lunes, 11 de noviembre de 2013

La Venezuela Carroñera: Los sobrevivientes de un país tambaleante.





Según mi querida psiquiatra, la neurosis se define como carencia de limites. Esa incapacidad tan semejante a la locura para encontrar un punto de  equilibrio entre los estímulos externos y nuestra manera de interpretarlos.  Una idea curiosa, sin duda. Investigando un poco, encontré que el término se aplica, de manera muy concreta a los intentos – extravagantes y casi siempre inútiles – de la mente para disminuir el nivel de estrés. De manera que Neurosis parece definir un poco una línea sensorial entre lo que intentamos comprender como lo real y la manera como lo asumimos.

Pienso en todo eso mientras, en esas contadas ocasiones en que me encuentro detrás del volante, un peatón cruza a la carrera por la calle. Detengo el automóvil lo más rápido que puedo pero aún así, el guardafango casi le roza las rodillas. Con el corazón latiéndome muy fuerte, observo como el hombre – un muchacho en realidad – sigue su camino sin echar una mirada hacia la calle, hacia el automóvil que bien pudo atropellarlo e incluso, los gritos de otros conductores, que le reclaman su osadía sin sentido. Pero el muchacho no presta atención a nada de eso. Llega finalmente a la acera del otro lado de la calle, se coloca bien el morral que lleva la espalda y corre calle abajo. A la distancia, lo veo arrojar una bolsa al suelo. El frágil papel flota entre sus pies y luego, llega a formar parte del magma maloliente de basura que llena la ciudad. La escena completa – el muchacho cruzando la calle, la basura arrojada al suelo – me produce una sensación inquietante, casi dolorosa. ¿Qué ocurre culturalmente con Venezuela? ¿Cuándo se perdió el límite entre lo que es responsable y ético y nos dejó a cambio esta locura fragmentada, este caos a pedazos que no sé muy bien como asumir?

Cada vez que comento sobre el tema, provoco risas. Hay una especie de idea muy asumida que el ciudadano Venezolano es una especie de buen salvaje, un loco bonachón que asume su desorden como una característica cultural ufana. Yo no lo creo así y de hecho, tengo la inquietante sensación que el Venezolano disfruta del caos por el mismo motivo que un sobreviviente corre despavorido aunque no sepa donde va: es inevitable. Para el ciudadano Venezolano, el caos urbano, el social, el cultural, forman parte de una misma cosa. Se mezclan para dar sentido a una especie de locura tangencial que todos asumimos es tan nuestro como el gusto por las arepas de maíz precocida o el color profundamente azul del mar de nuestras costas. Y debatirlo es una guerra sorda contra ese gentilicio del desorden que tanto nos parece agradar.

- El Venezolano es hablador y dicharachero. Es sencillo, amable y juguetón. Pero también es infantil, belicoso, caprichoso y manipulable. Un adolescente eterno – dice V., quien fue mi profesor de sociología durante mi años de jovencísima Universitaria. Era lo bastante impresionable como para que su discurso escandaloso y directo me impresionara. Ahora, de adulta, me parece una manera de mira al Venezolano real casi con inesperada – e inmerecida – bondad.

- Creo que no tanto es adolescencia como ausencia de limites. El Venezolano actual disfruta de esta nueva etapa donde la subversión es bien vista y la contracultura es panfletaria – respondo. Aja, de nuevo el extraño concepto, pienso. No saber donde comienza o donde termina lo realmente esencial de un pensamiento o un deseo. El Venezolano que mira a otro lado, acosado por la realidad, y de pronto, suelta la carcajada por el chiste. El bocado de la exquisita comida típica. El sabor refrescante de la cerveza. La sensación de mirarnos todos con una gran indulgencia.


 El profesor V.  y yo Nos encontramos en la Universidad Central de Venezuela, en un salón vacío donde ambos conversamos cómodamente. En el jardín más allá de la ventana, un grupo de estudiantes ríen y se empujan unos a otros.  Alguien menciona “El fin de semana de la Birra” ( Como se le llama la cerveza en nuestro país ) y hay una algarabía general, una especie de rugido placentero. A nadie parece importarle mucho la crítica situación del país, ni tampoco lo preocupante de la escalada de violencia callejera. En ese momento feliz, nada existe. Un estudiante pasa corriendo por la vereda de cemento que separa los salones del extenso jardín y puedo leer en su camiseta un extraño lema: “Si eres feliz, seguramente eres ciego”. La idea me sacude como un escalofrío.

- No es tan simple. O quizás sí, pero es mucho más profundo que solamente intentar ignorar la realidad lo que puede – comenta V. Toma un viejo periódico que guarda entre la biblioteca y me lo muestra. Un jovencísimo Carlos Andres Perez, dos veces presidente de la Republica de Venezuela, me mira desde el titular, calvo y enérgico. Abajo un titular en grandes letras me recuerda “Ese hombre si camina” , el eslogan de campaña favorito del entonces candidato Presidencial – El Venezolano no quiere hacerse responsable de su deuda histórica con su indolencia y la desidia. Se mira así mismo como victima, como un niño castigado por una circunstancia histórica que lo supera. El hijo irresponsable de un estado paternalista ciego.


Pienso otra vez en el muchacho que casi atropello un rato antes. La manera como continuo caminando sin mirar atrás, sin una señal de haberse arrepentido – o temido – por lo que podría haber sucedido. Su gesto descuidado al arrojar la bolsa de basura al suelo. Llevaba una camisa azul: seguramente se trata de un estudiante de secundaria. ¿Dónde aprendió esa indiferencia hacia cualquier sensibilidad ciudadana? ¿Fue de uno de sus padres? ¿De ambos? ¿Es hijo de un “vivo” criollo, de esos que intentan sacar ventaja de todo y bajo cualquier circunstancia? ¿Es simplemente un adolescente rebelándose contra el sistema? El pensamiento me hace reir. En Venezuela, la contracultura gobierna en apariencia. En Venezuela el caos es un idioma político.

La idea me obsesiona en los días siguientes. El clima nacional aumenta de temperatura: Manifestaciones callejeras espontáneas cierran calles y avenidas, el lenguaje gubernamental aumenta en agresividad. La crisis económica avanza unos peldaños más. Asfixiante, inquietante. El Presidente de la República invita a los ciudadanos del país a “arrasar con los especuladores” y se producen saqueos en varias tiendas de electrodomésticos. Se habla de hambre , de necesidad. El pueblo “en defensa de sus derechos”. Pero hablamos de electrodomésticos de alta tecnología: televisores pantalla plana, lavadoras y secadoras de reconocidas marcas,  lujosisíma línea blanca. ¿Cuál necesidad perentoria, evidente, necesaria, inmediata está satisfaciendo el saqueo de una vitrina de un establecimiento de electrodomésticos? ¿Qué impulsa al ciudadano común, al Venezolano de a pie, dicharachero y reilón, en palabras del profesor V., a unirse a un pensamiento destructor y primitivo con un jubilo que desconcierta? Atónita, miro una fotografía que alguien tomó de uno de los saqueadores de la tienda DAKA, en la ciudad de Valencia, Estado Carabobo: La imagen muestra a una mujer madura, que ríe a carcajadas para el lente del fotógrafo. Lleva en los brazos paquetes de los que presumiblememente acaba de saquear del establecimiento. Su expresión es de júbilo, sin ningún matiz de remordimiento. De hecho, no hay duda que está disfrutando, que no siente la menor culpabilidad por el hecho concreto de robar, matizado bajo el concepto que sea. Y es que en la Venezuela que heredamos de la convulsión social, del dolor interminable de un proceso de cambios ideológicos carente de sustento cultural, lo moral siempre parece estar en tela de juicio. Hay una fina grieta entre el deber ser y la legalidad que beneficia al poder. Y no puedo menos que preguntarme que ocurre con la cultura Venezolana, con su visión como herencia social, como consecuencia de un concenso moral y ético.

Sin limites, pienso de nuevo. ¿Y donde está el Venezolano protagonista histórico de lo que ocurre? ¿Como reacciona o se enfrenta a la conyuntura que convierte lo cotidiano en un debate amargo sin consecuencia? Mira hacia otro lado, sonríe. Justifica.

El día en que el Presidente Nicolas Maduro ordenó la ocupación forzosa de los comercios de electrodomésticos que acusa de especuladores, me encuentro en un restaurante de la ciudad, cenando con un par de amigos. De pronto, el ambiente parece congelarse cuando otra de las habituales cadenas televisivas que el gobierno utiliza a discreción, interrumpe la programación deportiva del canal Nacional sintonizado en uno de los televisores del local. Me vuelvo para mirar la imagen:  en un gesto histriónico que imita sin mucho éxito a cualquiera del difunto presidente Hugo Chavez Frías,  Maduro se inclina sobre el micrófono y mira ferozmente la cámara de televisión. Es evidente que sabe, el país está atento a sus palabras. Levanta los brazos en un gesto que parece invocar alguna fuerza divina. Quizás así lo piensa, este hombre confuso y torpe.

- ¡Tienen que pagar este robo! - grita - ¡Se acabó el pan de poquito! ¡Ya basta de abusos contra el pueblo! Vamos a ir al fondo de esta Guerra, a vencerla. ¡Tenemos con qué!

Se refiere a la supuesta Guerra económica que enfrenta Venezuela. Un concepto absurdo en un país con un férreo control de cambio y donde el Estado controla cada eslabón de la cadena comercial. Pero aún así, se insiste en la existencia de un “saboteo” sistemático contra la economía del país, en un intricando plan conspirativo para crear una crisis artificial cuya principal consecuencia parece ser una inflación de dos digitos en escalada. El Presidente Maduro, principal impulsor de la extravagante teoria, señala entonces al primer culpable, al que le cobrará con creces los errores cometidos por su tren administrativo, por los funcionarios que aprovecharon la burocracia y el caos para enriquecerse. Y la víctima propiciatoria es DAKA, una red de establecimiento de ventas de electrodomésticos, cuyos altísimos precios le hicieron chivo expiatorio ideal para la cruzada presidencial contra la economía rota de un país a la deriva.

- Yo he ordenado inmediatamente la ocupación de esa red y sacar los productos a la venta del pueblo a precio justo, que no quede nada en los anaqueles - añadió el presidente, ufano. Y así abrió la puerta a algo más inquietante, temible e imprevisible. O es lo primero que pienso en el silencio inquieto y angustiado que viene después de sus palabras y que llena el local donde me encuentro como una tensión invisible. De pronto, alguien en una mesa cercana suelta una risita.

- ¿Y para cuando la Mac Store? - bromea, haciendo referencia a la tienda donde se venden la mayoría de los productos Apple en Caracas, con un precio virtualmente inaccesible. Todos ríen: los comensales en su mesa, algunos otros. Incluso uno de mis amigos sonríe por lo bajo. Y de pronto, las conversaciones se reanudan, el saludable sonido de cubiertos y platos al chocar entre sí. Pero para mi no hay nada de normal en la escena. Me aterroriza la pasividad, me desconcierta esa resignación. O peor aún, lo que luego descubriré después, es una especie de antesala a la visión carroñera del Venezolano.

Porque de inmediato, casi como si estuvieran esperando la orden presidencial, una multitud de “compradores” de toda tolda política y de todo pensamiento ideológico, se apresuraron a rodear los locales comerciales de la red comercial, para comprar “a un precio justo” los artículos. Un inesperado regalo de navidad, que ese talante rapaz del Venezolano sobreviviente de la Revolución, agradece mucho. No hay distingo, de por quién levanta el puño, en la multitud de compradores ávidos, impacientes, que se arremolinan alrededor en las calles y avenidas que rodean el local comercial. A nadie le importa ya el Capitalismo salvaje, o la Patria nueva. Mucho menos el progreso, la lucha por los ideales democráticos. Aquí el interés es por la cocina que podrán comprar, o la nevera último modelo que satisfacerá ese instinto comercial que ni quince años de critica contra el consumismo ha podido disminuir ni un poco. Y el Venezolano de camisa roja, el Venezolano de camisa azul, espera. Con las manos apretadas contra el cristal, sin importarle hacer de nuevo una larga fila de espera. Mirando con la codicia del desesperado, del hambriento, los objetos que ambiciona por el solo hecho que podrá poseerlos. Aquí no hay debate político, una decisión que pueda interpretarse como ética. Aquí lo que hay es esa necesidad bárbarica de aprovechar la oportunidad, la destrucción del otro. A nadie le importa lo que pueda implicar lo que ocurre. ¿Qué puede importar a esta multitud vociferante que no se ha cumplido un solo trámite legal de los que exige la ley para probar la culpabilidad de los propietarios de DAKA? ¿Quién se cuestiona ahora mismo, mientras hace la larga fila para comprar en el establecimiento que espera, cerrado y casi vulnerable, las posibles consecuencias de una medida arbitraria y que perjudica la separación de poderes?

A nadie. Porque la política vadea y gravita sobre el verdadero problema que aqueja a este país que se cae a pedazos, que se desangra lentamente en simple renuncia a todo principio moral. El problema Venezolano es mucho más profundo, retorcido y preocupante, porque implica la perdida de una identidad social que se erosiona ante el caos, que disfruta la simplicidad del ataque frontal, el dolor de la perdida de todo sentido y valor ético. El problema Venezolano no es ni siquiera las hordas que finalmente vencieron el cerco policial y destrozaron las vidrieras de DAKA, que cargaron con electrodomésticos que no podrán encender - o se dañarán - por el gravísimo problema eléctrico que padecemos y neveras vacías porque no hay alimentos que comprar. El problema Venezolano radica en esa necesidad de destrucción, de emular al líder destructor, de convencerse que hay motivo para la subversión del orden legal. El Problema Venezolano es el desprecio de la gran parte de la población a comprender que la simple convivencia comienza por una visión ética, por una comprensión de la ley como necesaria.

El Gentilicio de Luto: 

Camino por una de las calles vecinas a uno de los establecimientos que el Gobierno señaló como especuladores. Vine porque quería entender lo que ocurre de primera mano, sin que nadie me lo contara. En la fila, hay ciudadanos con vistosas camisas rojas que cada tanto, levantan el puño para recordar que "Chavez Vive". Pero también, hay muchos hombres y mujeres que no parecen formar parte de la euforia política. Parejas de ancianos de rostro cansado, jóvenes ansiosos que de vez reclaman por el lento avance de la multitudinaria fila. Cuando me acerco, alguien me advierto que no me permitirán "colearme". Le explico que solo quería comprender que es lo que está pasando. El hombre, de mejillas sonrosadas y anteojos de metal, me observa curioso.

- ¿Periodista?
- Metiche nada más.

Reímos juntos. Me explica que vino a la cola porque necesita unos cuantos electrodomésticos que no podría haber pagado al precio "viejo". Se define como "opositor" pero que le duele el bolsillo. Me dice todo eso sin mayor emoción, como si estar entre una creciente multitud de nerviosos compradores bajo la lluvia, fuera algo normal, aceptable. ¿Cuantos nos acostumbramos a esto? ¿Cuando permitimos que la realidad del país nos doblegara? Le pregunto que piensa del procedimiento usado por Nicolas Maduro, la medida pública sin juicio previo, los saqueos en otras partes del país. El hombre se encoge de hombros. Avanzamos un par de pasos.

- Los venezolanos somos así - me explica - no está pasando nada nuevo.
- ¿Así como?
- Vivos, locos, atolondrados - sonríe cuando dice aquello, como si fuera algo bueno - mira, yo entiendo que nadie quiere admitirlo, pero el Venezolano nació desordenado y loco.

Suspiro. Miro de nuevo la fila. Una pareja de hombres se pelea a gritos porque uno de ellos intento adelantarse en su lugar. El famoso vivito nacional. Hay empujones. Tumulto. Aparece de inmediato un funcionario militar Uniformado, cesan los gritos. Todo esto ocurre mientras continua lloviendo torrencialmente y la multitud no hace más que crecer.

- ¿A usted le parece bien esto? - le pregunto por último a mi interlocutor. Me dedica una mirada parpadeante entre la lluvia. Se muerde los labios. Finalmente sacude la cabeza, vuelve a su lugar.

- Esto es Venezuela - responde. Así de simple, así de llana su análisis de la cosas. Me quedo allí, temblando bajo el paraguas de frío y algo parecido al miedo y cuando camino para regresar a mi automovil, siento una breve sensación de repugnancia. Una hiel ácida quemándome  la lengua. ¿Qué ocurre con nuestro país? ¿Cuando permitimos que la idea de nación se desmoronara en trozos que no encajan entre si? ¿Quienes somos los sobrevivientes a esta debacle social y moral? No lo sé, me digo, mientras la lluvia sopla fuerte y me golpea la cara en esta calle sucia llena de Venezolanos aplastados por la realidad. Y la respuesta me preocupa.

C'est la vie.

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