martes, 14 de enero de 2014

La Venezuela Violenta: La estafa histórica que todos padecemos a diario.





El gentilicio duele. Mucho más aún, cuando llegas a la encrucijada donde el país donde naces parece contradecir cada principio con el que vives.  Es una idea que me atormenta con frecuencia, sobre todo desde que la situación critica que atravesamos parece superar la mera idea abstracta para inmiscuirse en la vida privada, incluso en aspectos tan domésticos que hace imposible pueda ignorarlo, justificarlo, incluso justificarlo. Porque la Venezuela que se desploma a pedazos, que padecemos, cualquiera sea nuestra bandera política, nuestra percepción sobre la realidad cultura, incluso nuestra historia personal, abarca una interpretación de gentilicio casi dolorosa. Venezuela se cubre el rostro con un ideal incompleto, que no logra maquillar la realidad que golpea el futuro, compromete el presente y te arrebata esa noción de pertenencia que de alguna manera forma la identidad nacional. Pero ¿Como puedes mirarte cuando tu país carece de rostro?

Lo pienso con frecuencia. Lo recordé cuando hace unos días sufrí uno de mis habituales achaques asmáticos. Por descuido - no puedo excusarme, la verdad - no tenía un inhalador a mano, de manera que el ataque se agravó a medida que transcurrieron las horas. Finalmente, me pregunté si debía acudir a la sala de emergencia de alguna institución médica. Pero de inmediato, la pequeña violencia Venezolana, la que no es apreciable a simple vista, me dio un bofetón de realidad:  Eran casi las once de la noche del domingo y la sola idea de conducir por la ciudad desolada, a pesar de lo mal que pudiera encontrarme, no era una opción. Así que decidí soportar el malestar cada vez más agudo, hasta la mañana siguiente. Tendida en mi cama, intentando respirar, atemorizada por la sensación de vulnerabilidad que cualquiera padece cuando se encuentra enfermo, me pregunté más de una vez hasta que punto somos rehenes de una realidad cada vez más árida.

Finalmente, acudí a la emergencias de una clínica privada a unas cuantas cuadras de donde vivo. De nuevo, me enfrenté a la Venezuela del día al día, a la que no sostiene la estadística.  Las calles repletas de basura, el concreto abierto en enormes grietas, el corneteo incesante, la grosería urbana que parece sobrepasar la tolerancia, cualquier intento de asumir la realidad de la Caracas agresiva como inevitable. Intentando no perder los nervios, entré en la enorme y atestada sala de emergencias. La enfermera de turno me dedicó un gesto cansado cuando le expliqué mi caso.

- No podemos atenderla.
- ¿Cómo que no? - pregunté sobresaltada. Suspiró.
- No tenemos insumos.

Intercambiamos una mirada que era puro desaliento. Miré a mi alrededor: una multitud de pacientes atestaban la sala. De pie, apoyados contra la pared e incluso algunos sentados en el suelo, tenían el inequívoco aspecto de puro agotamiento de cualquier enfermo, que supongo yo compartía. Me pregunté hacia cuantas horas esperaban por la atención médica que evidentemente necesitaban recibir de inmediato.Volví a insistir.

- Solo se trata de nebulizarme - dije, refiriéndome al sencillo procedimiento que consiste en inhalar un desinflamatorio local para aliviar mis lastimados bronquios. No podía creer que un procedimiento tan sencillo, que implicaba el uso de un equipo mínimo, pudiera resultar tan complicado e inaccesible. Pero al parecer, así lo era. La enfermera me explicó, con voz desanimada, que desde hacia más o menos dos meses, no habían podido abastecerse de los productos y medicinas básicas para solventar el inventario en cuota mínima.

- De verdad, quisiera ayudarla - explicó - pero solo atentemos verdaderas emergencias.

A mi malestar físico, tuve que añadir la sensación de confusión que suele provocarme la crisis de servicios en Venezuela. Inquieta, preguntándome realmente cuales son los alcances de una situación cada vez más grave que el gobierno intenta disimular lo mejor que puede, acudí a un segundo centro Médico, donde finalmente fui atendida.

Le conté al médico que me atendió lo que me había ocurrido antes. Me escuchó, con una expresión preocupada. La enfermera a su lado, movió la cabeza con desaliento.

- Estamos aún peor de lo que supone - explicó en voz baja - no solo hablamos de la carencia, sin posibilidades de reposición inmediata de insumos y medicinas, sino también de personal. La mayoría de los médicos recién graduados emigran apenas pueden. En una década o un poco más, la situación médica del país será grave: sin personal médico calificado que pueda preparado para emergencias más graves que una primera revisión general.

Nadie hizo ningún comentario, aunque estoy convencida que todos pensabamos en la iniciativa del Difunto Hugo Chavez de la "medicina integral". El sistema, que insistía en educar y adiestrar personal médico en un tiempo mínimo para distribuirlo a lo largo y ancho, era otra tantas de las promesas incumplidas de un gobierno que parecía ignorar la realidad sanitaria del país. Y es que la insistencia del Regimen Chavista en asumir la linea política como prioridad dentro de su planteamiento gubernamental parece erosinar lentamente las bases de una estructura de administración ineficaz.

Pensé en esa idea mientras hacia una larga fila para comprar las medicinas que necesité después de recibir el tratamiento bronquial. Miré a mi alrededor, los anaqueles vacios, los escasos productos en oferta. Y de nuevo, me pregunté, cual era la visión del gobierno sobre la situación que padecía el ciudadano común, cual era su propuesta para solventar la grave carencia de servicios que afecta todo rubro posible. La idea política de nuevo, pareció insistir, hacerse enorme ante el análisis de una visión concreta de país: más allá de la ideología el Gobierno de Nicolas Maduro no propone nada más.

- Lo estás mirando de la manera incorrecta - comentó mi tio L., cuando más tarde almorzamos juntos. A punto de emigrar del país a Europa, atraviesa esa etapa de desencanto y de profundo desarraigo que padece todo aquel que debe abandonar su país casi a la fuerza - al gobierno no le interesa el bien común, sino sustentar la base popular que lo mantiene en el poder. Y mientras esa base reciba lo mínimo para subsistir, no encontrará necesario brindar mucho más al resto de la población que depende de él.

La idea me provocó escalofríos. Recordé las declaraciones que realizó el sempiterno ministro de Planificación, Jorge Giordiani, que no consideraba prioritario el beneficio de la Venezuela más allá del piso político para la subsistencia para la Revolución. Más allá, la misma renuencia del difunto Hugo Chavez y Nicolas Maduro de reconocer las necesidades de una clase media que no parece encajar con su modelo de revolución, con esa exclusión política e intelectual, del ciudadano que no coincide con el ideal político. Mi tio suspiró, tomando un sorbo de Café.

- Venezuela es violencia y en todas las formas que la violencia es concebible - murmuró - y asumir esa idea, es la que finalmente te hace tomar decisiones por encima de cualquier otra.

No supe que responder. Probablemente, no había nada que añadir a eso.

Más tarde, miré la ciudad arrasada por el descuido y el caos urbano.

Venezuela: El país que medita sobre el dolor de una herida abierta e incurable.

Para nadie es un secreto, que la Venezuela actual es violenta. Por supuesto, que la noción que tenemos sobre ese concepto, se reduce casi siempre a lo minimo: el arma que se empuña, el verbo pugnaz, el amargo enfrentamiento político que padecemos a todo nivel. Y no obstante, la Violencia en Venezuela tiene infinitas ramificaciones, parece extenderse a ideas que no relacionamos directamente con este clima de tensión insoportable, de cultura basada en el enfrentamiento y la agresión. Porque en Venezuela, la violencia tiene cien caras, cientos de interpretaciones. Al final, todas ellas parecen englobar una única idea: una sociedad rota, dividida a pedazos quizás irreparables. Una idea de nación donde la exclusión parece ser la única moneda de cambio y más allá, una forma de expresión válida.

Cuando caminas por Caracas, a cualquier hora y en cualquier lugar, te tropiezas con la violencia. Lo haces cuando miras las paredes manchadas de política, como si cualquier otro aspecto de la realidad careciera de valor frente a la arenga. Lo haces cuando la multitud de transeúntes golpeados y enfurecidos, te tropieza, te agrede, te desconoce. Lo haces cuando la calle te abruma, los servicios públicos ineficientes, la economía que limita y minimiza. Porque la violencia se convirtió en ingrediente cotidiano, en parte de la realidad cotidiana. La violencia del que teme, de que se enfrenta, del que lucha y menosprecia. Somos el país del ciudadano invisible, del habitante anónimo que asume una identidad absurda basada en la ideologia que se impone, en esa visión del país que desborda el nombre del país que intenta abarcar.

Y es que cuando se analiza la actuación del gobierno, no queda menos que sorprenderse por su necesidad del efecto popular y barato, de la manifestación mediática, de la manera como elabora ideas basadas no en el servicio a la nación, sino al sustento poder. Ejemplos sobran y cada día son más numerosos, pero recientemente el liderazgo gubernamental parece insistir en una idea clara: La Revolución Bolivariana debe sobrevivir incluso a la circunstancia de país que la disminuye, la erosiona y la golpea día a día. No obstante, la pregunta inmediata que se hace el observador preocupado es ¿A costa de qué intenta sobrevivir el gobierno? ¿bajo auspicio de qué elementos intenta sostenerse?

Porque probablemente la Revolución roja esté intentando sobrevivir a la muerte del Lider Carismático con las únicas armas que puede: los escombros de un discurso hipnótico y grandilocuente que el débil sucesor en el poder no puede imitar. De allí, la necesidad del gobierno de continuar insistiendo en construir una matriz de opinión cada vez más radical, basar sus experiencias en ideas ideológicas retrógradas. Desde el control económico, que durante este año que recién empieza se anuncia totalitario y definitivamente autocrático, hasta esa visión del pueblo como masa utilitaria, como pieza en el manejo de la circunstancia pública a través de la violencia. De una u otra forma, el gobierno de Nicolas Maduro intenta sostenerse sobre los últimos trozos de un proceso de ruptura traumático que no acabó de completarse, que se reconstruye a diario con esfuerzo y cada día pierde mayor impacto. No obstante, las consecuencias quedan, se sufren. Lo sufre el Venezolano abrumado por la escasez y la inseguridad, el músculo productor deprimido que recibe golpe tras golpe como principal chivo expiatorio de la torpeza gubernamental. Lo padece en carne viva la victima del hampa, el enfermo sin recursos, las calles rotas, la calidad de vida cada vez más limitada a la visión comunitaria y elemental de un gobierno basado en una ideología restrictiva. Venezuela, sometida al uso y abuso de la visión del poder, insiste en someter al ciudadano a una visión de si mismo restrigida y sectaria. El ciudadano que baja la cabeza, que no recuerda su derecho al reclamo, a la exigencia del derecho y al cumplimiento del deber.

Venezuela se ha convertido en uno de los países más violentos del mundo. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, la tasa de asesinatos se elevó en el 2013 a 79 por cada 100.000 habitantes, lo que revela una realidad aterradora:  ”Las muertes violentas continúan aumentando, (…) cerraremos el año con un estimado conservador de 24.763 muertes violentas en el país y una tasa igualmente conservadora de 79 fallecidos por cada 100.000 habitantes”, dice un informe del OVV .

Pero esa realidad, evidente, palpable, que somete al ciudadano a un toque de queda psicológico cada vez más duro y elocuente, que sume al país en una debacle moral de proporciones inquietantes, no importa al Gobierno, mucho menos a sus militantes, que dedican una buena cantidad de tiempo y esfuerzos a insistir que este país, lleno de deudos y de dolientes, con el rostro herido por la indolencia, es la “La Patria Soñada”. Porque para el oficialista promedio, el problema no radica en la responsabilidad del Estado de procurar los medios para protegernos a usted y a mi del embate del hampa, sino en encontrar la manera de justificar la ineficiencia, la mano blanda, el discurso agresivo que propicia esta tragedia nacional que vivimos. Para el gobierno, la prioridad no es su seguridad o la mia, sino la permanencia del discurso del poderoso, de la ley como arma, de la visión simple de la Venezuela que teme y se somete a la censura.

Y no dejo de preguntarme, desengañada y desconfiada, hasta que punto el Venezolano que sobrevive, que como yo se enfrenta cada día a una situación insostenible, está conciente que el problema desborda la simple idea política, que parece vincularse con un núcleo esencial de la comprensión del país donde vivimos. Caminando por las calles desbordadas de gritos y violencia silente, aturdida ante la cacofonía de una historia que se repite a diario, no dejo de cuestionarme hasta que punto hemos olvidado que la responsabilidad histórica - la que asumimos, a la que somos indiferentes - también es una manera de interpretar la nación, como idea de futuro y más allá, como simple herencia social.

La Venezuela que se erige como ideal caído.

La simple y resquebrajada realidad.

C'est la vie.


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