martes, 19 de noviembre de 2013
La Venezuela anónima: Del temor a la desesperanza en dos actos.
Pequeño brevario cotidiano en una ciudad cualquiera:
Mi amigo Carlos vive en Santiago de Chile. Todos los días se despierta a las siete de la mañana, no de muy buen humor. Como yo, tiene problemas con las horas matutinas. Se levanta, apenas consciente y siempre me repite que solo comienza a despertar con la primera taza de café. O tal vez dos o tres más. Finalmente, desayuna, casi siempre lo mismo - pan, huevos, tocineta, a los que culpa de su ligero sobrepeso - y sale a trabajar. Tiene un FIAT del 98 que no funciona bien siempre pero le permite ir a la pequeña agencia de publicidad donde trabaja. El tráfico le molesta, pero prefiere llevarse el coche. Quizás después de trabajar, decida ir al cine con Marifé su novia o tomarse unas cervezas con sus amigos en algún local de moda. Piensa en eso mientras sortea los automóviles que avanzan lento y algún que otro imprudente que se rezaga en medio del habitual desorden matinal. Pero aún así, llega puntual a la oficina. El día empieza bien, piensa.
Después almorzará en una cafeteria que le gusta muchísimo. Esta pensando en ahorrar para viajar a principios del año siguiente, de manera que lamenta el gasto innecesario, pero aún así, le gustan tanto las tortas de chocolate del lugar, que lo da por bien pagado. De regreso a la oficina, pasa por una tienda de electrodomésticos para echarle un ojo a un par de portátiles. Comprará una a final de mes. La quiere mucho mejor que su vieja carcacha de siempre: la utilizará para su nueva pasión por la fotografía. En el correo que me escribirá en un rato, me comentará que aún intenta decidirse entre una MAC y otra de menor valor, pero que tiene unos pocos días aún, para ajustarse a sus gastos personales y finalmente, dar el paso. Me lo contará explicándome que ha consultado en varios lugares, y que también, consultó algunas opciones de productos usados. Al final comprará la más barata: decide guardar un poco más de dinero al final de mes para el viaje soñado.
Finalmente, en la noche tomará unas cervezas con sus amigos, comentará sobre la película que vio el fin de semana, sobre las pocas noticias de actualidad de su país, sobre Bachelet y las elecciones, sobre esas pequeñas protestas en la calle que se produjeron hace poco. Y luego se encontrará riendo a carcajadas por un chiste subido de tono de uno de los presentes. Casi a medianoche regresa a casa. Mira el desorden del soltero, ese viejo mito que en su caso parece ser cierto, y sonríe, en medio de su leve borrachera benigna. Mira los pendientes anotados en la nevera: Recuerda que mañana debe pagar el alquiler. Se lo repite mientras se desviste para no olvidarlo. Pero lo hará, y se lo recordará Marifé, que conoce a la mujer que le alquila el pequeño apartamento y que siempre se toma con buen humor los olvidos de Carlos. La calle silenciosa se extiende más allá de la ventana mientras Carlos se desviste y vuelve a soñar con el viaje a Europa. ¡Lo ha planeado tanto! mañana revisará de nuevo las estadías, y reservará una habitación en ese hotel tan bonito que ayer revisó vía web. Antes de dormir, mira la hora y lamenta haber llegado tan tarde. Mañana tendrá problemas para despertar. Pero no importa: fue un buen día.
Sobrevivir a la ciudad sin nombre: Venezuela nos pasa a todos.
Mi amigo Efrain vive en Caracas. Se despierta a las 4 de la madrugada para salir a trabajar. Cuando sale de su habitación, su padre esta abriendo la puerta para salir: le espera un largo trayecto hasta Guatire, ciudad satélite de Caracas, para llegar a su trabajo como administrador de una pequeña empresa del ramo. Lo saluda con un gesto somnoliento. Su madre asoma la cabeza desde la cocina y con rostro pesaroso, le comenta que el servicio de agua no ha regresado desde ayer. Maldiciendo por lo bajo, Efrain toma dos recipientes con agua, de esa que se acostumbra a guardar en Venezuela para emergencias como estas y espera a que su hermano menor termine de usar el baño. Quince minutos después, golpeará la puerta enfurecido. La madre gritará desde la cocina, nerviosa. El hermano finalmente abrirá la puerta, con la barbilla rala sin afeitar y el cabello peinado con torpeza, ignorando los reclamos de Efrain. Una vez a solas en el baño, se mira en el espejo: ojeras, la barba crecida, pero el agua no es suficiente para afeitarse, de manera que solo se bañará, a medias, con el jabón azul que su madre logró comprar en el supermercado mal surtido. Apretará los dientes para soportar el chapuzón matinal de agua fría, mientras mira el amanecer por la pequeña ventana del baño y pensará que apenas, acaba de empezar un día difícil.
Desayuna café amargo, porque hace unos días, ningún supermercado vende azúcar. El hermano pequeño se queja en voz alta, la madre le regaña con desgana. Efrain come en lentos mordiscos la arepa rellena. La madre comenta con una sonrisa cansada, que pudo conseguir la Harina Precocida gracias a que el padre tiene un amigo que sabe quien las vende. Efrain la mira y piensa en lo extraño que resulta ese mercado negro de alimentos, esa sensación de alienación y de pobreza que parece rozar la normalidad en Venezuela. Sigue pensando en eso mientras se viste, con prisa, porque ya se le hizo un poco tarde, y seguirá pensando en lo mismo, mientras camina apresuradamente por la calle sucia y llena de desperdicios frente al edificio sobre vive. Y la sensación de desesperanza le invade, mientras se sube al transporte público destartalado que lo espera en la esquina, que se sacude y rebota atestado de pasajeros. Mira por la ventanilla y la Caracas que apenas despierta tiene un aspecto borroso, rota a pedazos. Un hombre borracho camina más allá, gritando obscenidades y un grupo de escolares corren, sorteando los charcos de agua sucia. Efrain lo mira todo, con una fría sensación de angustia que no consigue comprender. Una sensación que le supera, que le produce casi nauseas. Pero sabe que no puede detenerse a pensar algo semejante: no hoy, que el servicio de Metro de Caracas, se retrasó. No hoy, que debe correr por la calle llena de trozos de cemento abiertos, para llegar a donde un grupo de motorizados ofrecen el dudoso servicio de mototaxi. Sin respiración, abrumado y cansado, mira la Caracas que despierta, el Ávila gris, mientras la motocicleta recorre la autopista atestada de Vehículos a toda velocidad. El improvisado taxista toma riesgos innecasarios, roza automóviles y cruza calles y Efraín siente miedo. Del simple, del que le invade con frecuencia en esta ciudad hostil, en esta ciudad donde los conductores aceleran contra el peatón, donde la multitud te empuja y te ignora. Finalmente cuando llega al edificio donde trabaja, al otro lado de la ciudad, se siente agradecido. Lleva un rato de retraso - de nuevo la lluvia - pero no le importa mucho. Al menos pudo llegar.
En la oficina las noticias son preocupantes: hay un descenso de las ventas y se prescindirá de personal. Sentado detrás de su escritorio, me escribe para contarme lo preocupado que se siente, lo que podría significar para él perder el trabajo justo ahora, cuando comienza a pensar en alguna manera de independizarse. Me contará todos los esfuerzos que hace por ahorrar, sin lograrlo y lo mucho que lamenta, que todos sus planes de llevar a cabo un postgrado fuera de país, tuvieran que aplazarse. De nuevo. La terapia de su madre - un grave problema lumbar que no mejora - es cada vez más costoso y eso, si logra encontrar las medicinas, algo que no ocurre siempre. Más tarde, mientras almuerza en su oficina junto con el resto de sus compañeros, todos comentarán lo preocupante de la crisis económica del país. En voz baja, entre esa sensación de angustia y frustración que llena a todos los Venezolanos desde hace un buen tiempo. Entre cabeceos y pequeños murmullos de asentimientos. Victimas de la misma visión de ruptura, de encontrarse en un terreno movedizo y peligroso que nadie sabe muy bien a donde conduce. Naufragos de una circunstancia llamada país.
Más tarde, Efrain se entera, casi por accidente, que despidieron a un compañero. Le inquieta el alivio que siente. Uno muy ingrato y casi grosero. Unas horas después, todos en la oficina despiden al muchacho, que tiene una expresión de profundo agotamiento y preocupación. Y Efraín, otra vez, siente ese alivio medroso, que le repugna. ¿En que nos convertimos? se pregunta. Se cuestiona lo mismo mientras camina por las calles cercanas a su oficina. En un local de venta de electrodomésticos, una multitud espera impaciente para entrar. Hay un revuelo malsano en las calles, una sensación de urgencia casi preocupante. De pie, en medio de la multitud que llena un vagón del Metro de Caracas, mira a su alrededor preguntándose que está ocurriendo con la ciudad que lo vio crecer, con el país que aspiró como futuro. Se mira así mismo, un hombre joven preocupado y cansado. No se reconoce. Hace tres años, pensó que el empleo en la Empresa de ventas sería temporal. Su sueño es la fotografía. En algún momento aspiró a trabajar por su cuenta y riesgo, vivir de sus pasiones. Una idea que olvidó ya hace algunos años. Por ahora, lo importante es sobrevivir, se dice. Aprieta los labios, enfurecido. La multitud se mueve de un lado a otro, parece ondular.
De pronto, alguien grita. Efrain no comprende que ocurre pero se encuentra inclinándose, protegiéndose la cabeza con los brazos. Alguien grita de nuevo y escucha la voz que amenaza, que grita. Alguien lo zarandea, tiene la breve imagen de un arma. El terror lo paraliza. No opone resistencia cuando le arrancan el morral. Piensa en el teléfono celular de última tecnología que compró con tanto esfuerzo hace un par de años y acaba de perder, pero es un pensamiento rápido, poco importante, en medio de los gritos. La sensación de peligro. Podría morir, piensa atropelladamente. Podría morir.
El vagón se detiene. En medio de la multitud confusa, sale a la carrera por el andén. La garganta seca, los hombros rígidos del cansancio y el miedo. Logra salir a la calle. El mundo exterior tiene un brillo gris, lento y borroso. La noche cae muy rápido. Efrain vuelve a sentir miedo. ¿Cuantas veces lo ha sentido ya, solo hoy? Cuando finalmente llega a su edificio, tiembla, aunque no sabe por qué. Su madre le recibe con un abrazo, le escucha contar lo que acaba de vivir con preocupación. El hermano menor se rie: "eso pasa todos los días". Y Efrain piensa que hay algo casi elemental en esa visión práctica, sencilla y de la realidad. Eso pasa todos los días, se repite mientras de nuevo toma el baño incompleto del agua helada. Eso pasa todos los días, se repite entre dientes, cuando se sienta en la cama estrecha de su cuarto de soltero, con los afiches del niño que fue y que el adulto que es le inquieta mirar. Eso pasa todos los días, piensa, intentando dormir, escuchando la música desde la calle, estrepitosa e insoportable. Sí, Venezuela te pasa todos los días.
Leo ambos correos electrónicos. Dos visiones del futuro, de la juventud y la esperanza radicalmente opuestas. Y la sensación de horror que me producen carece de nombre y lugar. Porque de pronto, asumo que esta Venezuela rota, agrietada y desconocida, esta destrozando toda esperanza, parece sucumbir a esa necesidad de ignorarse así misma, de evadir su propia responsabilidad histórica, transformada en ideología barata. Me miro entonces, como testigo de una larga agonía y me pregunto que ocurrirá después, a donde nos conduce este camino incierto de pura inquietud y temor. No tengo la respuesta.
Quizás no la tenga pronto. Probablemente eso sea mi principal preocupación.
C'est la vie.
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