El árbol de mangos del jardín de mi abuela era muy viejo. Había sido plantado desde mucho antes que la casa se construyera y según decía mi tia E., ya era un anciano incluso cuando la primera piedra de la calle fue colocada. A mi, esa vejez natural me fascinaba y tal vez por ese motivo, desde que visité por primera vez el jardín antipático de mi abuela, el árbol de mango era mi favorito. Incluso lo bauticé, aunque nunca se lo dije a nadie. Desde la primera vez que me recibió bajo sus ramas, le llamé Papá árbol.
Y es que había algo paternal, cálido, en su enorme tronco veteado por mil historias que yo no conocía, en sus ramas sarmentosas que se elevaban hacia el cielo, en sus hojas jugosas que parecían flotar en el aire azul y radiante de una Caracas que apenas recuerdo. Solía sentarme bajo su sombra a leer, a escuchar la conversación del viento que se enredaba entre la madera envejecida y con olor a ternura. Una sensación casi irreal, que tenía mucha relación con esa venerable belleza de los años que había vivido junto a la Tierra Madre. Un viejo maestro silencioso que parecía mirar a la ciudad y a las mujeres que habían nacido y crecido en la casa de mi abuela, con una intima benevolencia.
En sus ramas aprendí la tremendura, el salto travieso, las primeras caídas que me despellejaron las rodillas huesudas de niña intranquila. Tendida en su mullido colchón de hojas, miré el cielo cambiar y titilar, soñando despierta con mundo imaginarios tan inalcanzables como inocentes. Sentada en sus raíces, me sentí libre para llorar y reír, para construir mis propias historias, para hacerme preguntas sin respuestas. Y es que Papá árbol parecía esperarme allí, con los brazos abiertos para sostenerme, en esas tardes de niña que tenían un fulgor casi frágil. Papá Árbol para sacudir las ramas al ritmo del viento de la Tarde, de una Caracas olorosa a calor de septiembre. Papá Árbol para bailar con los brazos abiertos hacia el cielo y sonreír a la Luna llena. Papá Árbol, en mis recuerdos, en cada día de mi infancia. Un recuerdo indeleble en medio de las sonrisas y las lágrimas ingenuas, del sueño a medio recordar. Un fragmento de mi mundo privado alzándose en medio del mundo real.
Cuando abuela murió, lloré muchas veces en las raíces de Papá Árbol. No había mejor lugar para hacerlo, a pesar que ya era una mujer adulta y las lágrimas no tenían el sabor dulce de la niñez. Lloraba acurrucada contra su tronco, viendo el cielo cambiar, sintiendo los trozos filosos de mi dolor clavarse lentamente en mi mente, en busca de sentido. Ya por entonces, la casa de mi abuela ya no nos pertenecía. Vacía y Oscura, seguía ocupando la esquina de la vieja calle, pero la vida había desaparecido de ella. Nunca olvidaré las semanas en que con la callada aceptación de una muerte secreta, mis tias y mis primas tomamos todo lo que alguna vez había pertenecido a abuela, lo que había sido nuestro reflejo como familia y nuestra herencia, para abandonar su casa. Lloré, con los labios apretados, al guardar uno a uno sus libros en cajas de cartón que parecían no merecer su lírica belleza. Permanecí por horas de pie en los pasillos llenos de sombras y luces anónimas. Me negué a mirar la pared de rosas, ahora vacía y silenciosa. No sabía como despedirme, no sabía como decir adiós a mi infancia, a los días perdidos, a los recuerdos en flor, a las lágrimas bonitas, a las risas estruendosas, al olor de las galletas, a la cocina radiante. No sabía como enfrentar que una etapa de mi vida había terminado y comenzaba otra, tan incierta como dolorosa. Y ese no saber, ese vaivén entre la angustia y la zozobra, me dejó allí, en mitad del jardín vacío, con los brazos apretados contra los costados, mirando a Papá Árbol y sin saber como decirle adiós.
Las puertas cerradas, las ventanas cubiertas. Y yo, en medio de la oscuridad, mirándolo todo con un miedo tan tremendo que resultaba inquietante en su profundidad. Miedo a esta ceguera, de ya no encontrarme, en las paredes vacías y los pisos pulidos. De no escuchar el ladrido de mi perro Capitán en los corredores olorosos a albahaca. Que mi habitación de niña ya no fuera ese valle en flor de pura imaginación, sino oscuridad. Y que inconsolable, esta herida abierta, palpitante, de no saber como consolar esta perdida, de tener que abandonar lo que soy y lo que fui, para avanzar hacia un tiempo nuevo. Allí, de pie en el Jardín abandonado comprendí que la soledad tiene el regusto de la tierra yerma y canta canciones de viento huérfano.
Y fue de nuevo, Papá Árbol quién me consoló. Cuando me arrodillé a llorar entre sus raíces, sentí su amor, esa fuerza natural que brota de la Tierra, rodeándome, tan real, tan genuino que sonreí a pesar de esta angustia sofocante que apenas podía controlar. Abrazada al tronco enorme, sintiéndome pequeña y rota, percibí con claridad su amor, envolviéndome desde el misterio, recordándome todos esos diminutos secretos que compartimos él y yo. Y lloré, sí, pero entre la alegría y la tristeza, de saber que incluso en medio de ese silencio de la perdida, habría alguien para recordar a la niña pecosa y pálida que fui en la mujer en que me convertí.
Continúo regresando de vez en cuando para saludarle. La ancianita que ahora vive en casa de mi abuela, me permite entrar y entre sonrisas, me mira sentarme a las raices de Papá Árbol, que continúa observando la ciudad desde su placida vejez y esperándome, quizás, para escuchar mis secretos, para acariciar mi cabello con manos invisibles y sonreír, al sol imaginario de ese lugar en mi mente donde aún somos solo él y yo, en tardes perdidas, riendo a solas, juntos una vez más.
Esa secreta magia de lo que puedes recordar y atesorar.
El simbolo y la magia: El árbol eterno.
Como he mencionado antes, para la Antigua religión, la figura del árbol, tanto simbólica como física, tiene una gran importancia. Antes de todas las celebraciones de Luna llena y coincidiendo especialmente con la luna menguante del mes, se suele realizar un ritual llamado " El lenguaje del silencio" que consiste en entrar en comunicación con la energía del árbol y así, vincularla a la nuestra y a nuestras intenciones más profundas y puras.
Para realizar el ritual necesitaremos los siguientes materiales:
Una hogaza de pan sin levadura ( puede ser casero o adquirido en cualquier establecimiento comercial)
Una copa o vaso con agua fría.
Una cinta de color rojo.
una cinta de color blanco.
Disposición:
Escogeremos el árbol con el que nos sintamos más afín y vinculados. Por tradición, las brujas suelen escoger un Sauce o un Roble, pero por regla general todos los árboles poseen una poderosa energía, básicamente similar. Luego,tomamos las cintas rojas y blancas y las trenzamos, cuidando que ambas formen una única cinta. Ahora rodeamos las raíces del árbol con ella formando un circulo, en donde el árbol será el centro. Nos sentaremos en sus raíces, disponiendo la copa y la hogaza de pan frente a nosotros.
Luego, invocaremos de la siguiente manera, con estas palabras o cualquiera que guarden un sentido similar:
" En nombre de la energía Universal y de la gran fuerza de la Madre tierra Invoco el lenguaje del silencio, la belleza del árbol, el recuerdo de las ramas y la hoja.
Invoco la fuerza que nace de la raíz al tronco, de la semilla al fruto, de la flor al viento y al tiempo, para que entre mí y purifique mis intenciones, mi sueños y esperanzas.
Renazco ahora en la presencia de la Madre tierra, del cántico del aire, del beso del agua y la fuerza del fuego.
En nombre de mis protectores y los grandes guardianes del tiempo pido a este árbol brindarme el privilegio de su comprensión.
Asi sea"
Ahora, tomaremos la copa de agua en las manos e invocaremos:
"Que sea el conocimiento del tiempo mi guía"
A continuación tomaremos un sorbo de agua, paladeando la energía concentrada en ella, el poder sanador de la Madre naturaleza que se manifiesta en su cualidad refrescante. Luego, comeremos un trozo de la hogaza de pan, disfrutando de su sabor y su textura y diremos:
"Que sea el conocimiento de la Tierra mi guía"
Instintivamente, sabremos cuando terminar con la meditación. Entonces, agradeceremos al árbol su calidez y aceptación. Para culminar el ritual, come y bebe lo que prefieras, para equilibrar la energía que obtuviste a través de él.
Del libro de las Sombras de F., 24 de enero de 1967.
Sentada al pie de Papá Árbol, miro el cielo nocturno titilar entre sus ramas. Y sonrío, a la Luna que nace entre el océano de estrellas brillantes y la oscuridad más allá, como un sueño que creo a diario y que me consuela en silencio, en mi imaginación.
C'est la vie.
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