo que somos, lo que aspiramos a ser, rebasa la visión paternal de una cultura que nos mira a través de esa diminuta rendija, que nos define a medias y que nunca nos comprende en realidad.
De lo femenino, lo cultural y otros temas inquietantes:
Mi profesora @ArletteMontilla tomó en una ocasión una fotografía que siempre me ha gustado muchísimo: es un plano amplio de un automóvil destartalado frente a una pared rota. Más allá, un grafiti declara que "Caracas no cree en Nadie". Miro esa foto mientras escribo esta pequeña reflexión y pienso que la misma frase puede aplicarse a su manera de ver la vida. Con cuarenta años, madre, esposa, fotógrafa y sobre todo muy consciente de su identidad, Arlette suele burlarse de esa visión de lo femenino. Más de una vez, le he escuchado insistir que no entiende a las mujeres, y probablemente, más que una provocación, es totalmente cierto. Porque Arlette, con sus hombros tatuados en brillantes colores, su visión critica del mundo y su muy asimilada idea sobre el mundo, no encaja - ni lo intenta - en el mundo femenino de nuestro país. A veces la miro, con sus bonitos anteojos de pasta, riendo y bromeando, y pienso en que ella, como mi foto favorita de las suyas, no cree en nadie. No cree en la cultura que intenta darle una identidad, ni tampoco en lo femenino que se impone. Esa mujer inexistente que la mujer real rebasa, que parece solo existir en la imaginación popular.
Pienso en esas cosas con frecuencia. Lo pienso cuando camino por la calle, mirando a las mujeres con las cuales me tropiezo. Las que caminan con los hijos llevando a sus hijos cargados, las muy hermosas, las temerosas, las tímidas, las que apenas sonríen, las que sonríen con alegría. Me pregunto que pensarán sobre si mismas, en un país que las define y las analiza como un elemento concreto en una fórmula primitiva. Pienso en eso cuando converso con mis amigas y me tachan de exagerada, de feminista, de simplemente inconforme. Pienso en eso y con mucha preocupación, cuando leo las múltiples noticias sobre abusos, violaciones, maltrato que abundan en nuestro país y que son noticia de segunda página, esas que casi nunca llegan a titulares, que forman parte de la crónica roja anónima de un país muy violento. Pero yo si las leo. Las leo angustiada, con una sensación de pequeño desastre. Cuando era más joven, las recortaba y las guardaba. Leía de vez en cuando esa dolorosa historia del desastre, del anonimato de la violencia contra la mujer. Era mi manera de declarar mi personal intención de no olvidar, de quizás, recordar a esas olvidadas de siempre, esos fragmentos de historia que nadie quería recordar después. Todavía lo hago de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia.
Y es que quizás me rebaso la violencia de la realidad, ese lento repiqueteo de noticias que demuestran como a pesar de los avances y conquistas, del lento trayecto de la mujer hacia la igualdad, el temor y el miedo continúa siendo la realidad para muchas en numerosos países del mundo. Ejemplos sobran: como la "Subasta de Vírgenes en Colombia", una práctica aberrante que parece popularizarse en las zonas más pobres del vecino país o los matrimonios infantiles, una costumbre primitiva que recientemente cobró la vida de una niña de ochos años, que falleció debido a las heridas internas que sufrió cuando el hombre con quien contrajo matrimonio - y que le cuadriplicaba la edad - consumó el matrimonio. Lo monstruoso del hecho, junto con la aparente indiferencia con que el mundo se toma la noticia no solo me asombra, sino me enfurece. ¿Qué ocurre con la percepción cultural sobre la mujer? ¿Lo que asumimos como parte de esa visión concreta sobre lo que es lo femenino?
Leo la noticia de la niña muerta varias veces y una cólera ciega y dolorosa me abruma. Porque es una de las cientos de noticias sobre hechos parecidos que encuentro y que seguramente encontraré en el futuro. Lo que más me enfureció - me irritó, me hirió - fue los comentarios de los supuestos blogger "defensores" de la memoria de la niña muerta que se citan en el artículo, como para dejar bien claro que alguien se opone y lamenta de una niña pequeña por un abuso sexual brutal, con la complicidad por familiares y lo que es peor, la ley. Uno de ellos comentaba: "¿Nadie notó que era muy joven y que había que esperar un poco de tiempo?". A lo cual, me pregunto: ¿Nadie asume la responsabilidad de una deformación social tan grave como retrógrada que insiste que la mujer es una huérfana moral? ¿Hasta cuando la cultura de un buen número de países insiste en mirar a la mujer como una criatura sin voluntad, secundaria en la interpretación legal y sujeta a restricciones demenciales como la que ocasionó la muerte de esa niña? No es que habría tenido que esperarse un tiempo, es que una NINGUNA MUJER debe contraer matrimonio contra su voluntad por ningún motivo, no importa la razón cultural que crea pueda imponer una idea social para hacerlo justificable. Por favor, basta del maltrato de menospreciar lo femenino como un sub producto barato de la sociedad.
Arrojo el periódico al suelo. La niña de la fotografía que ilustra la noticia parece mirarme, con sus enormes ojos inocentes cubiertos por el tul de un vestido de novia que le viene enorme en talla y significado. No sé si se trata de un retrato de la niña muerta o cualquier otra padeciendo la misma situación. Y no importa quién sea. Lo que importa es que fue una víctima. Que la cultura donde está creciendo tomó decisiones por ella, destruyó cualquiera esperanza de decisión y visión del mundo propia. No dejo de preguntarme, la idea atormentándome sin pausa, ¿Cual es la visión de la mujer actualmente? ¿Realmente hay algo que celebrar en logros y triunfos? ¿O solo se trata de una frágil necesidad de asumir que los cambios deben manifestarse y mostrarse más allá de una idea esperanzadora?
No lo sé. Y no saberlo me duele tanto como la mera incertidumbre de qué pueda ocurrir después.
C'est la vie.
1 comentarios:
La cosa es que aún vivimos en una sociedad que siente o piensa que a las mujeres se nos hace un favor cuando nos reconocen algún derecho. No se dan cuenta de que ellos son inherentes a nuestra condición de individuos más allá del género. Y claro, como nos "hacen el favor" debemos estar agradecidas y retribuir siendo "buenas" y "tomando nuestro sitio en la sociedad". Por eso la violencia de género sigue siendo tan terrible y asfixiante, porque nos falta mucho para ocupar un verdadero sitio de equidad en la sociedad. Y lo peor no son los hombres machistas sino las mujeres machistas. También como mujeres nos falta aprender a ser empáticas y respetuosas con nuestro propio género. A entender que cada mujer es libre de elegir lo que quiere ser y hacer en la vida y cómo y cuándo.
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