Me miro al espejo. Y no me gusta lo que veo. Con catorce años, me ocurre con frecuencia. Me miro la piel pálida y pecosa, el cabello alborotado, los ojos casi demasiados grandes para el resto de mis rasgos pequeños y como de niñita pequeña. Suspiro, aprieto los puños. A veces quisiera quedarme el resto de mi vida en mi habitación, pienso frustrada. Entre mis libros y mis hojas llenas de párrafos a medio escribir. O vivir en mis fotografías. Eso sería extraordinario. En mis autorretratos, son alguien más, soy una mujer sin rostro, borrosa. O solo mis ojos. O incluso el contorno de mis labios. A veces no soy nadie, solo un bello espacio vacío. En la vida de las cosas reales, debo lidiar con mis largos silencios, con mi angustia, con la sensación de no pertenecer a ninguna parte. Como si no encajara demasiado bien en ningun lugar.
Sigo pensando en eso, sentada en el jardin antipático de mi abuela. Un grupo de chicas de mi edad pasan por la calle: rien y bromean a gritos. Se empujan unas a otras. Yo no puedo hacerlo. Aunque lo quisiera, mi naturaleza es más reservada. Dolorosamente huraña, me digo sosteniendo un puño de tierra y dejandolo caer, dorado y oloroso, sobre las bungavillas. Me gustaría poder reir en voz alta, bailar sacudiendo las caderas. Pero en vez de eso, escribo. Y fotografio. Escribo hasta que me duelen los dedos. Escribo hasta que lloro con tanto abandono que siento las palabras flotan en esas lágrimas exquisitas. Colecciono escenas, colecciono rostros. Voy por la calle sosteniendo mi cámara y fotografio todo lo que me llama la atención. También escribo que me hacen sentir. Luego, miro todo eso en mi habitación, a solas. Siempre a solas. Soy como los niños con los bolsillos llenos de cosas que encuentran en la calle y que solo revisan en esas horas muertas de la infancia feliz. Mis cosas perdidas son sueños, palabras, pequeños fragmentos de historias que me obsequio a mi misma.
Pero siempre estoy sola. Y no me siento bonita. A veces miro las páginas de las revistas y me inquieta pensar que nunca seré como esas bealdades de cabello rubio y mejillas sonrosadas. Al contrario, soy tristona y severa. O así me veo. Me pregunto a veces como me verán los demás: leyendo a solas en el patio del colegio. Escribiendo mientras todos los demás juegan y rien. ¿Quién soy? Me pregunto. Extiendo la mano y rozo con los dedos la superficie del espejo. Los ojos llenos de lágrimas. ¿Quién seré?
La idea me sigue obsesionado días después, pero no se lo digo a nadie. Me averguenza el pensamiento de hacerlo. De manera que hago lo que siempre he hecho para consolar mis angustias y pequeños dolores adolescentes: buscar en los libros. Cuando me planto en la biblioteca desordenada de mi abuela, me pregunto si tiene sentido esta vez, si encontraré algo que pueda consolarme o brindarme alguna respuesta. Extiendo la mano, tomo un libro.
Jean Ayre. Ah, una de mis queridisimas heroinas. A veces siento que crecimos juntas, que ella me escucha mejor que nadie más. Dejo el libro en su lugar: ya hemos hablado muchas veces. Tomo otro libro. Las Narraciones Maravillosas de Edgar Allan Poe. Ah, sí, a Poe le encantaría mi aspecto paliducho y huesudo. Nací en el siglo equivocado, me digo. Otro libro: Doña Bárbara. Caramba no. No soy salvaje como el Rio Orinoco, ni exquisita doncella como Mariela. Soy solo yo, huesuda y bajita, incómoda e inquieta. ¿Quién se parece a mi aquí?
No escucho a Jacinta entrar. Ese era su don: un silencio bonito. Ayuda a mi abuela en casa desde hace unos veinte años, de manera que no tengo un recuerdo de la gran casona donde no esté ella. Me sobresalta encontrarla allí, en su guerra sin cuartel contra el polvo con su paño de cuadritos.
- Esta preocupada mi niña - comenta. A Jacinta no hay que decirle nada. Ella lo sabe todo. No al estilo misterioso y exquisito de mi abuela, sino algo más frondoso. Como un árbol tan viejo que ha mirado mucho cielo y mucho mar. Mucha tierra para comprenderla. Y de hecho, Jacinta parece un árbol: un precioso roble de tronco fuerte, con la sonrisa de hojas jugosas y sus ojos de avellana. Me dejo caer en uno de los muebles chirriantes, y sacudo la cabeza.
- No soy bonita, Jaci - le digo. A ella se lo puedo decir. A mi abuela también claro, pero con Jacinta la cosa es más dulce, más de todos los días. Abuela me diría que debo encontrar la belleza donde nadie la ve, me llevaría a mirarme en el espejo y diría: "eres extraordinaria". Porque ella me ve así. Y eso, no me lo creo mucho. Pero Jacinta me mira, se apoya en la escoba. Se lo piensa. Me siento derechita para que vea mis mejores rasgos y el veredicto no sea tan fuerte.
- Lo eres pero también te preocupa más ser bonita de otra forma - comenta. Se inclina, sigue barriendo. El tema concluyó para ella. Pero yo no entiendo nada.
- Solo hay una forma de ser bonita - comento. Pienso en mis compañeras de la escuela, con las largas melenas sedosas, el cuerpo redondeado. Me enfurezco. Después solo siento algo parecido a la tristeza - y no lo soy.
Jacinta se detiene de nuevo. Se acerca con su paso rengueante a donde me encuentro. Hoy lleva un bellísimo pañuelo rojo y verde en el cabello. Me encantan los pañuelos de Jacinta, la manera como se los anuda. Vaya elegancia. Me encantan sus collares también: de cuentas y de muchos colores. Se ve tan plácida, tan relajada, tan plena. Ah, quisiera ser así.
- ¿Tu me ves bonita niña? - me pregunto entonces. Parpadeo. La veo no solo bonita: me hace sonreír mirarla. Jacinta siempre huele a pan y a galletas de avena, siempre tiene cosas muy raras y misteriosas que contar: a ella le escuché por primera vez la leyenda de la Sayona, que tanto me asustó. Y fue Jacinta la que me acompañó para entrar en esa tienda tan extraña en el centro de Caracas. Sombreros y encajes. A mi abuela le parecía decandente, a mi hermosa. Jacinta pensaba que había que darle un vistazo. Así era ella: pura pasión y curiosidad.
- No es que yo te veo, Jaci. Eres bonita - respondo. Caramba, ¿como lo duda? . Jacinta debe tener la misma edad de mi abuela o unos años menos. Enviudó hace años y aún así, siempre sonríe. Siempre parece mirarlo todo de una manera que para mi resulta tan extraña como intrigante: como sus vestidos - casi todos de un vivo color rojo - sus zandalias biblicas, el rostro muy moreno siempre lozano. Es hermosa a la manera que lo es el rostro de alguien muy amado, con ese fulgor intangible de algo más joven que la piel. Jacinta es joven porque decidió serlo. En sus ojos color café son un jardin.
Jacinta suelta una carcajada. Sigue limpiando. En silencio que gravita sobre ambas hay preguntas y respuestas que nadie pronuncia. Pero yo las capto. ¿Que es la belleza? ¿Que consideramos hermoso y por qué? ¿Cuanto de nuestra opinión sobre el mundo hay en esa percepción? ¿Qué soñamos, que construimos, que esperamos al mirar la belleza de alguien más? ¿Quienes somos en esa ternura de la mirada que crea y brinda significado? No sé que contestar a nada de eso, pero mientras Jacinta canta alguna canción caribeña, meneando las caderas y riendo en voz alta, pienso que la belleza tiene mucho que ver con el poder de convertir en extraordinario cada deseo, cada pequeña textura y sensación que habita en nuestra mente. Y pienso en la belleza, de las muchachas que envidio y en la exquisita, de mi madre con su cabello rubio. Y pienso en los ojos risueños del librero de la biblioteca Nacional que siempre me obsequia pequeños libros de bolsillo. En las tardes coloreadas de azul y añil, de esta Caracas joven que recordaré después. En la belleza de la cámara entre mis manos. En la sensación de fe al sonreír. Cuando Jacinta me mira de nuevo, inclina la cabeza y me dedica un guiño casi dulce. Puro amor.
- ¿Ve mi niña? Sonriendo con todos los dientes se ve más bonita.
Sonreí con todos los dientes. Lo hago frente al reflejo del espejo. Llevo un vestido que me encanta, aunque no tiene colores vivaces ni se parece al de la revistas. Y el cabello abundante y salvaje me cae sobre los hombros, me acaricia las mejillas. Y sonrío sí, con esta pequeña sensación de un triunfo entre mil triunfos. De mil veces de temer y confiar. Otra vez aquí, con las manos apretadas contra el cuerpo. Pero mirándome, con los ojos bien abiertos. Con la sensación de despertar y reir.
Cuando salgo al pasillo, mi abuela está en su escritorio, leyendo. Levanta la vista y me dedica una de sus largas miradas escrutadoras.
- Estas hermosa hoy, bruja - dice. Más allá, Jacinta baila sola en el jardin. La luz del sol entra a raudales por la ventana y siento algo muy parecido a la alegría. Aunque más sustanciosa y personal.
Una forma de fe.
- Sí - respondo entonces. Los labios temblorosos, el cabello danzando en mi espalda - lo soy.
Un sueño de la razón.
La bruja y su reflejo en el espejo:
Para la Antigua Religión, el concepto de la estética tiene un valor meramente simbólico. La belleza de una mujer o de un hombre, se vinculan directamente a la manera como se manifiesta físicamente su espíritu: su capacidad para expresarse y crear. En otras palabras, para la brujería lo bello es un atributo de la personalidad y de lo intimo, un reflejo directo de nuestra manera de pensar.
Existen muchos rituales dentro de la tradición que practica mi familia para interiorizar el espíritu de la belleza en nuestro cuerpo. Uno de los formas de magia más sencillas usada en Escocia era recoger el rocío matinal y aplicarlo a la piel mientras se invocaba la fuerza de la Diosa para que alejara toda duda que pudiera lastimar nuestra valoración personal. Si no era posible obtener rocío matinal, se mezclaba un poco de te de manzanilla o margaritas como un poco de agua de lluvia.
Un ritual muy sencillo que mis primas menores suelen realizar, es el siguiente:
Necesitarás:
Un hueso de aguacate.
Dos cáscaras secas de pepino.
Una imagen que consideres hermosa.
Un poco de Gingseng.
Un trozo de tela de tu preferencia, mientra la consideres bella.
Disposición:
Toma todos los materiales y átalos dentro del trozo de tela, formando una bolsa. Sostenla entre las manos y visualiza una imagen que englobe lo que para ti simboliza la belleza. Siente la energía de la Diosa te envuelve, dándole poder a lo que tu mente crea en imágenes y conceptos. Luego, realizarás la siguiente invocación, con estas u otras palabras, mientras conserven el sentido:
"Gran Diosa Madre
te pido que mi belleza brille
que todas mis dudas sean como el humo
y pueda alejarlas en el sonido del viento
crea poder en mi, crea fuerza en mí
para que a través de mi rostro pueda reflejar mi amor por la vida
y la sabiduría que he aprendido a través de ti
Asi sea"
Deja la bolsa junto al espejo que utilices con más frecuencia todo un ciclo lunar y luego entiérralo en tierra fértil, para que la Diosa provea de energía tu propósito y determinación.
La mujer pálida en la que me convertí me sonríe desde el espejo. El cabello alborotado le cae sobre los hombros, le sobran algunos kilos por aquí y por allá. Pero sonríe claro, con todos los dientes, de pura y sencilla felicidad.
C'est la vie.
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