martes, 12 de noviembre de 2013

El Mito Urbano de la vida sencilla: El A,B,C del caos adulto.




Mi abuela solía decir que la vida antes era mucho más sencilla. Ese "antes" era una especie de época imprecisa que podría referirse a su juventud como a cualquier otra década de la historia humana. Cual sea el caso, el hecho es que lo decía en un tono melancólico que siempre me hacía reír y me dejaba a la vez un poco colérica.

- En tu época no había internet, ni teléfono celulares - aclaraba siempre que podía. Por supuesto, me refiero a los tiempos donde a los celulares se les llama ladrillo por una razón: realmente parecían ladrillos. También era la época del pleno apogeo de la serie Friends, las computadoras portátiles enormes y poco prácticas, el grunge, la crisis de valores de la generación X. Winona Ryder era la actriz de Moda y Tim Burton la referencia cultural obligada. Y yo, claro está, en plena adolescencia primaveral, me sentía moderna y rebelde. No podía comprender esa "epoca dorada" que mi abuela mencionaba, una que yo asociaba con una ciudad rural llena de paseantes domingueros con sombreros blancos. Una Caracas idílica, con sus desfiles de Carnaval inocentes, con un mundo muy lento y aburrido. Mi abuela sonreía siempre que me escuchaba largarle aquella perorata. Y lo hacia con picardia.

- Nadie extraña lo que no ha tenido, así que nadie extraña una tecnología que parecía cosa de películas - solía comentar - lo que si puedo decirte, es que eran tiempos donde todo era mucho menos elaborado y complicado. Eramos simples, y quizás por ese mismo motivo inocentes, y también, muchos más audaces.

Pura poesía, pensaba yo con cierta irreverencia. Pero no se lo decía. A mi me gustaba - o eso pensaba - mi época turbulenta. Me gustaba la música estridente que olía a espíritu joven - sí, a esa me refiero -, me gustaban los libros extravagantes, los programas de televisión confusos, la nueva visión del cine. En ocasiones, leyendo historias sobre épocas románticas e idealizadas, me preguntaba si podría haber sobrevivido en tiempos donde el ser humano parecía formar parte de una idea casi bucólica. Sí, amo a Jean Austen, pero me imaginaba vegetando en la ventana de alguna casona rural, imaginando maneras imaginativas de encontrar marido o más allá, en plenos años cincuenta, luchando por ser parte de esa idea de perfección femenina. Ah no, me decía entonces muy convencida. A mi me gusta mi época. Me gusta este siglo loco e informal. Me gusta este desorden y esta discusión constante. Me gusta ser parte de los cambios y de la nueva visión del mundo. Me gusta formar parte de la historia inédita.

Me llevaría algunos años comprender que todos esos pensamientos eran básicamente tonterías románticas. Y lo admito, sin ninguna vergüenza. Porque lo eran. Lo eran en su simplicidad, en su timidez. Y peor aún, lo eran porque eran grandilocuentes y exagerados. Y es que a lo que se refería mi abuela, era una visión totalmente distinta del ser y del estar, esa concepción del mundo que parece volverse más complejo y enrevesado a medida que pasan los años.  Asumir esa idea - sufrirla, más bien - me llevó unos cuantos años.  Más aún, una especie de madurez inevitable que ahora me hace sonreír mientras escribo esto. ¿Estoy envejeciendo? Me pregunto. Miro mi escritorio: estoy rodeada de vasos de agua a medio beber, un plato con una manzana cortada a la mitad a medio comer. Más allá, hay unos cuantos libros sobre ejercicios, vida sana. E incluso unos cuantos apuntes sobre como cuidar mejor mi salud, tomados de artículos de revistas especializadas y conversaciones con algunos médicos. Y me recuerdo de niña, despreocupada, sin soñar siquiera que eso podría importarme alguna vez. Ah, me digo, mirando una fotografía de mi abuela, que me vuelve a sonreír con picardia desde la eternidad del blanco y negro, ahora si entiendo que decías.

La vida moderna: Lo tecnificado, lo demente, lo singular.

Suena mi despertador. Como buena noctámbula, la mañana no es de mis mejores momentos. Me cubro la cabeza con la almohada, mientras la alarma continúa cacareando en el silencio de un amanecer pastoso. tengo el súbito deseo de extender la mano y arrojarlo al suelo - muy a-lo-película-consumista - pero no lo hago. De manera que levanto la mano, sacudo el aparato. Ah, casi podría dormirme otra vez, pienso, tan cómoda, tan relajada. Casi podría...

Sin saber como, me encuentro preparando café en la cocina. Pero antes que eso, me tomó los dos vasos de agua que mi nutricionista me recomendó para enfrentar los síntomas de mi gastritis. El agua tiene un sabor extraño a esas horas. Una mezcla de amargo con algo más insustancial. Me obligo a terminar los dos vasos, pensando en que debo cuidar de mi salud. No me lo creo demasiado pero lo hago igual. Cuando finalmente me bebo el primer sorbo de café del día, siento una agradable sensación de confusión. Empiezo a despertar.

Una hora después, ya he realizado unas tres llamadas a clientes, revisado el correo electrónico - y respondido unos cuantos correos - y tengo varios apuntes de lo que escribiré en el día en mi libreta. Suena de nuevo una alarma, esta vez la de mi celular. Ahora debo tomar las pastillas de vitamina C que el médico me recetó luego de mi última visita médica. Ya desayuné - Fibra, porque la voz de mi conciencia nutricionista me quita el placer de proteína y algún delicioso carbohidrato - y el tercer vaso de agua del día me sabe mejor que los primeros. Pero aún así me incómoda bebermelo. Y son ocho, pienso con un estremecimiento. ¿Alguna vez me acostumbraré a eso?

Creo que no, me digo cuando dos horas después, ya sentada en algún transporte público de la ciudad, tengo unos inenarrables deseos de ir al baño. ¿Y quién no podría tenerlo después de beber tanta agua? Intento concentrarme en cualquier otra cosa. Saco mi libreta de dibujos, hago garabatos. Y allí encuentro los recordatorio de la proteína que debo comer Hoy, de los carbohidratos que no debería ni mirar, del agua que me falta beber, de la caminata de alrededor quince minutos que también debo hacer. Dios mio ¿Hay tiempo para todo eso? Me digo. Pues tendrá que haberlo, me respondo de inmediato. Vamos, decidirte tomarte en serio tu salud. Así que hazlo.

Mediodía. Seis son los vasos de agua que me bebí. Una la manzana que mordisqueé sin ánimo. También hice una larga fila para actualizar mis datos de identidad en una dependencia gubernamental. Discutí con una secretaria de uñas gigantescas que creí me iba a sacar los ojos cuando la acusé de burócrata. Hace un calor insoportable, vuelvo a tener unos demenciales deseos de ir al baño. Y de nuevo, tengo seis o siete correos urgentes que responder. ¡Y además tengo hambre! Pero no comeré hasta dentro de 30 minutos que me reúna con un cliente. ¿Quién dijo que ser freelance es sencillo? En realidad en Venezuela nada es sencillo, me digo mientras intento sostenerme en plena multitud del un vagón del Metro de Caracas. Miro a mi alrededor, con la paranoia del Caraqueño, con la cartera aferrada contra el pecho, pensando en que llevo el celular en algún bolsillo recóndito. El tumulto es enorme: al parecer hay algún retraso en el servicio y la cantidad de usuarios parece haberse cuadriplicado. Incómoda y medio asfixiada - y con el insufrible deseo de ir al baño - me siento a punto de estallar en gritos. O en carcajadas. ¿Me estaré volviendo loca?

Almorzando con mi cliente, encuentro que es un hombre que no tiene mucha idea de por qué debe contratar un profesional que le ayude a culminar su tesis. Me hace preguntas - muchas preguntas - y es evidente que alguien - probablemente un padre o una esposa preocupada - le obligó a tomar medidas concretas en el asunto de culminar su licenciatura. Y mientras me interroga y trata de entender que haré - ¿Si me da flojera tu me escribirías un capítulo? - me tomó el séptimo vaso de agua del día. Con lentitud. En alguna parte leí que lleva veintún días crear un nuevo habito. Llevo apenas dos semanas en esto de comer sano y cuidarme más y literalmente quisiera celebrar con una cantidad enfermiza de carbohidratos. Pero no lo haré. En lugar de eso, me tomo un sorbo de vino tinto - bueno para el corazón - y también tomo como postre una fruta. Y cuando finalmente acaba aquel almuerzo tedioso e interminable, le doy la mano a mi cliente casi con cansancio. Que día tan largo, y solamente he vivido lo que un adulto normal.

De vuelta a casa. Me compro una botella de agua, que será el octavo vaso del día. Me detengo un momento en una plaza pública, me quito los zapatos elegantes, me calzo con los deportivos. Mejor ahora que nunca hacer los quince minutos de ejercicios. Así que me lanzó en rápida caminata por las calles atestadas de transeúntes mal encarados. Alguien con un megáfono lee unos cuanto salmos bíblicos. Más allá, una música estridente retumba desde un automóvil. Y yo intento concentrarme en caminar, en respirar, en mantener el ritmo. Bebo sorbitos de agua, con la cartera bien apretada bajo el brazo y mirando a mi alrededor. Un hombre me dedica una rápida mirada y tengo la impresión echa a caminar detrás de mi. Todas mis alarmas mentales se encienden. Ay no.

De manera que la caminata se convierte en carrera. Llego jadeante a la estación de Metro, que vuelve a estar atestado. Me siento levemente mareada, agotadísima y hambrienta. Eso siempre. Recuerdo que debo tomar la otra vitamina que el médico me recomendó. Saco la pastilla del bolsillo de la cartera. Alguien me da un codazo. La pastilla se me resbala de entre los dedos, cae al suelo. No me atrevo a sacar otra. El tumulto se hace mayor. Alguien empuja a una mujer detrás de mi, que me golpea por accidente y me da un doloroso pisotón. Una ira necia, sin sentido, se me sube a la cabeza y aprieto las manos para no gritar. Pero de pronto miro a mi alrededor y solo veo rostros cansados. Abrumados. Tan adultos. ¿Así me veo yo?

En el transporte publico que me llevará finalmente a casa, me siento junto a una ventana. Y Caracas pasa muy rápido frente al cristal manchado: una mezcla borrosa de colores, siluetas y rostros apenas entrevistos. Vuelve a llover. Y de pronto, la calle se humaniza con el olor de la ventisca, con los que corren de un lado a otro cubriendose la cabeza y los que caminan lentamente bajo el agua. Los miro a todos, caraqueños como yo, victimas y responsables de este pequeños caos que compartimos, como yo. Me tomo el último sorbo de agua de la botella. Aunque tibia, finalmente me sabe bien.

A unas cuantas calles antes de llegar a mi casa, se sube un hombre en el vehículo. Lleva la cabeza cubierta por una gorra color carmesí, una camiseta sucia y unos jeans rotos que vieron tiempos mejores. Mira a todos los pasajeros con los ojos entrecerrados y enrojecidos. Y siento pánico. Un robo, un atraco, pienso apresuradamente. Aparto la mirada. Aprieto la botella entre las manos. El ruido del plástico al doblarse llena el mundo. El hombre sigue de pie, solo mirando. Lo observo de reojo. ¿Sacará un arma? ¿Solo amenazará? Abre el inmundo morral que lleva a cuestas. El pánico me deja sin respiración.  Saca una bolsa de caramelos.

En voz cascada, explica su historia triste. Una operación ficticia, un hijo que todos los pasajeros sabemos no existe. Reparte los caramelos - una chupeta roja medio derretida de aspecto poco apetitoso - y la tomo. Cuando se acerca el hombre me dedica una mirada rápida. Miedo otra vez. Pero se aleja. Reparte las chupetas hasta que todos los pasajeros sostenemos una. Y de nuevo, recorre otra vez el autobus. Muchos le compran el caramelo, quizás por temor. Yo no lo hago. Cuando la levanto, me hace un guiño casi amable que casi hace menos dura su cara contrahecha, cansada, cubierta de cicatrices y barba.

- Comasela mija. A las niñas le gustan las chupetas.

Así, sin más. Lo veo bajarse entonces, renquear en la calle, bajo los últimos rastros de la lluvia. Con dedos temblorosos, le quito el envoltorio a la chupeta. Tutifruti, pienso, con una sonrisa cuando la paladeo. Recuerdo cuando me peleaba con mis primas por los caramelos rojos, los salvavidas rojos, los ositos de gomita rojos. A las niñas le gustan las chupetas, pienso abriendo la puerta de mi casa, masticando los últimos trozos del caramelo de sorpresivo buen sabor. Al menos, a mi me gustaban.

Y pienso entonces sí, lo sencillo que era todo cuando los caramelos, los rojitos o los verdes, eran nuestra única preocupación. Los días soleados de una Caracas inolvidable, los días de libros, los días de caminar de un lado a otro por mero gusto. Los días  silenciosos, los días anónimos. Los días sin miedo. Y me pregunto cuando la vida se hizo tan complicada, cuando se hizo tan demencial. Cuando se hizo tan simplemente adulta.

Tomo la fotografía de mi abuela y me tiendo en la cama, mirándola. En ella, mi abuela tiene más o menos mi edad y lleva un precioso vestido negro. Sonríe a la cámara, algo extraño en ella, que odiaba la fotografiaran. Pero aquí sonríe. Pienso entonces en la sencillez, en esa vida apacible que idealizamos y también en esos pequeños secretos que solo aprendemos al crecer.

Me rio en voz alta. Ah, ahora si te entiendo, pienso. En mi mente, abuela ríe a carcajadas. Una risa divertida y estruendosa que parece decir: "Todos los comprendemos alguna vez".

C'est la vie.





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