lunes, 28 de octubre de 2013
La Venezuela Orwelliana: De la "Suprema Felicidad" de una ideología hueca a la profecía del gran Hermano.
Siempre he creído que George Orwell era un visionario. Tal vez se deba a que de los escritores de su generación, es el que mejor analizó una época tan convulsa como la Segunda Guerra Mundial. Fue además de un escrito, un observador concienzudo de su tiempo y de su circunstancia. Y es que Orwell, con el pragmatismo del descreído, analizó las relaciones de poder desde una óptica dura, cruda. Nunca cayó victima del romanticismo, ni escuchó las promesas de la política que elabora ideales sobre una realidad a fragmentos. En resumen, George Orwell fue un cronista cínico de la época que le tocó vivir.
Lo que nunca supuse, es que además, era un profeta.
¿A que me refiero? Si usted, estimado e hipotético lector, no se encuentra en Venezuela, le explicaré de la mejor manera que pueda: Hace unos días, el Presidente de la República Nicolas Maduro, decretó la creación del "Viceministerio de la Suprema Felicidad", que tendrá como objetivo coordinar las más de 30 misiones sociales del gobierno, según reseña la agencia de noticias AVN. Lo hizo, además, con la intención de homenajear - otra vez - la memoria del difunto Presidente Hugo Chavez, que siempre insistió, de manera vaga y muy poco precisa en que la Revolución Bolivariana luchaba por "La felicidad Suprema del pueblo Venezolano". La noticia, sorprendió al país entero y como suele suceder, convirtió las redes en un hervidero de chistes y sarcasmos sobre la nueva iniciativa gubernamental. En lo personal, a mi me preocupó. Y lo suficiente como para comenzar a preguntarme hasta donde el visionario Orwell, profeta del caos actual que padecemos, analizo las implicaciones de una sociedad autocrática y engañosa que tiene como único objetivo el control ciudadano en beneficio del poder.
Es un pensamiento inquietante, ese. Porque Venezuela, parece calcar, con una minuciosidad desconcertante, el mapa de ruta hacia el control total del pensamiento y la vida ciudadana que Orwell, en su visión distópica, auguró casi cincuenta años atrás. Por supuesto, no es la primera vez que lo pienso: cuando leí por primera vez la novela"1984" de George Orwell, sentí miedo. Y uno muy concreto: Tenía diecisiete años y en Venezuela había vientos de cambio político. Me refiero a la época donde Hugo Chavez Frías surgió como líder espontáneo de una revolución improbable. ¿Espontáneo? ¿Improbable? Muy pronto tendría que analizar mi opinión desde otro punto de vista. Todavía faltaría un año o menos, para la llegada de la Era Chavista y claro está, transcurrrían unos años hasta que esta revolución basada en el enfrentamiento y la pugnacidad política revelara lo que verdaderamente era. Pero por entonces, solo se hablaba de un cambio, de encontrar por cualquier vía, la manera de reconstruir Venezuela, ese sueño de nación a medio terminar. Había una idea muy concreta sobre como debía producirse ese cambio, en qué debía basarse: esa necesidad de restructuración violenta que parece tan habitual en este caribe acostumbrado a la bota militar y a los vaivenes de una política que se contradice así misma. Recuerdo que había un entusiasmo previsible con respecto a la perspectiva de transformación: una buena parte de la población parecía convencida que la "solución" - ¿La respuesta? - a la presión social que se padecía por décadas era un giro de timón político radical. Yo no estaba tan convencida. De hecho, la idea me producía escalofríos.
Tenía ocho años cuando ocurrió el 27 de Febrero de 1989 y recordaba bien esa violencia del resentimiento, del pobre contra el rico. El enfrentamiento entre lo que se consideraba establecido y el caos callejero, la furia del ciudadano. Me pregunté a donde podía dirigirse todo ese resentimiento, ese rencor de clases que comenzaba a escucharse como la "respuesta". De hecho, me lo pregunté tantas veces que comencé a analizar la idea desde un punto de vista casi pragmático. Releí toda la información disponible sobre la intentona golpista. Concluí que para Chavez, el poder se asumía como beneficio de la violencia. ¿Qué podíamos esperar como sociedad de un gobernante que desconocía y desdeñaba los méritos democráticos? ¿Qué podíamos asumir de su visión reformista si su principal opción era la destrucción del modelo político a través del menosprecio de las herramientas que ahora usaba para llegar al poder? Tuve una sensación de desastre, que juzgue exagerada. Ahora me pregunto si simplemente se trató de una certeza mal disimulada. La imagen del país posible era muy clara.
Entonces, casi por casualidad, cayó en mis manos el libro "1984" y como dije, sentí miedo. Uno muy profundo, desconcertante. Porque la sociedad de Oceanía - donde transcurre la historia contada por Orwell - está basada en el miedo, en el odio, en el terror. La idea queda muy clara desde el principio, cuando el autor insiste que “las antiguas civilizaciones sostenían basarse en el amor o en la justicia. La nuestra se funda en el odio. En nuestro mundo no habrá más emociones que el miedo, la rabia, el triunfo y el autorebajamiento”. Pero además del miedo, Oceanía construye las bases de su sociedad en una idea mucho más sutil, en una abstracción que parece definirla con más claridad que cualquier emoción abstracta: El poder como medio, herramienta, como arma, como aspiración, como forma de enfrentamiento como visión del futuro. Ya lo dice Orwell “el Partido quiere tener el poder por amor al poder mismo. No nos interesa el bienestar de los demás; solo nos interesa el poder.” No puedo concebir una idea más inquietante que esa.
Y es que en "1984" la cultura, la visión de la sociedad se convierte en una mera estratificación, a pesar que los gobernantes insisten en hablar de la igualdad como principal valor de un mundo pretendidamente humanista. Pero esta igualdad es aparente, desconcertante: se basa en la lucha del individuo para apoyar y construir un estado segregador, en sostener el poder de sus hombros a pesar del dolor y el temor que pueda producirle el abuso, las lineas perfectamente definidas de una idea de dominación implacable. Con una franqueza que bordea el limite de la denuncia cruda, Orwell describe una sociedad donde el temor es el lenguaje político por excelencia y la ignorancia, una de las bases donde se sustenta un estado opresor. Porque en Oceanía, la critica es un crimen, la oposición a las ideas del Gran Hermano - la punta de la pirámide que Gobierna la sociedad Orwelliana - impensable. Porque el poder solo tiene un sentido y el odio está en todas partes. Y el ciudadano se debate entre obedecer por deseo, por necesidad, por temor, por una visión utópica de alcanzar el perfeccionamiento a medida que asume su lugar bajo el puño de hierro que lo controla. El miedo como lenguaje, el poder como sistema. La ignorancia como valor.
Sí, sentí mucho miedo cuando leí "1984". Recuerdo que varios días después de terminarlo, me tropecé en la calle con un afiche de Hugo Chavez Frías. En él, se veía al desconocido lider militar levantando el puño, anunciando cambios. El hombre de la fotografía no miraba a nadie, solo levantaba el puño cerrado. A su alrededor, un grupo de seguidores - o eso supuse que eran - gritaban con muecas, enfurecidos. El odio como mensaje político, el temor como anuncio del ese "cambio" en el que todos insistian. Y volví a sentir temor que aún hoy siento.
Y es que hoy, más que nunca, el modelo de sociedad que Orwell adivino, en las lentas lineas de reforma y construcción social, son más vigentes que nunca. Hablamos de una Venezuela dividida en lineas de desigualdad, que se mira así misma como pequeños estratos de dominación - entre lo legal y lo político - donde el ciudadano tiene un escaso margen de maniobra. Resulta inquietante - incluso directamente aterrorizante - comprobar que Orwell adivinó lo que podría suceder en una sociedad donde las definiciones Marxistas definen una idea cultural basada en algo más elemental que la convivencia. Porque la Revolución Boliviariana, esa que Chavez disfrazó sin mucho éxito de democracia y que Maduro heredó radicalizada y empequeñecida por la presión interna, tiene poca capacidad de reconstrucción y de visión al futuro. Hablamos de un país donde la alineación religiosa se dirige hacia la política, donde el gobierno manipula la emoción para instaurar una especie de teocracia en torno a la figura de un líder carismático cuya memoria sobrevive gracias a la insistencia del gobierno por preservarla. Como en el mundo Orwelliano, que habla del Ingsoc - o adoración por la muerte - la Revolución aprendió que el culto sobrevive a la razón, y es la excusa perfecta para subsistir a pesar de la improvisación y el caos social que produce la ideología que lo sostiene.
Y es que Orwell describió a la Venezuela chavista con una precisión escalofriante: desde la enorme brecha entre el Gobierno todo poderoso - un partido Interior fortalecido por el poder y su manejo de los símbolos para sostenerse - hasta la sociedad de los "proles" , empobrecida y carente de privilegios. Y es que leer el mundo creado por el escritor no solo asombra sino que atemoriza: “en muy raras ocasiones se podía penetraren las residencias del Partido Interior, ni siquiera en el barrio en donde tenían sus domicilios. La atmósfera del inmenso bloque de casas, la riqueza de amplitud de todo lo que allí había, los olores a buena comida y a excelente tabaco, los ascensores silenciosos e increíblemente rápidos, los criados con chaqueta blanca apresurándose de un lado a otro… todo ello era intimidante”, (1984; Orwell, George).
El poder por el poder. La política como forma de dominación. La idea me abruma, mientras camino por esta Caracas depauperada, con las paredes cubierta llena de propaganda política superficial. Porque en nuestro país, el modelo de la reconstrucción del símbolo a conveniencia llegó para quedarse, para asumir el lugar de la aspiración por el progreso y el beneficio social. Me detengo, mirando un grupo de vendedores ambulantes. Uno de ellos, lleva una camiseta con el conocido emblema del partido del gobierno. La lleva rota y sucia. Vende unos cuantos paquetes de Harina precocida, colocadas de cualquier manera sobre una caja de cartón. Bajo el sol, su rostro tiene un aspecto cansado y tenso. Pero aún así, levanta el puño para gritar el nombre del difunto presidente cuando un transeúnte comenta sobre el precio excesivo del producto. El hombre le impreca, exclama en voz alta la palabra "Revolución" y tengo la sensación que lo hace con la fe inocente de quien lanza una pequeña invocación, de quien se aferra a una idea movediza para consolarse de una estafa histórica evidente.
Y pienso en Foucault, quien insistía que una sociedad está cruzada por una red de poder en donde el Estado es solo un nodo más dentro de toda esa relación de poder. Una idea que en Venezuela no solo carece de sentido, sino que parece contradecir la idea misma de una expresión de poder que insiste en aglutinar el poder para decidir que es la verdad y cual es la identidad que define al nuevo individuo, al feligrés político que toma el lugar del religioso. Pienso en la Venezuela que asume que la "Felicidad Suprema" como una necesidad que se impone, que tiene la cualidad de existir por deseo expreso de una idea política que asume la abstracción como posibilidad. Siento miedo otra vez, no solo por la mirada inquietante de Orwell, su compleja aseveración de la identidad de la cultura que se fragmenta bajo el paso de la ignorancia y la orfandad legal, sino hacia esa otra visión de las cosas, la que anuncio al Estado como la única interpretación posible de la realidad: “la realidad no es externa. La realidad existe en la mente humana y en ningún otro sitio”, (1984; Orwell, George). Una visión de país que agoniza bajo la ideología que sustituye lo racional y más allá, la mera necesidad del ciudadano de construir una alternativa a la imposición de una política autocrática, que ahora también, intenta ser emocional.
¿El gran hermano como una creación necesaria en una revolución carente de símbolos? Miro una enorme pancarta descolorida del difunto Presidente Chavez, sonriendo al futuro, entre trozos de papel amarillento. Y pienso que tal vez, esta Revolución quebrantada y que insiste en reescribir la historia, se propone conservar el poder viviendo para siempre como una visión de la realidad. Una alternativa inexistente. Y me pregunto, no sin cierto sobresalto, si en una porción de la realidad, ya lo logró.
Buenos días. Llamarla revolución es usar su neolingua.
ResponderEliminarExcelente Crónica
ResponderEliminarExcelente post, leí ese libro hace 2 años junto con rebelión en la granja y causa grima, te da miedo encontrar tantas similitudes con nuestra situación actual.
ResponderEliminarSaludos cordiales.