Hace unos días, el New York Time publicó un video reportaje donde mostraba, de una manera bastante objetiva e inquietante, la obsesión nacional por la belleza. Un tema que no es nuevo para nadie y que particularmente, creo nos sorprendió se analizara desde una óptica casi científica. Cual sea el caso, el corto video incluía una entrevista al llamado "Zar" de la belleza venezolana, Osmel Sousa. En el fragmento, un atildado Souza mira a la cámara y sonríe con gesto rígido. Luego de al menos una docena de cirugías estéticas, su expresión tiene un permanente dejo tenso. Pero se las arregla para parecer incluso cómodo. Mira a la cara con sus vivaces ojos azules y luego deja escapar la frase que parece resumir la política y la visión de una Venezuela que se mira así misma implacable: "La belleza interior la inventaron las feas para justificarse".
Ah, muy bien, pienso, sorprendida e irritada. Otro nuevo paso para construir - y convalidar - esa constante agresión que sufre la imagen de la mujer venezolana. Puede parecer exagerado - seguramente algún lector de este, su blog de confianza, pensará que lo es - pero aún es un hecho concreto, con el que todas debemos enfrentarnos alguna vez. De manera que la frase de Osmel Sousa parece encajar no solo con el ánimo nacional, sino la manera de observarse así misma de la mujer en este país. Porque sin duda alguna, ese prejuicio estético, esa visión del ideal de la belleza tiene una clara - e inmediata - relación con una visión social muy asumida e incluso celebrada. En Venezuela, las mujeres son bellas. Siete coronas del Miss Universo lo demuestran o eso parece sugerir el saber popular. Y esa certeza de la belleza necesaria - o mejor dicho la obligatoria - lo que hace que la mujer venezolana reciba agresiones hacia su imagen corporal e incluso sexual con tanta frecuencia que ya se asume como inevitable. Lo peor es que no solo es parte de nuestra cultura, esa expresión estética que empuja hacia una percepción idílica e inexistente sino que además, sino que además parece formar parte de esa gran identidad nacional que se considera normal. De manera que sí, la mujer venezolana es bella. Lo es porque debe serlo, porque la cultura en que nació la mira con una dureza inaudita y más allá, la juzga con una severidad implacable.
El rostro de la Eva silenciosa: Venezuela frente al espejo.
Se define como violencia estética la promoción y en algunos casos, difusión masiva de una imagen de perfección irreal e inalcanzable. Esa visión de la mujer deformada por la industria de la moda, el mercado de la música y los cosméticos. La cultura en general. Para la psicología moderna, la agresión proviene no solo de un lenguaje visual agresivo que insiste en que el cuerpo de la mujer debe adecuarse a ciertas ideas estéticas sino que además, asume como requisito social. Leo el concepto, pensando en el cortísimo e insustancial reportaje del New York Times y además, en lo que es ese mundo femenino Venezolano. Esa visión de la mujer que se tiene en mi país y que parece manifestarse en todas partes. Una idea inquietante, que parece multitiplicarse a todo nivel y además, pasar desapercibida la mayoría de las veces. Una especie de percepción sutil de un deber ser para la mujer imposible de definir.
Paseo por un Centro Comercial de Sabana Grande. Decidí ver por mi misma, los maniques a la Venezolana que el reportaje de New York Times mostró. Y de inmediato los encuentro. De hecho, tengo la sensación que los antiguos y estilizados maniquies que recordaba, con sus cuerpos delgados y las extremidades esbeltas desaparecieron para dejar lugar a estos torsos redondeados, opulentos y decididamente latinos. Me acerco a mirar uno, boquiabierta. Los enormes pechos parecen desbordar la camiseta pequeña que exhiben y la diminuta cintura se abre en unas curvas voluminosas redondeadas.
- Esa camiseta le debe quedar perfecta - la voz de la vendedora me sobresalta. Es una mujer regordeta y de piel oscura, que me mira de arriba a abajo. No sé que pensará de mis jeans desteñidos, mis botas de cuerdas y mi camiseta como de niña. Tengo curvas por supuesto, pero de esas de las mujeres normales, de las que comemos más de lo debido y que solo nos preocupamos por el peso como una eventualidad.
- Puede que me la compre después - le digo para salir del paso - ¿Le puedo preguntar donde compró el maniqui?
- Ahora no venden otros - me comenta - los flacos ya no venden. La mujer Venezolana no es flaca, ni tampoco raquítica. Es cuerpona. Con tetas y culo.
No respondo. Miro al maniqui, puro torso y me pregunto si el ideal de belleza Venezolano se ha venido transformando o hay algo mucho más duro y preocupante en esta imagen. Porque aunque obviamente refleja a esa mujer mito de la visión caribeña, con sus amplias caderas, cintura diminuta y pecho opulento, hay una idea muchisimo más dura sobre lo que es - según la opinión cultural - la mujer. Incluso la ropa parece insistir en esa visión de la mujer como objeto sexual, deseable, expuesto. Me hace sentir muy vulnerable esa visión extrañamente sesgada de la mujer, como si se tratara de una especie de concepto que se construye a trozos anónimos. Tal vez nos sea del todo casual que la maniquí voluptuosa sea solo un torso sin rostro. El silencio del estereotipo sin nombre.
Continúo caminando por el Boulevar. La vendedora tiene razón: los maniquíes delgados desaparecieron. En todas las vitrinas, los cuerpos exagerados de curvas imposibles exhiben esa supresión de la identidad de la mujer Venezolana. Me detengo frente algunas vitrinas. Varias maniquíes llevan ropa ceñidisima: los pechos bien a la vista, las caderas al descubierto. Frente a una de ellas, una chica de unos quince años, mira las ofertas con tristeza. Lleva un uniforme escolar - camiseta azul, faldita corta y ceñida - y se ve muy frágil frente a las figuras voluptuosas detrás del cristal.
- ¿Te angustia no parecerte a ellas? - pregunto. Me mira, sorprendida. Y luego suelta una risita.
- Todo el mundo quiere ser así. Es como si la gente quisiera que todas las mujeres se vieran así mismo - señala al maniquí - pero yo todavía no puedo. No todavía.
Miramos el maniquí de nuevo. Y quizás, tengo esa sensación amarga, dolorosa, de no comprenderme en la imagen que tiene la cultura del cuerpo de la mujer, de su identidad. La muchacha a mi lado, sigue caminando y la miro alejarse, delgaducha y ligera. Pienso entonces en esa mirada de avidez que le dedicó al maniquí, a esa ligera expresión de apremio que noté en su rostro. Una manera de mirarnos, borrosa y sin sentido. Una especulación gratuita de nuestra propia imagen personal.
De la pechonalidad al bio polimero, una caminata dolorosa.
El vídeo reportaje del New York Times levantó mucha polvareda. Se discute con ahínco en las redes sociales, se comenta como un ejemplo de lo que padecemos como sociedad. Y sin embargo no es algo nuevo,esa desvalorización de lo natural del cuerpo de la mujer, el criterio social de como se interpreta así misma una mujer en este país. Después de todo, somos el país de las más bellas.
Ah, sí, que huella a fuego es eso. Recuerdo que cuando tenía unos veinte años, conocí a un inglés de visita por Caracas. Nos hicimos buenos amigos o mejor dicho, tuvimos largas e interesantes conversaciones sobre nuestras respectivas culturas. Porque a J,. le parecía asombroso el culto a la belleza nacional, esa mujer ficticia que ambos bautizamos como "Evapolita" una infausta combinación entre la Eva original y esa criatura ambivalente y sexualizada que se escapó alguna vez de las páginas de la revista Cosmopolitan.
- Es un canon cultural - solía insistir. Como estudiante de arte de paso por un país tropical y desordenado como el nuestro, a J. todo le parecía divertido y curioso. En una ocasión, visitamos una escuela de modelaje y por horas, miramos a grupos de niñas que apenas despuntaban la década de vida esforzarse por ser "hermosas". Por entonces, el tema de la estética me era un poco conceptual más que insistente. Y es que haberme criado en una familia de mujeres que envejecían y no temían a las arrugas, tenía sus ventajas. Una cierta despreocupación, tal vez.
- Es costumbre. Y es muy trópical eso de querer ser deseable - respondía yo, toda ingenuidad - no es especialmente relevante. A la mujer Venezolana se le educa para ser hermosa.
- ¿E inteligente?
- Lo somos.
- Te pregunto ¿Se alienta el conocimiento a la vez que la belleza?
No supe que responder. Recuerdo que quise decirle que sí - al menos, en mi familia sucedía así - pero de inmediato, recordé a mis compañeras de clase, en mis tiempos de colegiala. Todas estaban obsesionadas con la belleza, y el tema no era un reflejo cultural. Era algo más esencial, de casa, digamos. Era algo que siempre me había logrado sorprender pero que pocas veces analice en contexto. Y es que quizás, mirarme a través de los ojos objetivos de J., dejó bien claro que había algo poco natural en aquello, en esa idea de la estética como requisito para la valorización del yo. Algo duro y real, con que la mujer Venezolana tenía que lidiar toda su vida.
Rememoro esas conversaciones durante mi caminata por Sabana Grande, mirando las vitrinas de las tiendas, repletas de mujeres imaginarias. Dentro de las tiendas, están las reales: las que llevan jeans tan apretados que parecen pueden lastimarlas, las que muestran el pecho disparejo. Las que tienen uñas enormes, se maquillan muchísimo. Con la impertinencia del libre pensador, me imagino preguntándoles que libros han leído en casa, cuales son sus favoritos. Un pensamiento idiota, sin duda. Porque en Venezuela un libro es un producto raro, una idea ocasional, un planteamiento elitesco. De la misma manera que la educación. Porque posiblemente te llamarán loca por querer culminar más de una carrera universitaria pero te animarán a que te "hagas" los senos perfectos. Esos que se muestran en todas partes, que se insiste debes tener.
Violencia estética, pienso con un escalofrío, esa forma de descalificación conceptual tan dura como silente. ¿Quién puede quejarse de ser bella? ¿Quién no quiere serlo? ¿Y cuando se hizo en este país imprescindible serlo? Ah, una cultura que consume banalidad, que asume la idea de belleza como una serie de rasgos de complacencia. ¿Quienes somos las que no pertenecemos a esa región popular?
Veo el video de la polémica por segunda vez. Osmel Sousa sonríe de nuevo, tenso y grotesco, inclinado sobre una silla. Debe tener unos ochenta años, aunque su rostro tiene el aspecto de una máscara sin edad. Y le veo sonreír, convertido en lo que proclama como necesario: "la belleza que se construye". Pienso en la imagen de todas nuestras "embajadoras de la Belleza" como las llama con orgullo casi paternal: esa imagen extraordinaria de mujeres que irreales. Pienso cuantas mujeres se someterán a cirugias dolorosas, largas y estrictas dietas, agrediran su integridad con la idea de obligarse a calzar en un concepto que no es más que una visión triste y deformada de la realidad.
La tirania de la belleza, una idea radical.
C'est la vie.
Y que se resuelve con educación, difícilmente una estudiante de Arte, letras o cualquier carrera humanística egresa frívola, la belleza siempre está, sólo bastaría que el portador decida emitirla, podría decirse que en miles de comentarios a tus imágenes te califican de "Bella", "Hermosa", etc. y más de un Stalker te ha rondado, y eso que no te acercas a esos cánones impuestos desde una industria.
ResponderEliminarConsidero que todo ser es poseedor innato de su propia belleza y son esos patrones que Osmel impone por sólo citar uno, los que generan inseguridades, inseguridades necesarias para el consumo compulsivo de productos de esa misma industria.
Pero una vez teniendo claro, el porqué de ese afán de hacer sentir insatisfecho al consumidor para que a su vez drene sus frustraciones en un Mall o un cirujano plástico, será mucho más sencillo asumirnos y asumir al otro en su belleza, no la interior o exterior, la real.
Vuelvo a la jovencita de chemise azul que nombras en el escrito, una muchacha que apenas comienza a descubrir su cuerpo aún en vías de desarrollo y ya está maquinando en su pueril cabecita las mil maneras de "maniquizarlo".
ResponderEliminarLa idea se ha alojado en el status quo del venezolano, desde hace tanto tiempo ya... Las mujeres no "deben ser bellas", lo "son". Casi lo imprimen en tu cédula, justo entre la "V" de venezolana y el número, escribirían, de poder hacerlo, una "B" de "Beldad". Siempre ha sido esto motivo de polémica, estudio, investigación. La mujer venezolana es la que gasta un mayor porcentaje de su ingreso en "la belleza" en la región. Las mujeres persiguen escandalosamente esa necesidad de saciar el "deber ser" que las aplasta como una realidad ineludible. La mujer venezolana no sabe ser otra cosa, no quiere ser otra cosa, que no sea "bella". Hasta las más intelectuales aspiran a verse como amazonias conquistadoras de ese cruel mundo de moldes, narices respingadas, cinturas minúsculas, culos imposibles, tetas deformantes.
A todo costo. Al costo de su salud, incluso. Al costo de que un biopolímero migre de una nalga a una arteria y las mate, o se le infecte la lengua donde se puso la malla, se le pudra. O aparezca una arritmia cardiaca por causa del quemador de grasa que tomaba que contenía yohimbina. Nada de eso importa. El cuerpo no es el templo, es un aparador, una vitrina, un maniquí. El cuerpo es el vehículo para reconciliarse con el espejo, y lo de adentro ya no cuenta.