Dicen que el lugar donde naces, te recordará para siempre. Que el lugar donde miraste el cielo por primera vez será tu casa y la de tu espiritu cada vez que recuerdes un momento para añorar. En mi caso, ese lugar es sin duda mi ciudad natal, Caracas. Y sin embargo, en ocasiones pienso que la sobrevivo con dificultad. Caracas se ha convertido en una ciudad hostil, cruel, la mayoría de las veces violenta. Y yo en una hija que lamenta haber perdido esa madre anónima que llamé hogar por mucho tiempo. Es una idea dolorosa, por supuesto, pero no puedo evitar me obsesione casi a diario. Atrapada medio del tráfico caótico, me enfurezco por enésima vez en el día. ¡Que sensación tan extraña esta de encontrarte atrapada en tu propia circunstancia!. Las manos apretadas en la rueda del volante, el cuerpo en tensión, la frente empapada de sudor. Avanzo con dificultad en medio del bullicio de las bocinas, los gritos y el sonido de la ciudad agresiva. Y de nuevo, pienso en esta sensación de hostilidad contra la Caracas símbolo, la ciudad que es parte de mi historia y a la que ahora, no reconozco.
Siendo una niña, sentía un profundo amor por la ciudad. Una de esas pasiones infantiles que carecen de toda explicación pero que son inolvidables. Me encantaba el aspecto imponente de la montaña verde, elevándose contra el brillo de un cielo interminable, radiante de azul Caracas. Además, la ciudad me parecía hermosa en sus contrastes: con sus enormes edificios de piedra justo al borde de esa otra zona, mucho más romántica y rural que se extendía hacia el oeste. Y es que Caracas, como ciudad, tiene una personalidad única, un reflejo de su complicada y agitada historia. Por muchos años, disfrute de esa sensación de pertenencia que solo puede brindarte un lugar que comprendes bien: Amaba caminar por las calles llenas de paseantes, admirar esa vitalidad de la ciudad que siempre creí era parte de su identidad. Mi abuela solía comentar que Caracas era una mujer malcriada y grosera.
- Nunca se encuentra de buen humor - decía entre risas - siempre te responderá a los gritos. Pero es la ciudad que te mira crecer, y te quiere. A pesar de todo.
Pura poesía, pienso acelerando un poco y tratando de maniobrar entre los automóviles que zizaguean de un lado a otro a toda velocidad. Porque Caracas solo es un recuerdo, lo que quiero recordar de ella, más bien y hay algo terriblemente triste en ese pensamiento. Caracas carece ahora mismo de rostro, es una mujer solitaria, anónima, perdida entre la violencia y la hostilidad.
De nuevo, mi abuela sonríe desde mi mente. Paseamos juntas por la Plaza Bolívar, una idílica tarde que no sé muy bien cuando sucedió. Debo tener unos diez años o un poco menos. El sol brilla radiante, enredándose entre las hojas de los árboles, el viento tiene olor a calor y a recuerdos. Me detengo, junto a un árbol enorme que se solía levantarse en una de las esquinas del lugar y lo miro, con los ojos asombrados de la niña que fui, que amaba esta ciudad sin reservas. O lo que creía podía llegar a ser.
- Caracas es mágica - dijo de pronto mi abuela. Apoya la mano en el tronco retorcido del árbol. Lo acaricia con un gesto lento y cariñoso - muchas veces creo que es parte de su misterio.
Aguardo, impaciente por escuchar más. El viento sopla y una bandada de palomas, alza a volar a nuestro alrededor. Un niño ríe encantado, corre persiguiéndola con los brazos extendidos. Y de pronto, tengo una sensación de puro asombro. El momento se hace eterno en la memoria. Lo recordaré para siempre, pienso con diez años, asombrada por la sensación del sol en mi piel, su calidez irreal. No lo pienso con esas palabras, claro está, pero estoy convencida que en el futuro, recordaré ese fragmento de historia aunque no sepa muy bien la razón.
La mujer adulta que soy, sacude la cabeza, frustrada. No te quiero recordar así Caracas, me digo. Acelero, logro dejar atrás el tráfico y transito por una ciudad huérfana. Más allá, el perfil de la Montaña se eleva diáfano. Inocente. Hay una belleza exquisita en su verde radiante, incólume al tiempo que transcurre. Un simbolo de la ciudad que sobrevive así misma. Quizás como yo.
- No puedes odiar a la ciudad que forma parte de tu historia - mi abuela corta las hojas de albahaca sobre la mesa de la cocina. Lo hace con movimientos casi delicados: separa la hoja del tallo de un tirón, lo deja sobre el pequeño montón a su derecha. El olor exquisito de la planta llena la cocina, parece enredarse en la luz del atardecer.
- ¿Qué ocurre si deja de ser el lugar donde creciste? - pregunto. Con diecisiete años, nada me parece lo que creí era. Tengo la sensación de vivir en una ciudad que no comprendo. Son tiempos complicados: todo parece transformarse a mi alrededor. Me siento tan joven y tan vieja. Y la ciudad ya no me habla, se ha quedado en silencio. Miro su perfil más allá de las ventanas de la cocina, los edificios desdibujándose en las primeras sombras de la noche y me pregunto por qué no puedo escucharla, a donde se ha ido la antigua complicidad de la calle querida, del cielo inolvidable. Mi abuela me dedica una de sus miradas escrutadoras.
- Lo que recuerdas es parte de tu historia, de manera que la ciudad puede cambiar, pero quien decide o no aceptarla, eres tu - toma las hojas de albahaca, las arroja en el caldero. Luego toma una vela de color verde y la coloca en su interior. La enciende con un movimiento casi solemne - eres dueña de tus recuerdos y también, de la lo que narra tu mitología personal.
La llama de la vela parpadea en la semi penumbra. Y el olor de la albahaca parece envolverla, elevarse en espiral. Lo aspiro, con una sensación de paz, casi de tranquilidad. La noche exquisita de un día de verano se extiende a mi alrededor, se hace parte de mi historia personal.
La mujer que soy ahora detiene el automóvil. La montaña azul y verde se extiende muy cerca, palpita entre susurros en el sol del mediodía. No sé como he llegado a su lado, no sé porque he venido a mirarte otra vez, querida mía. Pero aquí estoy. Cuando camino hacia el pequeño camino de tierra que abre junto a la entrada de la montaña, pienso en la ciudad a mis pies. Pienso en todas los pequeños recuerdos que atesoras, en la niña que conociste, malcriada y distraída. En la joven que viste crecer, severa y callada. Ahora estoy aquí, entre temblores, con el corazón dolorido de pesar. ¿Cuando te perdí ciudad amada? ¿Cuando te deje de mirar con los ojos muy abiertos y asombrados?
De pie, en mitad del camino, escucho el viento cantar. Tan suave. Con los ojos llenos de lágrimas, comienzo a trazar el circulo sagrado en la tierra húmeda por alguna lluvia pasajera. Y susurro la invocación, llamando no a los espíritus de los árboles, no a los sagrados misterios, sino a mi misma. Porque lo que estoy invocando es a mis recuerdos, a mi dolor y a mi angustia. Soy yo, la hija perdida de Caracas, la que ha venido a buscarte, entre los árboles de la montaña que te acuna, para encontrarte otra vez.
Te recuerdo, mi ciudad de niña. Mi Caracas amada. La Caracas que caminaba con una enorme sonrisa de esperanza, donde aprendí a montar bicicleta, entre tropezones y risas. La ciudad que me educó para mirar el mundo con fuerza, la ciudad de la bruja que soy, de la artista que quiero ser. Soy yo, tu hija, la que ha venido aquí, para hablar de espíritu y magia, en medio del silencio de esta tarde desconocida, del amor que aún siento por ti. A pesar de lo que he olvidado y el temor que aún te tengo, cuanto te quiero Caracas.
Y cuando levanto los brazos para invocar, para crear magia, de la vieja y de la antigua, lo hago por ti y por mi. Por los recuerdos que atesoro y que creí perdidos: por las tardes borrosas con olor a sol, por los días tristes y felices. Por las sonrisas y las lágrimas. Por el miedo que te tengo Caracas. Por todas estas cosas vine para hacer magia al pie de tu montaña, al pie de la esperanza. Porque quiero perdonarte Caracas, porque quiero hacerlo cada día para poder crear a través de ti.
La niña de mi memoria corre por la plaza persiguiendo a las palomas. Las manos abiertas, riendo a carcajadas. La adolescente en que me convertí después, mira el perfil de la ciudad a través de la tarde que cae en una escena olvidada. Y la mujer que soy baila en círculos, bajo el sol radiante del mediodía, bajo el azul de ensueño de una ciudad perdida, bailando al ritmo de lo que puede construir en esperanzas, de la fe que se recuerda y de la amor que continúa, radiante y eterno, en mi espíritu.
La magia pequeña y real de las cosas cotidiana.
De poder de crear.
La tierra infinita de la Memoria:
Para la brujería, la historia personal - la que nos define a cada uno de nosotros - es fruto de la experiencia y la voluntad. Una consecuencia directa de cada una de nuestras acciones y decisiones, una forma de expresión de nuestra perspectiva personal. Por ese motivo, realizamos rituales donde intentamos recordar que nuestra fuerza individual proviene de nuestra identidad, la manera como concebimos al mundo y más aún, nuestra experiencia personal.
Necesitarás:
Una vela blanca
Un vaso con agua
Una piedra ( de cualquier color )
Disposición:
Siéntate en el suelo y frente a ti coloca la vela blanca, a tu izquierda la piedra y a tu derecha el vaso con agua. Antes de comenzar ritual, toma una larga bocanada de aire y expúlsala lentamente, sintiendo como todo tu cuerpo se relaja. Visualiza un punto de luz blanca que recorre tu cuerpo desde los pies hasta el centro de tu frente y que a través de tu recorrido, impregna tu cuerpo de una profunda calidez y bienestar.
Ahora, enciende la vela e invoca de la siguiente manera:
"Que sea la sabiduría
el fruto de mi nombre y mi voz
A través de la energía de la Diosa Blanca
Invoco el conocimiento y la razón
Así sea"
A continuación, coloca tus manos alrededor de la llama de la vela y obsérvala con atención. Deja que su mente se colme de la luz y la profunda sensación de concentración que la contemplación de la luz te provoca. Ahora cierra los ojos e imagina te encuentras en la boca de una profunda gruta. Frente a ti se sienta una mujer anciana. Puede tener el rostro que desees, mientras represente para ti la sabiduría y el conocimiento. Su cabello es de color plata y su piel se encuentra arrugada, pero su espíritu es poderoso. Alrededor de su cuello cuelgan cristales y pepitas de oro (símbolo de la transcendencia del pensamiento humano y la compresión de la voz interior). Sus ropas son las pieles de un oso y a sus pies descansa un lobo, que espera. Visualiza a la anciana de la manera más realista posible, de la manera más minuciosa que puedas. Siente la fuerza de su presencia, la forma como la sabiduría de tu energía personal se manifiesta a través de su forma. Si así lo deseas, imagina que sostienen una corta conversación, donde recibirás los mensajes que tu propio espíritu guarda para ti. Percibe como el conocimiento te llena, te rodea y sobre todo, te recuerda tu identidad más intima.
Instintivamente sabrás cuando la meditación haya terminado. A continuación, toma la piedra e introducela dentro del vaso con agua, diciendo:
"Soy la fuerza del conocimiento
Soy la forma del tiempo vivo
A través de la Diosa
recorro el camino de mi propia razón
Asi sea"
Para culminar el ritual que realizaste, deja que la vela se consuma. Luego, coloca el vaso con agua, todavía con la piedra en su interior, junto a alguna ventana durante tres noches seguidas. Después, puedes utilizarla de nuevo para realizar meditaciones profundas.
Caracas, a mis pies. Sentada sobre la Tierra, en silencio, te miro, te recuerdo, te añoro, te temo. Y es que tu rostro, es el mio. Una fragmento de mi nombre más privado, de mi pequeña mitología personal.
C'est la vie.
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