sábado, 18 de enero de 2014
La Madre Tierra: De la bellota al árbol, de la Rama al infinito.
A mi abuela le gustaba muchísimo trabajar en el jardín. Lo hacia durante horas, disfrutando de esa soledad y esa silencio apacible de las tardes perdidas. Y eso que, con su tierra arenosa y sus árboles enormes y retorcidos, su jardín antipático no era, bajo ninguna forma, el lugar más amigable para plantar cualquier retoño o esqueje. Pero aún así, mi abuela se esforzaba. Y los resultados eran asombrosos.
Tal vez se debía al amor con que llenaba a cada nuevo integrante del jardín. Dedicaba una buena dosis de esfuerzo y sonrisas, a cada parcela, a todo lo que nacía en entre las sombras de las ramas retorcidas. Desde los algarrobos un poco malcriados, hasta las buganvilias enormes y radiantes, cada pequeña muestra de la naturaleza fértil en la que mi abuela confiaba, le merecía un especial cuidado. Para ella, tenía un especial valor esa nueva vida que nacía con esfuerzo, abriéndose al sol, lozana y tímida. Hojita por hojita, fruto a fruto, flor a flor, el jardín entero rebosaba de vida, de una frutal belleza. Era un placer sentarse a contemplar el pequeño prodigio de las largas enredaderas trepándose a las murallas de piedra, o los pétalos exquisitos de las rosas recién nacidas. Una huella de esa naturaleza poderosa, que parecía nacer en los lugares menos esperados y en la que mi abuela confiaba ciegamente.
Me gustaba acompañarla mientras plantaba y cuidaba del jardín, aunque carecía de paciencia para ayudarla en su meticuloso trabajo. No obstante, me asombraba todo el proceso que llevaba cuidar cada planta y árbol: primero los podaba, con una diminuta tijera de plata. Escogía con cuidado las hojas secas, las raíces deshidratadas, los tallos rotos, los dedos acariciando la planta con cariño casi maternal. Después, barría la tierra, la mezclaba con fertilizantes que preparaba cada luna llena. Por último, limpiaba con un paño húmedo las enormes ramas retorcidas de los árboles, sonriendo y murmurando en voz bajas pequeñas invocaciones. Todo lo hacia con un profundo amor, una conversación silenciosa entre su espíritu y el del Universo vegetal que lo rodeaba.
En una ocasión le pregunté por qué lo hacia. Nadie puede culparme por hacerlo. Tenía ocho inquietos años y todo aquella ceremonia me parecía extraña, insoportable para mis rodillas impacientes cubiertas de rasguños, para mi curiosidad de mejillas salpicadas de pecas. Sonrío, envolviendo una rama rota con una pequeña tira de papel encerado.
- Cada planta y cada árbol, es una manifiestación de vida femenina - me explicó. Se inclinó, pasó el paño humedo desde la raíz hasta la parte superior del precioso arbusto de Hortensias. Poco a poco, la planta pareció brillar, agitarse de puro placer bajo la palma de sus manos - es una manera de comprender la Tierra pero también, tu propia historia.
- Solo es una planta - dije, descreída, con esa sabiduría de las tardes de cielos azules y el sabor a mango de las tardes caraqueñas. Abuela soltó una carcajada, tan limpia, tan bonita, que me encontré riendo también.
- Por cada planta, por pequeña que sea, tiene en si misma la capacidad que crear - explicó - recuerda que hace mucho mucho tiempo, la tierra fértil era una mujer o así lo imaginaba el hombre primitivo. Una madre hermosa que nutría a la humanidad, en alimento y fecundidad.
¡Que idea tan sorprendente!, pensé maravillada. Era como de otro mundo, pensar en la Tierra, tan humilde y familiar, como parte de algo tan grande y significativo. Por supuesto, era muy pequeña para pensar en esos términos, pero sí, tuve una sensación muy clara de pura alegría cuando miré a mi alrededor para contemplar las plantas y árboles, hermosos bajo la luz diáfana de una tarde cualquiera. El verde fresco y brillante, parecía elevarse en espiral para confundirse con el cielo añil. Un espectáculo de colores, un pequeño prodigio tan cercano que me encontré preguntándome como no lo había notado antes.
- Hubo una Diosa llamada Kubaba que fue llamada "Madre de la Vida" por sus creyentes por simbolizar las bondades de la tierra buena, de la tierra que alimenta y protege - me explicó, cortando con cuidado un par de flores marchitas de las bungavillas - porque desde siempre, la Tierra fue el simbolo de todo lo extraordinario que el hombre no podía comprender bien. Desde los frutos que comía, los animales que la recorrían hasta los enormes árboles donde podían dormir, protegidos de las fieras. Así que en la mente primitiva de la humanidad, la Tierra era la Madre, la protectora y la que amaba, la que sostenía en sus brazos, la que vigilaba tu sueño.
Caminamos juntas por el jardin. Mi abuela llevaba una cesta colgada al hombro e iba recogiendo los frutos de las plantas que con tanto esmero cuidaba: las Margaritas que adornarían nuestra mesa, la albahaca que perfumaban las sábanas, los tomates que se servian en la comida. No supe explicarlo muy bien, niña e impaciente como era, pero tuve una sensación de descubrimiento, de encontrar sentido a algo más grande que yo misma. Pensé en las noches en que jugaba en el jardin, bajo la luz de la Luna, y el viento soplaba lleno de olores dulces. ¡Que bonita sensación! Era como un gran abrazo, un caricia invisible de una figura amable que nunca podía ver muy bien pero cuyo cariño sentía muy claro.
Sonreí. Comprendí muy bien el concepto de la Madre, de la Tierra que ama.
- Y no solamente la Tierra fue Madre para las culturas más primitivas - siguió explicando mi abuela. Nos sentamos bajo el enorme árbol de mango, el más viejo del Jardin. El mundo azul y radiante flotaba alrededor de nosotros, en los olores de las plantas, en el profundo de la tierra humeda - En las culturas del Pacífico, la Tierra Madre era invocada por muchos nombres e imagenes, pero todos coincidian en celebrar su fertilidad como un regalo, una forma de amor. Para los nativos de esas tribus, el mito de la creación y del nacimiento del mundo incluye a Papatuanuku, compañera de Ranginui, el Padre Cielo.
Aquellos nombres me sonaron tan exóticos que no supe como podría pronunciarlos también. Pero me gustaron mucho. Imaginé los bellos habitantes de esas tierras remotas, indígenas de piel canela y mirada feroz, danzando y bailando para celebrar los frutos que la Madre Tierra, la silenciosa, la amada, les obsequiaban. Y la imagen fue muy clara, brillante. Los hombres llevarian el pecho desnudo y las mujeres el cabello trenzado y bailarian y bailarían...
- En nuestro continente aún celebramos a la Pachamama (de pacha, ‘tiempo’ o ‘época’, y mama, ‘madre’, en quechua). Los aztecas llamaban a la diosa tierra Coatlicue (‘la de la falda de serpientes’ en náhuatl), mientras las antiguas culturas mexicanas se referían a ella como Tonantzin Tlalli, que significa ‘Reverenda Madre Tierra’. En las religiones indias, la Madre de toda la creación es llamada Gayatri, forma sorprendentemente parecida a Gea. Al final, todos los pueblos de la Tierra, celebran la belleza, la alegría, la calidez, el amor de la Madre que cuida, la perpetua, la esplendida. La Diosa sin nombre.
El viento sopló con fuerza y las palabras de mi abuela parecieron enredarse en cada ráfaga, flotar en ella. Suspiré, llenando mis pulmones de aquel olor exquisito y más aún, de la sensación de bienestar que se nos rodeaba, que me abraza con enorme cariño desde su silencio, desde la Tierra maravillosa donde habitan los sueños. Y ese día el jardin pareció palpitar de dulzura, como si la tierra humeda bajo mis pies descalzos, y las hojas frondosas entre mis dedos, fuera una manifestación de amor, de un sentimiento tan espléndido como enorme.
Una intima canción de belleza.
Los ojos se me llenan de lágrimas con el recuerdo. Ya no visito el jardín antipático de la abuela y el mio, es un pequeño trozo de tierra repleto de plantas, un bonito desorden que cuido con esmero y amor. Y cuando lo hago - en esas tardes apacibles y silenciosas del adulto en que me convertí - recuerdo a la niña que fui, bajo cielos absolutos infinitos y cada momento en que aprendí, que la Tierra que te sostiene no es solo tu historia, sino también un sueño a medio recordar. Un recuerdo tan viejo que trasciende la memoria, que se eleva y nos envuelve en un profundo e intimo gesto cuyo significado apenas recordamos.
La Madre más antigua de todas.
Una espléndida manifestación de amor.
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