Contemplo la ciudad con una sensación de leve tristeza. O mejor dicho: de asombro melancólico. Y es que Caracas, resquebrajada, silenciosa y árida, parece sobrevivir con esfuerzo a su propia circunstancia. Durante estos primeros días del año, todo parece tener un lustre extrañamente quebradiza, como si los buenos deseos que formulamos la última noche de año se esfumaran, dejaron atrás esta imagen descosida de la realidad. Y aún así, no pierdo la esperanza. A pesar de este silencio con olor a confusión, sigo pensando que cada nuevo año es una oportunidad que nace y se construye, se mira así misma con bondad.
Luego de la muerte de mi abuela, no volví a celebrar por mucho tiempo rituales de luna llena. Tenía muchas excusas para disculparme con su memoria: el nuevo trabajo, el ritmo frenético de vida que vino después, la ciudad déspota que me abrumaba. El caso es que de alguna manera, dejé de mirar esa parte espiritual mía e intenté concentrarme en esa otra visión del mundo que insistía que era tan adulto como mis temores. Y es que siempre parecía haber algo recordandome que la niña que había sido, la adolescente huraña y libre en que se convirtió luego, se había transformado en esta mujer joven que no reconocía frente al espejo. Me recuerdo como sumida en un sueño blanco, sin matices, donde la realidad parecía pasar muy rápido a mi alrededor, hacerse indefinible y sobre todo, indistinguible de mi angustia existencial. Agotada y la mayoría de las veces, simplemente triste, no me atrevía a preguntarme que ocurría detrás de mis párpados cerrados, de esa visión del mundo que por tanto tiempo había sido parte de mi misma y que ahora no parecía encajar bien en esta vida de trabajo y esperanzas un poco planas. ¿Quién era yo ahora mismo? Me preguntaba sin voz, una mirada rápida al espejo, los dedos apretados de pura desazón. ¿Donde está la persona que fui?
La última noche de ese año largo y doloroso, me encontré sola. En un impulso que ni yo misma entendí muy bien, decidí sentarme en la terraza del edificio donde vivía, con la única compañía de un libro, una copa de vino y una vela. Más que suficiente, me dije, mirando la ciudad dormida, extraña. Tan ajena a mi misma en su belleza engañosa que me pregunté porque aún continuaba pareciendome un reflejo de mi vida. Y es que Caracas, con sus destellos de ternura, con la silueta de su Ávila extraordinario levantándose en la oscuridad, tenía un aspecto casi pacífico, amable. Quizás era lo que necesitaba, pensé, envuelta en un viejo sueter lleno de nudos, mirando la oscuridad púrpura. No tenía mucho que agradecer a un año que me había dejado rota y agotada, no quería recibir abrazos y buenos deseos de nadie. En esa soledad helada encontré más significado que los días anónimos en que había tenido que sonreír a la fuerza, de poner mi mejor cara a un mundo que lo exigia. Pero seguía perdida, a pesar de esa breve lucha contra el dolor y este alivio precario de esta noche solitaria. Seguía deambulando de un lado a otro, en medio de mi mente, abriendo y cerrando puertas, buscando algo sin saber exactamente qué.
Me tendí sobre el suelo de concreto para mirar el cielo, como cuando era una niña. La infinita cúpula celeste me hizo sentir, como tantas veces en el pasado, ingrávida, sin nombre. Y eso era bueno, pensé con un suspiro, mirando por el rabillo del ojo el parpadeo de la luz de la vela. Era bueno esa perdida de identidad, de flotar en esa nada apacible. Allí no había preguntas, dudas o cuestionamientos. No había temor ni angustia. Solo estaba yo, atemporal, contemplando el mismo paisaje púrpura de mi niñez, aspirando a la inocencia. Las preguntas tenian poco sentido, allí, en el sonido del viento soplando con fuerza, en la ciudad dormida a mis pies. Tan simple, ese silencio. Tan dulce, ese olvido.
La luna brillando en lo alto.
Parpadeé. No recordaba que era noche de Luna Llena, pensé con cierto sobresalto. Entre las nubes, tenía un brillo blanco, radiante. La contemplé con desconfianza. Tuve el breve impulso de tomar el libro que no había abierto, la copa de vino a medio beber, la vela que se consumía y volver al mundo de las celebraciones, donde me esperaba mi familia o cualquiera de mis amigos. Quise huir y convencerme de una vez por todas que no había otra cosa en mi mente que esta necesidad de abandonar todo lo que pudiera recordarme quien había sido, a donde había llegado, tambaleandome de dolor. Sería tan sencillo, pensé, dar la espalda a todo. Sería tan sencillo, seguir sonriendo como una mueca, el rostro convertido en una máscara sin forma. Tan fácil de asumir.
No lo hice. Seguí allí, contemplando la luna con los ojos muy abiertos. Viéndola girar o así me pareció, entre los girones de viento, flotar ingrávida sobre mis recuerdos. No supe que lloraba hasta que las lágrimas me quemaron las mejillas.
- No sé que esperas de mi - dije en voz alta. El silencio suspiro, casi con cansacio - no sé que esperas de mi justo ahora. No tengo nada que decirte ni tampoco que escucharte. Me quedé sola y lo acepto. No puedo hacer otra cosa que sobrevivir.
La Luna brillo. Parpadeo inmensa y preciosa, sobre esa Caracas hecha a pedazos de luz. ¡Y que furia sentí! Quise gritar, chillar, recordarle estos meses sin nombre, resquebrajados bajo mi peso, desdibujados. En lugar de eso, lloré.
- No hay nada para mi en ningún lado - murmuré - no lo encuentro al menos. En algún rescoldo del camino me perdí, me quedé a pedazos. No sabría regresar, aún deseándolo. No me pidas nada.
Miré la Luna de nuevo, tan hermosa en su silencio. Y recordé, tantas veces que había celebrado esa belleza dulce, esa sensación de comprenderme a través de lo que simbolizaba en mi vida. Con los ojos de mi mente, me vi niña, asombrada y encantada. La adolescente que miraba al cielo con ojos arrobados. Ahora ¿Quién soy? Me pregunté, temblando, llorando en silencio. ¿Donde estoy? ¿Que pieza de mi espiritu falta? ¿A donde fueron las leyendas pequeñas, los pequeños mitos de mi imaginación? ¿Por qué estoy tan sola, arrasada de todo nombre y sentido? ¿Quien es la mujer de mi reflejo?
El viento soplando, fuerte y alto. Y más allá, la Caracas que era yo misma, tendida a los pies de su montaña misteriosa. Pensé entonces, en cada una de esas piezas del enorme rompecabezas de mi vida, que había olvidado y perdido, de esos pequeños trozos de historia donde la Luna brillaba, era parte de la sonrisa oculta, la mirada silenciosa. Las manos levantadas, para ofrendar mis palabras, la sensación de pertenecer a ese valle de historias que me heredó la simple dulzura de su sonrisa de plata. Cuanto había perdido, me dije, atormentada por un dolor tan vivo que me produjo escalofríos, cuanto de mi misma carece de forma ahora mismo. Perdida en esa región asombrosa e inquietante de mi mente, donde fueron a morir la necesidad de cuestionarme, la visión más sincera de mi misma. ¿Dónde estoy? ¿De qué estoy huyendo?
- Nadie entiende este dolor - murmuré entonces, con los nudillos apretados contra los labios - porque perdí a Celia y también mi niñez. Perdí la pieza maestra que encajaba todas las demás. Perdí esa idea de mi mente que parecía unirlo todo en un paisaje reconocible. No me reconozco. Quizás no quiero hacerlo.
El llanto silencioso, entre labios apretados. Los dedos temblorosos apretando la vela. ¿Qué haces? me pregunté mientras me levantaba. ¡No lo hagas! ¿Qué piensas celebrar? ¿El jardín vacío en tu espiritu? ¿Mirar esa herida en tu alma que no cicatriza? Regresa, la mujer que eres te espera. La adulta, la que perdió ese entusiasmo por las preguntas sin respuesta, por las imágenes borrosas y radiantes, por las palabras perdidas que encuentra entre los dedos. Vuelve a lo normal, a lo que puede consolarte, a esa solidez de pesadilla que podrá sostenerse. Más allá solo hay caos, lo que no sabes que esperar...el tiempo sin nombre que no te reconoce.
Comencé a invocar en voz baja. Lo hice con la voz temblorosa y rota. Avergonzada. La vela parpadeó entre mis dedos, el viento rodeándome. Allí, bajo la luz de la Luna de la última noche del año, invoque no a las fuerzas de la Naturaleza que había olvidado formaban parte de mi, que eran parte de mi mente, de trozos de sueño a medio recordar. Tampoco a las Diosas y Dioses cuyos nombre conocía y habitaban en mi espiritu. De pie, en la oscuridad, levantando la pequeña vela temblorosa, invoqué a la bruja en mi interior, a la que estaba perdida, a la sollozante, a la cansada, a la que recorría abrumada el bosque de mis pensamientos silenciosos. La invoqué con lágrimas, con un dolor tan vivo como extraordinario, de tan purificador. La invoque alzando los ojos otra vez, a la Luna radiante, a la Madre Muda, a la ciudad que era yo era misma, a la Montaña que siempre amé. Y de pronto, el viento tuvo significado, y el color del cielo valor. Que sensación extrañisima, esa la de encontrar de nuevo las preguntas, de tropezar de nuevo con las palabras, las correctas y las incorrectas. De sonreír a la oscuridad, de llorar a todo pulmón en soledad. Una visión del mundo amplia y radiante, pero tan nítida y privada como una pequeña forma de creación.
Y lloré, con la vela entre los dedos, l bajo la luz de la Luna cada vez más alta. Escuché la llegada del año nuevo, en ese bullicio de ciudad palpitante y finalmente, luego de muchos meses de agobio, sentí paz. Quebradiza, sin nombre, aún huidiza pero llena de esperanzas. Una promesa. La de encontrar una manera de mirarme otra vez, y poder soñar. De contemplar, en el ciclo que comenzaba, una nueva oportunidad.
Me llevaría algunos meses más atreverme a celebrar la Luna en solitario, como la bruja recién nacida que era. Pero aún así, ese primera Luna del año, me recordó el poder de la lágrima, el valor del asombro y más aún, la necesidad de mirarme con asombro a pesar del dolor.
C'est la vie.
La Dama Radiante: Esperanza y fuerza.
La primera Luna de enero tiene un enorme simbolismo para numerosas tradiciones mágicas: se le relaciona con La dualidad de Jano, Dios de las dos caras, la fuerza del renacimiento de Felicitas, el equilibrio y energía armónica de Pax y la belleza y la sensualidad de Venus. Para la tradición Italiana de la magia, la primera Luna del primer mes del año es propicia para la videncia, la meditación, la reflexión y sobre todo, ese necesario análisis que todos llevamos a cabo, en menos o mayor medida, del ciclo que acaba de terminar. Para beneficiar la concentración y la fuerza espiritual que requiere analizar nuestra historia personal, suelen llevarse a cabo rituales como el siguiente:
Para su realización necesitaremos:
Dos velas blancas.
Una flor de pétalos blancos.
Un vaso con agua ( nunca fría )
7 hojas de Laurel
Disposición:
Coloca las velas a tu derecha e izquierda. Frente a ti, el vaso con agua fría y la flor. Distribuye las hojas de Laurel alrededor del conjunto, formando un círculo. Ahora, cierra los ojos e imagina que un circulo de luz blanca te rodea. Siente que el ambiente en la habitación donde te encuentras se caldea levemente, a medida que el resplandor del círculo de luz se hace más poderoso y definido. Después, abre los ojos y bendice los elementos que utilizarás de la siguiente manera:
"En nombre de la Diosa blanca, secreto del bosque del pensamiento
consagro, purifico y lleno de fuerza estos instrumentos mágicos
que me permitan encontrar la senda del conocimiento
en mi espíritu.
Así sea"
Ahora enciende la vela a tu derecha diciendo:
"Que el canto de plata y luz de la Diosa sea mio"
ahora, la vela a tu izquierda:
"Que el secreto proverbial del conocimiento
se revele a mi espíritu y al nombre secreto de razón
Así sea"
A continuación, toma la flor y deshojala. Cuando lo hayas hecho, toma los pétalos y forma a tu alrededor un círculo - siguiendo el sentido de las agujas del reloj - mientras invocas de la siguiente manera:
"Que sea en la fuerza blanca del misterio de la Dama
el conocimiento, el fervor y la ternura
el poder de la convicción
El renacimiento de todas las ideas y mi convicción
Soy la voz del tiempo nuevo
En mi nace la voz eterna
del conocimiento y el poder de mi espíritu creador
Así es"
Cuando hayas completado el círculo, toma la copa de agua y levantala, invocando de la siguiente manera:
"Que sea el Universo en mí
El eterno llamado ancestral
Soy hombre y soy mujer
la Luz de la Luna y el Sol en mí
Así sea"
Ahora bebe un trago de agua y siente como el líquido resbala por tu garganta y disfruta de la sensación como el agua refresca tu paladar. Relájate, cierra los ojos e imagina que te encuentras en un valle amplio y rodeado de enormes árboles de robustas ramas. Bajo tus pies, la hierba crece fresca y alta, la noche se extiende como un manto púrpura. La luna brilla en lo alto, enorme y reluciente. Levanta los brazos hacia el resplandor plateado que ilumina la noche y comienza a danzar, sin orden ni concierto, disfrutando de la forma como tu cuerpo se inclina y se mueve libremente. El sonido del viento te envuelve y más allá, escuchas el alegre barboteo de un río cercano. La luz de la luna rodea, es un brillo poderoso y cegador que llena el mundo, que carece de confín y que cada vez se hace más poderoso, a medida que tu baile se hace más rápido, más enérgico, más sentido. Siente como la fuerza de la naturaleza impregna tus movimientos, los hace poderosos y exquisitos, palpita en cada pensamiento y emoción que la luz de la luna te hace sentir. El parpadeo de la divinidad en ti.
Para culminar el ritual, permite que las velas se consuman y luego, come y bebe algo para librarte de la energía sobrante.
Sentada en la oscuridad, miro el cielo resplandeciente: el púrpura veteado en plata se extiende hacia el infinito. Y sonrío, la joven mujer que soy y la Bruja que danza en mi mente, los rostros de mi espiritu elevándose en espiral hacia la Luna brillante que se extiende más allá.
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