lunes, 31 de marzo de 2014

El país donde no pasa nada: De la indiferencia a la apariencia del mundo común.






Venezuela siempre será dicharachera y burlona. 

Escucho la frase con cierto sobresalto. Voy sentada en un autobús repleto de pasajeros, cabizbaja y desconcertada. En el vehículo, hay una cierta normalidad a trozos, mal encajados, un poco desiguales. Los pasajeros ríen y conversan en voz alta,  la música a todo volumen me abruma, el vaivén del vehículo me deja un poco mareada. Hay algo de claustrofóbico en esta intimidad forzada, limitada y extraña, de esta multitud con la que avanzo en medio del tráfico. Y entonces, la frase parece flotar sobre todo, pendular sobre esa sensación de desarraigo violento que me sofoca, quizás otorgandole un sentido. Me vuelvo para mirar quien la pronunció. Un anciano canoso, con el rostro cansado, sonríe con picardía.

- ¿No es así señorita? - me dice, como si ambos hubiésemos estado conversado antes - Este país es un bochinche, un desastre sobre el desastre. Puede pasar lo que sea, pero siempre habrá desorden. Es lo único seguro.

No respondo. Miro de nuevo al frente, con los labios apretados por una frustración dolorosa. Porque en Venezuela, ese buen humor a regañadientes, esa normalidad forzada, es parte del paisaje cultural incluso antes que pueda recordarlo. Y es que el venezolano ríe para no llorar, ríe para disimular la amargura, ríe para transformar el miedo en algo más dúctil, mucho menos angustioso, quizás. Pero es una risa hueca, abierta a interpretación. La risa que se doblega a esa necesidad de evasión, de la nada por la nada, en medio de la anarquía que desborda la realidad, que carece de sentido e identidad.

Pero es "normal" esa frivolidad, ¿No es así?. Lo pienso mientras camino por las calles llenas de transeúntes. La algarabía de lo cotidiano, el tráfico tan denso como cualquier otro día de la semana. Ese egoísmo quebradizo del ciudadano común, cada quien a sus asuntos. Las tiendas abiertas, el vocerío de la calle el mismo que siempre. A pesar de las noticias incesantes sobre ataques a ciudadanos, sobre la lista de asesinatos que aumenta a diario, a pesar de la represión, del ataque constante a la legalidad y al sistema democrático, la normalidad continúa fluyendo, se estanca en una especie de imagen cien veces repetida. Miro a mi alrededor, incrédula y desconcertada, y me pregunto que nos sostiene, que nos deja sin voz y sin sentido, en medio de esta lucha entre lo aparente y lo real, entre el país que se debate y se enfrenta así mismo, y ese otro, que subsiste gracias a la indiferencia, a esa necesidad de mirar a otra parte. Una nación que se enfrenta a la esencia misma de la cultura del desastre, de la ignorancia. La victima de la herencia histórica.

Cuando me quejo en voz alta sobre todo eso, mi amigo Juan (no es su nombre real) me mira casi con simpatía. Juan es uno de los indiferentes, o así le llaman con frecuencia, aunque desde luego no lo es. O eso afirma de vez en cuando, como si se disculpara por cierta actitud displicente. Juan se preocupa por lo que está ocurriendo, pero a la manera tibia de quien no se siente especialmente involucrado en lo que ocurre. Lamenta los asesinatos, por supuesto y me cuenta que acudió a una que otra marcha. Pero "la política no es lo suyo" me cuenta, mientras ambos almorzamos en un pequeño restaurante de la ciudad.

- No tengo nada que opinar, Venezuela es así - me dice. Recuerdo esa otra frase, la que escuché hace tan poco. Venezuela siempre será dicharachera y burlona. Siento un escalofrío casi doloroso.
- ¿Así como?
- Un caos por donde se le mire. No sé de qué te sorprende lo que ocurre: toda la historia de Venezuela ha sido un enfrentamiento, ricos contra pobres, realistas contra patriotas, adecos contra copeyanos. Nada de lo que ocurre es nuevo.

No respondo. En el local donde nos encontramos, la normalidad es un barniz casi creíble: un grupo de hombres y mujeres ríen en voz alta en una esquina, y una pareja comparten confidencias en una esquina. Los mesoneros caminan de un lado a otro, llevando y trayendo bandejas llenas. Y eso me hiere, me enfurece. ¿Donde están los nombres de los fallecidos? ¿Quien conoce que ocurre más allá de esta Caracas hipócrita? Juan sacude la cabeza, mostrándose casi comprensivo.

- Los conflictos en Venezuela siempre son lentos, y nunca evidentes. Nadie quiere verse involucrado - me dice. Lo dice casi ufano, como si esa indiferencia del gentilicio fuera algo deseable. Incluso comprensible - así vivimos. Así sobrevivimos a Chavez y le sobreviviremos a esto.

Pero ¿Que es "esto"? Me pregunto, con una sensación de pura cólera, que no sé a que atribuir realmente. ¿Decepción? ¿Preocupación? ¿Miedo?  durante seis semanas, el país entero se ha visto sacudido por una ola de protestas que parecen tener como único punto en común la espontaneidad, ese malestar genérico que devino en manifestación pública, en declaración de principios. Desde la pancarta, levantada por amas de casas anónimas, hasta enormes barricadas incandescentes construidas por ciudadanos con el rostro cubierto con capuchas, las calles de varias ciudades de Venezuela se sacuden en un clima angustioso de confusión. Más allá, el Gobierno, utilizando las armas de Estado agrede, aplasta, intenta convertir en criminal la protesta. Las agresiones son parte del lenguaje político. Los asesinatos bajo el auspicio del terrorismo de Estado, aumentan. Y sin embargo, el país insiste en esta normalidad a mansalva, a medio construir. La forzada, la sostenida por hilos cada vez más endebles, pero que para muchos ciudadanos es suficientes.

- Es absurdo hablar de normalidad cuando la mitad del país está siendo atacado y reprimido por la fuerza pública - le digo. Lo hago en voz alta, clara, para que todos a mi alrededor me escuchen. Alguien de los grupos del fondo me dedica una mirada rápida, incómoda. Un comensal solitario levanta el rostro de su taza de café y me dedica una mirada vaga, distraída. Existo y no existo. ¿Así sucede también con la realidad del país? - Lo que está ocurriendo no es normal, tampoco parte de un proceso histórico. Es violencia, ¿Entiendes? Es Violencia.

Juan no me responde. Inclina la cabeza, avergonzado. Pero no por lo que le digo, sino por las miradas curiosas a nuestro alrededor, por el desagradable silencio que nos dedica el local. Finalmente, extiende la mano y toma la mía. Con cariño, casi en un gesto de consuelo.

- Creo que estás muy alterada - me comenta - es comprensible.

La ira me hiere. Quisiera gritar, rebelarme contra esta complicidad del silencio ¿Que coño está ocurriendo en este país? quiero gritar ¿Que tiene que suceder para entender que las muertes y la violencia no es normal ni podrá serlo nunca? ¿Que fingir que puede serlo es parte de esa idea del país a pedazos, que se deshace en esa visión turbia y confusa de la realidad? Pero no lo hago. En lugar de eso, me levantó y sin decir una palabra más, ni siquiera  a Juan, salgo del restaurante. Todos me miran. Alguien suelta una risita. Una mujer cuchichea algo por lo bajo "Este país es un desastre".


Un desastre, sí. Camino por un centro comercial cercano con una sensación de tristeza amarga. El paisaje del fracaso, parafrasean a Marcel Ventura. Hay un ambiente de silencio forzado, de simple agonía en proceso en los pasillos vacíos, las vidrieras arrasadas, la prosperidad rota en anaqueles silenciosos. Me detengo en una tienda donde una vendedora me mira casi con curiosidad, como si se preguntara en privado sino comprendo el mensaje de esa soledad quebrantada, disfrazada de espacio neutro en medio del desastre.

- Tenemos así desde enero - me explica cuando le pregunto sobre la situación general de la tienda. Al principio, sonríe incómoda. No quiere hablar, pero al final lo hace, casi a regañadientes. Quizás admitirlo en voz alta sea un nuevo dolor - Al principio, pensamos que recuperaríamos inventario antes de febrero, pero llegó esto...y estamos así.

"Esto", otra vez, para describir el tumulto, el miedo, el terror lento y sofocante que se esconde en las vitrinas decoradas para vender nada, de maniquíes que llevan ropa pasada de moda, de las etiquetas polvorientas que se desprende de la ropa. De nuevo, esa sensación brumosa para describir lo que vivimos, ese espacio entre la violencia callejera y el día a día que avanza a trompicones y tropezones, con dificultad. Ese paisaje terrorífico donde la muerte se normaliza, se banaliza, forma parte de los salientes y pequeños resquicios de la cotidianidad.

- ¿Crees que todo se calmará? ¿Qué ocurrirá algo más? - pregunto. La muchacha suspira. Mira sobre el hombro la tienda vacía, el pasillo donde impecable. Parece normal pero no lo es. Pudiera ser normal, una instantánea de la Venezuela común, hasta que las vidrieras desnudas te sacuden, te cuenta la historia escondida.
- No, creo que continuará. Pero no sé a donde parará todo. Aquí todo siempre es un desastre.

La Venezuela del bochinche, la que nunca pasa nada. Recuerdo el revuelo que causó la frase Ingrata de José Vicente Rangel, allá por el año 2002, para describir un país paralizado y sacudido por el descontento "Todo está excesivamente normal". Que amargo comprobar que con el devenir de los años, el caos y la indiferencia, la frase llegó a tener sentido, a formar parte del imaginario de un país desconcertado. La normalidad excesiva, fingida, falsa, en la multitud que recorre de un lado a otro las calles, que se forma en largas colas pacientes para comprar comida, que escucha la noticia de muertes y agresiones con la simplicidad y pasividad del testigo que no se involucra. Porque la violencia le ocurre a otro, porque el terror callejero no existe más allá de las imágenes esporádicas, de los rumores que en ocasiones carecen de sentido. ¿Quienes somos?


Mi vecina, que se autodenomina "NiNi" se queja en voz alta del altísimo costo de los productos de primera necesidad. Lo hace, a quien quiera escucharla, mientras que con un grupo de vecinos, aguarda el ascensor. Todos la miramos en silencio. Todos hemos escuchado su insistencia en no "hablar sobre política" para referirse a lo que ocurre en el país más allá del limite de lo privado, ese ámbito real que parece extenderse en un terreno sensible que se niega a abordar, que para ella jamás existió, que disminuyó a conveniencia. Insiste, en "la tensión en la calle", en el terror que le producen "los ataques de gente desconocida", de "eso que ocurre" en la calle. Como no obtiene respuesta, se encoleriza, murmura por lo bajo, sacude la cabeza frustrada. Al final, nos dedica una mirada herida, irritada.

- La intolerancia nos matará.

Lo dice así, sin más, como si el silencio férreo de pura reprobación que le rodea significara algo más agresivo que una critica cansada, que un símbolo de esta confusión que todos padecemos, que a todos ataca. Suspiro. La frase parece flotar en este silencio empecinado, en medio de esta pequeña multitud decepcionada y agotada. Más tarde, me preguntaré si la intolerancia comienza en ese exacto momento donde la realidad nos desborda, donde nos obliga a tomar posiciones, donde la vida común parece chocar contra la imposibilidad, contra el caos que espera más allá de la puerta abierta. Y no sé cual pueda ser la respuesta. No sé hasta que punto, Venezuela se comprende así misma, si es que lo hace. Y me duele no comprenderlo, me abruma esta soledad de las ideas.

El país roto a pedazos. El de la victima anónima.

C'est la vie.

domingo, 30 de marzo de 2014

Una noche de estrellas: Historias de brujas.






La primera vez que regresé a la casa de mi abuela siendo una mujer adulta, me asustó la oscuridad. No la oscuridad normal, llena de grietas y grises que recordaba de niña, sino esa otra, la de las cosas que se olvidan, de los pequeños recuerdos perdidos, extraviados en el mundo de lo que ya no existe. Me quedé en la puerta, con las manos heladas de puro miedo, mirando la puerta cerrada, el jardín cerrado, el techo cubierto de basura. ¿Tanto tiempo había pasado ya? ¿Cuanto tiempo hacia de su muerte? ¿Que yo no había vuelto? Mi tia E. levantó la cabeza desde la oscuridad del pasillo, con gesto pesaroso.

- ¿No me acompañas?

Quise decir que no. Quise retroceder a la luz, de las cosas cotidianas y regresar al mundo de lo rutinario. No mirar las paredes agrietadas, los muebles cubiertos por sábanas, las puertas cerradas. Intentar escuchar las voces que recordaba a medias. Apreté los labios, contuve como pude las lágrimas. ¿Tienes miedo? ¿Qué te espera más allá?

Empujé la reja con cuidado. El crujido del metal contra el metal oxidado me sobresaltó. El sonido flotó a mi alrededor, se enredó en el aire denso de la tarde calurosa, parpadeó. Lo recordé tan claro, aunque menos intenso. ¿No era el mismo sonido de la primera vez que vine aquí? Pero entonces, la reja era inmensa...o yo muy pequeña. El mundo de hecho, parecía extraordinariamente grande y misterioso. La reja estaba recien pintada, eso sí, de un chocante color dorado que mi mamá odiaba. Y el sonido era el mismo. Un ligero gemido que como me explicó mi abuelo "nada podia quitar". Me pregunté por qué alguien querría hacerlo. es tintineo chirriante tenía algo de magnifico, inquietante. Como las cosas que se comienzan a descubrir.

Ah, es tan fácil dejarse llevar por la nostalgia. Caminé por el pasillo tropezando con la basura, arremolinada en los rincones, hilos de polvo flotando entre las paredes. Una preciosa tela de araña colgaba ingrávida, mecida por el viento. Y la tristeza, esa estaba en todas partes. Como un olor, como un lento aleteo. Mi tia se encogió de hombros, limpiándose las manos sobre el pantalón de lana.

- El anterior inquilino no la supo cuidar - murmuró. Las palabras teñidas de tristeza. La mano anciana acariciando las paredes - por eso está así.

No respondí. Cuando mi abuela - la sabia, la bruja -  murió, nadie quiso quedarse a vivir en la casa. Tampoco conservarla. Quizás era el simbolo del dolor de la perdida o algo más profundo: una soledad de paredes desnudas, de habitaciones cerradas, de esa oscuridad marchita de las últimas palabras que nadie pronunció. Mis tías decidieron encontrar un hogar propio y yo, que ya vivía en un pequeño apartamento en la ciudad, no supe como vivir en la vieja casona sin ella, sin su sonrisa, sin esa presencia suya que parecía abarcarlo todo. La casa sin mi abuela no era otra cosa que paredes envejecidas, corredores silenciosos, una escalera rota, el jardín marchito. Simplemente la muerte nos había arrebatado la sonrisa.

Mi tia E. me explicó que para ella habría sido un suplicio continuar en la casa de su querida sobrina, luego de su muerte. Me lo dijo, esa última noche en que ambas estuvimos en ella, en la oscuridad, mirando el azul añil del último atardecer por la ventana entreabierta. Estabamos a solas, rodeadas de cajas de embalar, muebles rotos y todos esos pequeños recuerdos que nadie quiso conservar, que se quedarian a vivir para siempre en la casa, en medio de silencio. Y el dolor fue inexpresable, unidas por la ausencia, por la sensación que ambas habíamos perdido algo tan valioso como imperecedero. Me pregunté entonces si la muerte es un poco de eso, los fragmentos perdidos de historias que ya no volverán a contarse.

Recuerdo ahora, en el pasillo solitario. Tia E. cruza los brazos sobre el pecho y mira a su alrededor, con el ceño fruncido.

- Y tenía que regresar - me dice - no podía dejar de pensar en la casa, en ti. En Venezuela, incluso, en todas las cosas que se quedaron atrás. Cuando me hablaste que la casa estaba vacía otra vez, supe que tenía que ver. Volver. Recuperar lo que quise llevar y no pude. O no quise.

Tia E. había estado viviendo en Bogotá durante los últimos dos años. La encuentro más esbelta, triste y hermosa. Lleva el cabello corto ahora, y dejó sus eternos delantales por un bonito traje de pantalón y blusa. La encuentro elegante, más firme. Quizás la soledad lustró con cuidado su historia, le brindó un nuevo brillo. ¿Como me verá ella a mi? Han transcurrido casi seis años desde que mi abuela murió. Ya no soy la mujer joven que lloró su ausencia, sino la bruja que educó. Aún me enfrento a mi misma, me debato en preguntas y respuestas, lloro y rio a todo pulmón. Y aún así, me construyo cada día. Soy, quizás, mi mejor aspiración-

- Quisiera mirarlo todo por última vez - me dice tia E. Subimos la escalera. Los peldaños crujen y me pregunto si la vieja madera mohosa se romperá. Pero no ocurre nada. La casa suspira, se mece de un lado a otro, como si despertara. ¿Sabes que estamos aquí? Parpadeo. ¿Que es ese resplandor? Pero solo lo imagino. Las luces continuan apagadas, las puertas cerradas. Solo somos nosotras, la dama vieja y la mujer, que caminan por la casa vieja y abandonada. Somos nosotras, las dolientes de la historia perdida, que venimos quizás para recordarla. Y recuperarla otra vez.

Mi habitación está intacta. Me tiemblan las manos cuando abro la puerta. ¡Que pequeña me parece ahora! El anterior inquilino pintó las paredes de un verde chocante, pero yo las recuerdo blancas, radiantes. Cubiertas de mis fotografías, de pequeños retazos de luz y sombra. Me recuerdo a mi misma, pálida y obsesiva, sentada en una esquina, leyendo, leyendo. Las rodillas apretadas contra el pecho, las manos llenas de palabras. Sonrío al mirarme allí, con los ojos llenos de lágrimas. El tiempo transcurre, se construye así mismo, levanta puentes, se eleva por encima de cualquier otra idea. Y de pronto estoy aquí, mirando quien fui, para comprenderme a mi misma, para asumir la dulzura del recuerdo como parte de quien soy. El viento sopla fuerte, aqui y ahora, y también años atrás. Escucho la Luna cantar.

- Hija, ven conmigo.

Es tu voz, te escucho. Estas aquí conmigo. ¿Verdad que sí? Como la noche en que consolaste porque lloraba en la oscuridad de puro miedo, o esa otra, donde mostraste tu libro favorito y me enseñaste en Universo. Aquí y allá, la niña pálida que soñaba con las imagenes y las páginas de una historia. Y soy yo, ahora, recordando esa infancia perdida. Estás aquí, en mi reflejo, en el cabello rizado que tan parecido al tuyo, en los ojos curiosos que me heredaste. Ah, abuela querida...y eres parte de lo que soy y de quien sueño ser, de la necesidad de crear, de cada historia que construyo a diario. En tu cocina, con olor a mil hierbas, en la biblioteca, desordenada y rumorosa. Y en nuestro Jardin, en los árboles retorcidos y enormes, en las ramas abiertas al cielo. Y el Ávila más allá, la linea del infinito. Siempre nuevo, siempre significativo.

Tia E. me encontró llorando en el jardin. Me secó las lágrimas con sus dedos secos de cocinera experta. Y luego me abrazó. Para reir juntas, para llorar juntas. Para recordar quienes somos, quienes fuimos. Este presente que está en todas partes, en este sueño compartido, en la luz de la Luna alta, en la luz plateada que parpadea sobre la Tierra.

- ¿Quieres consagrar la Luna? - me pregunta tia. El jardin marchito parece renacer en el simple deseo, se alza más allá de las ramas secas, de la tierra cuarteada. Y cuando levantamos los brazos e invocamos, el viento canta nuestro nombre. Y la Luna siempre la Luna, se hace tan alta y blanca como en mi infancia, cuando el mundo era gigantesco y las estrellas mis cómplices. El cabello me roza las mejillas los hombros, las manos tocan el cielo, la montaña me abraza. Somos, juntas esta herencia que compartimos, la canción de décadas de historia. Somos, la niña que corrió en el Jardin, la sonrisa que la recibió, el olor de cada momento y lugar, todos los sueños afligidos, las esperanzas radiantes.

Somos las hijas de la Luna, las brujas, regresando al hogar.

Mi tía cierra la puerta de la casa con las manos temblorosas. El silencio lo llena todo, palpita a nuestro alrededor, pero ya está impregnado de soledad, mucho menos de tristeza.  Cuando miro a la casa, sonrío. Escucho la vieja canción de los recuerdos, una vez más.


La Luna: La Dama Blanca que danza entre las estrellas.

Una de las más queridas y antiguas tradiciones de la brujería, es sin duda la adoración a la Luna. Consideraba el símbolo de la Diosa y Madre creadora. La mitología que rodea a la Luna es tan antigua como intrigante: prácticamente no existe cultura o creencia que en algún momento, no haya adorado o mitificado a la célebre Dama nocturna. Por supuesto, en las creencias donde la figura femenina es parte importante,  existe una gran variedad de leyendas e historias relacionadas con la Luna, algunas de las cuales tienen su origen en mitos e historias mucho más antiguos. Muchas veces, son simples apreciaciones exageradas, en otras ocasiones se encuentran vinculadas a una percepción de lo desconocido muy primitiva y esencial. Todas sin embargo, ensalzan la importancia de nuestro vinculo con la Luna, el símbolo de la Gran Madre Secreta en numerosas creencias paganas.

Usualmente, una vez al mes, la Bruja se consagra a la Luna en un ritual de purificación, que simboliza además, su manera de construir su propia forma de fe y convicción su manera de interpretar al mundo. El ritual, bastante sencillo, es el siguiente:

Necesitarás:

Tres velas blancas.
Una flor blanca (De tu preferencia)
Vaso con agua (Nunca Fría)
Espigas de Trigo
Incienso de Azahar.

Disposición:

Coloca las velas de manera tal que formen un triángulo. Sientate dentro de él, colocando el vaso de agua frente a ti, con la flor en su interior la espiga de trigo a tu derecha y el incienso a tu izquierda. Enciende las velas siguiendo la dirección de las agujas del reloj invocando:

"Madre blanca
Te invoco para que seas parte de mi vigilia
y también del sueño 
Para que purifiques la voz de mi mente
y la de mi corazón
Así sea!

Toma la espiga de trigo y levantala, invocando:

"Fértil la Tierra como mi corazón
Así invoco la fuerza de la Luna
Así sea".

Enciende el incienso de azahar invocando:

"Que el viento cante mi nombre
Que lleve mis pensamientos al mar
Madre Luna
Bríndame fuerza y paz
Así sea".


Ahora toma el vaso y levantalo invocando:

"Madre Blanca
Escucha mi voz
Hoy que te invoco desde mi espíritu 
Lleva mi nombre a las estrellas
Te invoco, en la historia que me pertenece
En el poder de mi nombre y corazón
Así sea".

Toma un sorbo de agua. Imagina que el liquido está impregnado de luz y se ilumina mientras lo bebes. Su resplandor te rodea, te limpia y purifica. La luz te recorre, es parte de tu sangre y tu piel. Siente que la imagen se hace fuerte y clara en tu mente, una forma de concebirte más allá de tu forma física y de unirte a esa otra, mucho más espiritual y potente.

Por último, enciende el incienso de Azahar y relajate un rato mientras las velas se consume. Come y bebe algo para equiibrar la energía que obtuviste mediante el ritual.


La nueva dueña de la casa de mi abuela es una anciana sonriente que me mira con una sonrisa cuando le entrego las llaves. Caminamos juntas por el viejo jardin, que empieza a reverdecer y le explico que los anteriores inquilinos no cuidaron bien la casa. Ella me escucha, mira todo con ojos radiantes y después me dedica una sonrisa pícara, amable.

- ¿Es verdad que aquí vivían brujas?

Rio. La casa parece sonreír también.

C'est la vie.

sábado, 29 de marzo de 2014

La Bruja que sonreía al tiempo que transcurre y otras historias de lágrimas y sonrisas.






Una vez leí que nuestra primera rutina de la mañana define quienes somos. Una idea singular, porque pareciera resumir todos esos pequeños rituales que llevamos a cabo a diario quizás sin saberlo. El primer café de la mañana, la ducha con agua caliente, la lectura al periódico, la caminata en medio de las sombras el primer gesto del día. Todos somos un poco inocentes en ese primer parpadeo, en ese renacimiento humilde que comienza cada mañana.


Cuando era niña, me acostumbré a que los primeros minutos de la mañana estuvieran llenos de luz. Aunque no sabía muy bien por qué, y ya por entonces insomne veterana, abrir las ventanas de mi habitación y dejar que entrara la luz del día era un gesto que parecía recibir mis esperanzas, pequeñitas e infantiles, con los brazos abiertos. Lo hacia con una gran torpeza: me subía a la silla de madera del escritorio, me encaramaba hasta alcanzar el pestillo de la Ventana y luego...el gran estallido. Era una sensación de placer casi física casi, esa de cerrar los ojos y aspirar luz, grandes ráfagas de ese resplandor radiante del amanecer, envolviéndome, brillando y palpitando, rodeándome casi como en un momento ingrávido. Después, el mundo comenzaba a girar y todo perdía el brillo, se hacia más común. Pero yo atesoraba ese primer instante del día las horas siguientes. Lo miraba de vez en cuando, cuando me sentía incómoda y desconcertada en el colegio, o en los momentos de tristeza, en el apartamento de mi madre, mientras aguardara regresara del trabajo. Y es que ese primer resplandor matutino estaba impregnado de vida, más que cualquier otra cosa: de belleza, de un pensamiento tan nítido sobre el placer y la ternura que me llevaría años entenderlos. Pero en esa niñez titubeante y torpe, lo tenía muy claro, era evidente, a pesar de que no comprendiera el motivo. Cada mañana era un motivo para sonreír.

Cuando me mude a casa de mi abuela - la sabia, la bruja -, descubrí que ella también sentía una extraña felicidad por la luz del amanecer. La primera vez que dormí en su casa, desperté para escuchar el chas chas de sus pantuflas caminando por el pasillo hacia el jardín antipático. La puerta que se abría, ese silencio que venía después, casi atento. Y después la luz. La luz derramándose, para ella y para mi, desde esa linea de fuego en la montaña querida. Un pequeño prodigio para paladear a diario, a pesar de todo, quizás por todas las razones misteriosas y diminutas que disfrutamos en silencio.

Pasarían unos meses hasta que me atreví a decirle que yo también me despertaba muy temprano para abrir las ventanas y mirar al sol nacer. Me escucho con una sonrisa, mientras compartíamos el primer café del día en la cocina desordenada. El mio, pasado por agua y con mucha leche en honor a mis pocos diez años, el suyo negro y oloroso. El aroma exquisito del grano recién cortado flotando a nuestra alrededor, impregnado de motitas de luz dorada.

- ¿Por qué lo haces? - me preguntó. Siempre me pareció muy curioso que a mi abuela le interesara saber que pensaba una niña pequeña como yo. Usualmente, el mundo adulto me ignoraba. Mi madre estaba demasiado apresurada o cansada, mis tías me dedicaban caricias y mimos un poco descuidados, mis maestras me reprendían, pero abuela siempre me escuchaba. Lo hacia con interés, mirándome con sus brillantes ojos color miel sin parpadear. Al principio, eso me daba miedo. Después me reconfortaba. Muchos años después, sabría que era una muestra de amor.
- Porque es el momento donde todo está calladito - intenté explicar. Que difícil resultaba resumir en palabras esa portentosa experiencia de la luz siendo luz en mi piel, en mi cabello - me gusta porque en ese momento el mundo está dormido, yo estoy despierta y todo es nuevo, todo comienza otra vez. No importa si me cai y me raspé la rodilla o si me peleé con mi mamá el día anterior. Todo es de nuevo limpio y bello. Para comenzar otra vez.

Mi abuela tomó un sorbo de café, solo mirándome. Después se inclinó y me besó en la frente: un parpadeo de ternura que me hizo sonreír.

- Hace muchos siglos, las brujas que vivian en campos y montañan se levantaban con la primera luz del sol para recibir el abrazo del nuevo día - me explico - le llamaban "El saludo al sol". Era un ritual pequeño, muy intimo, donde se mezclaba la magia tradicional y algo mucho más amplio, esa necesidad del ser humano de sentirse parte de algo muy grande. De esa visión de la Naturaleza que reconforta aunque no sepas el motivo.

No conocía la palabra "reconfortar" pero me gustó como sonaba. Me imaginé un valle muy verde y fresco, donde todo olía bien y brillaba. Sí, ese primer rayo de luz de la mañana me brindaba la misma sensación: algo recién nacido, fresco y jugoso. Una idea espléndida para nacer y recorrer las viejas con mayor paciencia.

- ¿Y lo hacian como lo hago yo y como lo haces tu? - me emocionaba la idea. La abuela rió, con sus carcajadas estruendosas que tanto me gustaban.
- Seguro menos desordenadas y más peinadas.

Reí con ella, ambas compartíamos el rasgo de la melena abundante, despeinada y rizada. Eso siempre me reconfortaba. En una familia de mujeres de cabellos lozanos y lisos, mi cabello áspero e indomable siempre me hizo sentir incómoda. Pero ¡Mi abuela también lo tenía! y mientras el mio era castaño muy oscuro, siempre lleno de pequeñas hojitas y pedacitos de papel, el de mi abuela era caoba rojizo, una preciosa melena corta que le acariciaba las mejillas. Pero eran los mismos rizos. La misma cualidad indomable. Ella y yo, compartíamos algo y eso me hacia sonreír.

- ¿Y recibían al sol?
- Con los brazos abiertos. Con los ojos cerrados. Vestidas de blanco para que el sol brillara sobre ellas, para tomar la luz y crear ideas ¿Te lo imaginas?

Me lo imaginaba. Imaginaba a las mujeres, a esas brujas desconocidas, caminando por la ladera cuando el sol era aún gris, vibrando de emoción. Llevaban el cabello suelto, las vieja saya blanca blanca, mal cosida. Alcanzaban el punto más alto de la ladera y esperaban. Ellas, tan distintas: la niña de mejillas rosadas, aún dormida, la mujer alta y hermosa, la joven dama embarazada, la anciana de cabello blanco. Esperando, a que la luz lentamente se hiciera real. Y de pronto ¡Lo era! ¿Lo ven? ¡Allá viene el sol! La linea blanca del renacimiento, naciendo a la orilla de los sueños. ¡El sol míralo! allí viene. Y todas levantan los brazos, sonriendo, con los ojos cerrados. Y estalla la luz, estalla en todas direcciones, se hace tan real que el mundo parece ser de luz, que el mundo renace en las manos abiertas.

- Pero...lo que hago es más chiquito. Me levanto y abro la ventana. Me gusta esa primera brisa - sonreí. Una sonrisa amplia donde faltaban algunos dientes aún - y viene el Sol y entonces todo es blanco, todo es bonito. Todo es...
- Nuevo.
- Sí ¡Nuevo! todo nació otra vez, todo es como si todo fuera limpio y yo...
- Eres nueva también.
- Aja.
- Sí, es lo mismo.

Me sonríe mi abuela. Extiende la mano y me acaricia el cabello, tan parecido al suyo. El primer sorbo de café tiene mejor sabor ahora, a pesar de la leche y que tiene poca azucar. Y esta la luz, que se derrama ahora alta y fuerte, palpitando entre la madera y el metal. El mundo nuevo.

- ¿Quieres que lo recibamos mañana juntas?

Me lo dice mirandome a los ojos. Muy seria. Esto es importante, pienso. No es como abrir la ventana y suspirar. Imagino de nuevo a las brujas de antaño, a las que bailan en el primer circulo de luz del día. Me siento extrañamente emocionada, al borde de las lágrimas. Pero ¿por qué? Cuando le digo que sí, mi abuela me regala uno de sus guiños adorables. Toma ambas tazas de café vacias y las deja en el fregadero. Escucho el agua correr.

- Entonces mañana celebremos al sol.

Corro por el pasillo la mañana siguiente. Casi no dormí de pura expectativa. ¿Y si me quedo dormida? ¿Y si me pierdo el momento ideal? Pero no me lo he perdido. Mi abuela está allí, esperándome al filo del amanecer. Todo es gris aún y la casa duerme, incluso el jardín antipático, que lanza resuellos cansados en la semi oscuridad. Y de pronto, ¡Allí está! Bajando por la montaña la luz, tan radiante. Bajando lentamente por las copas de los árboles, que lo inunda todo. Me detengo junto a mi abuela, aún en pijamas, mirándolo todo. El viento sabe a noche aún, a día mal cortado. Pero de pronto. ¡Hay luz! ¡Ya está aquí!

Y levantamos los brazos. Y la luz llega y nos impregna. Y la luz brilla y nos rodea. Y el mundo solo es luz, solo eso. Y me siento bendita, recién nacida, los deditos de las manos abiertas, de la noche que se abre en arco y desaparece, porque la luz ha llegado, la luz ha reclamado su lugar en el mundo. Y lloro, aunque no sepa por qué, y sonrío aunque sienta aún las lágrimas en mi lengua. Pero es real, esta felicidad, esta ternura, esta melancolía. Es el mundo que renace, es el tiempo que transcurre de nuevo. Una forma de soñar.

Y ahora es la adulta, la mujer en que me convertí la que levanta los brazos. En la terraza diminuta de su apartamento, a solas con la luz idéntica, con el obsequio de esperanza de todos los días. La mujer que creció con una sonrisa y la bruja que sabe el valor de la luz. Saludo entonces el nuevo despertar, la posibilidad abierta, el día que nace entre mis dedos. Soy de nuevo una historia a punto de contarse, un nuevo capitulo que descubrir, una nueva manera de construir mi propio rostro.

Otra vez saludo al Sol, al día que se renueva. A la posibilidad de continuar, a pesar de todo y quizás, debido a todo.

Esa magia tan antigua, del simple renacer cada día. La de creer y confiar.

Así sea.

viernes, 28 de marzo de 2014

Proyecto Una película cada viernes: Missing de Costa Gavras.





A Costa - Gavras se le ha llamado transgresor, critico. En ocasiones, solo provocador. Y es que el director parece haber encontrado en la voz de la denuncia y en la exploración de temas políticamente delicados, una manera de expresar lo que es un imaginario profundamente complejo y basado, como no, en su particular visión del mundo. Porque Costa - Gavras, más allá de su durísima opinión sobre los complejos manejos del poder, es tan bien un observador nato, que intenta someter a la realidad al escrutinio del lenguaje cinematográfico con todas las implicaciones que eso pueda suponer. Además, tiene una sensibilidad exquisita, todo hay que decirlo: No solo se limita a documentar el hecho, a dejar bien claro esa visión agrietada del poder, de la corrupción y la moralidad dudosa, sino que además lo hace desde una perspectiva profundamente humana, casi devastadora. Una conmovedora visión del otro que brinda a sus películas - siempre polémicas - un rasgo casi conmovedor.

Con su película "Z" del año 1969, Costa Gavras comenzó su andadura por el cine de autor con tintes político. Lo hizo de una manera contundente, pero sobre todo con una habilidad que sorprendió a propios y extraños. El film creó un nuevo tipo de discurso visual y narrativo, donde la política, los intringulis del poder, la manipulación burocrática y el temor alienante construyó un subgnénero por si mismo. Probablemente se deba a que Costa Gavras no se limita a contar una historia, sino también a bordar meticulosamente, los sucesos desde una visión que parece mezclar la opinión y el documento en un extraño híbrido. Más aún, Costa Gavras reinventó la vieja formula de contar lo que ocurre pero la ampliándola, para contar el origen y también la consecuencia de lo que narra, en una extraña confluencia de lineas y visiones que se sostienen sobre un impecable lenguaje. Para Costa - Gavras, la idea del cine no abarca únicamente lo que se muestra, sino todo lo que se mueve más allá de lo visible, la historia dentro de la historia que acompaña el metraje.

Quizás por ese motivo, la película "Missing" (1982) basada en la novela hómonina de Thomas Hauser, sea un crudísimo alegato sobre el poder que destruye, sofoca y aplasta la individualidad. Con una sutileza que sorprende, el director afronta el duro y angustioso tema de las desapariciones forzadas, con una visión inquietante del poder que despersonaliza, arrebata la autoridad, distorsiona la identidad del ciudadano bajo el puño de la represión. La película, basada en el hechos reales, cuenta la historia de Charlie Horman, periodista norteamericano desaparecido durante los días que siguieron al golpe de Estado del General Pinochet durante el año 1973. Los personajes - la esposa y suegro del desaparecido - se enfrentan a ciegas al poder que usa la ley como arma de retaliación, que no sólo parece encubrir la desaparición de Horman, sino además, muestra esa destrucción de la identidad del cuidadano bajo el peso de la burocracia y el ejercicio de poder indiferente.


Costa- Gravas no hace concesiones: la película muestra con una dureza directa y frontal, el largo recorrido de entre la impotencia y la el terror, que llevan a cabo los personajes. De hecho,  la búsqueda de Hornman, se erige en símbolo de esa turbia visión de la ley que no solo desconoce la justicia, sino que la distorsiona hasta convertirla en un instrumento del poder que solo satisface al poder mismo. En un juego donde la esperanza parece ser la medida de la ira, el director muestra en escenas limpias y sin contemplaciones, la intricada red de burocracia a que los personajes deben enfrentarse en su búsqueda. Y no solo eso, sino que dibuja al poder como un complicado engranaje que intenta desvirtuar el intento del ciudadano común por enfrentarse a la política, por asumir su deber más allá de su deber ciudadano. Pero para Costa - Gavras, ácrata, personalista y reaccionario, el poder solo se complace así mismo, solo insiste en preservarse, a pesar y quizás gracias a las tortuosos desvíos que asume como identidad frente al ciudadano, frente al que se le opone. La política como el discurso del oprobio y del engaño. De la desazón.

Y quizás, el mayor acierto de la película sea expresar esa idea de la deshumanización de la política a través de capas de interpretaciones subjetivas. En "Missing" el director juega con  puntos de vista disimiles, vinculando ideas aparentemente sin relación para elaborar un mensaje mucho más complejo.  Del antisistema hasta el simple discurso emocional, la película avanza con un ritmo sostenido, sin caer jamás en baches narrativos que puedan afectar su integridad. Y todo lo anterior, sin abusar del recursos de la moralidad en entredicho, del heroísmo casual: Los personajes de Costa Gavras son tan imperfectos como falibles, y esa humanidad simple, esa turbia concepción de lo humano a partir de sus errores, es lo que hace la trama mucho más creíble y realista. Más allá de todo, el poder parece observar con atención, omnipresente y en ocasiones, aparentemente invisible. El metamensaje que parece desvirtuar la intención misma de esa noción de la ley como vehículo de justicia e incluso, de algo tan humano, como la simple necesidad de asumir la realidad, con todas sus consecuencias.

No obstante, la opinión del director no está totalmente ausente de su película, pero se expresa a través de esa veracidad casi insultante, de esa transparencia objetiva que por minutos agobia. Con una visión sobre la realidad que desborda esa rebelión contra el sistema y ofrece un invaluable documento artistico sobre la lucha contra el poder corrompido, Missing logra de alguna manera, evitar el sermón por el sermón y lograr algo mucho más valioso y más raro para el cine de consumo comercial: la reflexión del espectador, que abrumado por lo que mira - y aun más, por lo que interpreta - se enfrenta no solo a su concepto sobre la política sino incluso a algo tan elemental como su propia noción sobre el poder que le gobierna. Una visión inquietante sobre ese otro mundo, la mayoría de las veces desconocido y cuyas lineas afectan y de manera directa nuestra propia percepción de la realidad.

¿Quieres ver la película Online? Hazlo desde aquí --> https://www.youtube.com/watch?v=CeE5KaodTBU




jueves, 27 de marzo de 2014

De la verdad a la confusión: La Venezuela que sobrevive a la Censura.





Como buena parte de los Venezolanos, mi mamá no es asidua a las redes sociales. No solo no las frecuenta sino tampoco comprende del todo su funcionamiento, esa dinámica tan compleja que en más de una ocasión parece abrumarla, por el mero hecho de resultarle desconocida. Riendo, me ha dejado claro que "no son cosas para gente de su edad". Pero aún así las utiliza. Lo hace porque necesita información y en estos tiempo de censura, las redes parecen ser la única disponible. Entre tímida y torpe, mi mamá utiliza su cuenta Twitter para enterarse de lo que ocurre más allá de las tranquilas paredes de la oficina donde trabaja y el FrontPage de su Facebook para leer las noticias que transcurren y que los medios tradicionales ya no transmiten. Lo hace, con esa ansiedad del ciudadano Venezolano, abrumado entre ese silencio oficial preocupante y la histeria del rumor de boca en boca, en el que no confía.

- Todo el mundo te cuenta una cosa distinta - me comenta - y no se a quien creerle. En Twitter la cosa parece ser más clara.

La escucho preocupada. Hace unos días, me telefoneó para advertirme sobre un supuesto ataque callejero de "Colectivos" armados en la zona donde vivo. Con la voz temblorosa, me explicó que en Twitter la noticia corría rápidamente, acusando a un grupo de motorizados de disparar contra edificios y transeúntes. La información me sorprendió: a través de la ventana abierta,  mi calle tenía ese aspecto tranquilo y deslucido que ha tenido durante las últimas semanas, a pesar de las protestas. Cuando le comenté que la información era probablemente falsa, un rumor, se enfureció.

- Seguramente está ocurriendo y tu no tienes idea de qué ocurre ¡Eso es el peligro! - exclamó. La voz le temblaba de miedo y eso, más que cualquier otra cosa, me desconcertó - cuídate, escóndete. No sabemos que pueda ocurrir después.

Preocupada e inquieta, le prometí me cuidaría lo mejor posible. Cuando colgó, me dediqué un buen rato a revisar la información sobre el supuesto ataque en mi TimeLine y lo que encontré me inquietó tanto como la llamada de mi madre. No solo el supuesto ataque no había sucedido, sino que además la fuente del rumor era un ReTuit de una cuenta sin nombre y sin ninguna identificación unos cuantos días atrás. La información había rebotado en todas direcciones, en una especie de eco insustancial, hasta convertirse en un rumor sostenido que varias usuarios repitieron sin dudarlo. Leí varias veces la socorrida frase "Así me llegó" y "Lo comparto como lo escuché" y me preocupó que de hecho, ninguno de quienes difundieron la noticia, se tomó un momento para verificar no solo su origen, sino que tanto había de autentico en el aviso. Cuando telefoneé a mi madre de nuevo y le expliqué lo que había sucedido, no supo que responder.

- ¿No era verdad entonces? - me preguntó, casi con inocencia.
- No, se trató de un rumor.
- ¿Pero de donde salió?
- De un comentario hace un par de días.
- ¿Estas segura? Mucha gente que leí estaba convencida era cierto.
- Si, porque mucha gente la difundió. Pero no es cierta.

Dudo que mi mamá pudiera comprender ese mecanismo extraño y misterioso de las redes, que parecen confirmar información falsa por el recurso simple de la repetición, aún cuando intentara explicarlo. Porque en Twitter y de hecho, en cualquier red Social, la verdad  - o lo que se toma por cierto - parece tener un ingrediente ambiguo y levemente desconcertante que en ocasiones logra desconcertar incluso al usuario más veterano. Más aún en nuestro país, que consume el rumor como fuente verídica de información y más aún, debate de manera incansable y casi siempre dramatizada, el origen y la sustancia de la información de la que dispone. No obstante, nunca ha sido más preocupante esa percepción sobre lo que es cierto y lo que no lo es, jamás como ahora, ha sido tan necesario esa responsabilidad sobre lo que se comparte, se difunde y se afirma. Aún así, la mayor parte de los Venezolanos no parece demasiado consciente de la responsabilidad que implica en tiempos de censura la difusión de la información, el hecho de convertirse en medio e instrumento de la transmisión de noticias. Muy probablemente se deba a que nos tomó por sorpresa este súbito silencio de los medios tradicionales o que solo que el talante de nuestro país consume la exageración y el drama con esa facilidad ancestral de nuestra sangre caribeña. Cualquiera que sea la respuesta, esa doble visión, ese meta mensaje que parece subsistir en la información que se comparte - y se verifica casi de manera involuntaria - es tan preocupante como peligroso.



En Venezuela, el uso de las Redes Sociales es una experiencia relativamente novedosa, una consecuencia directa de esa interpretación un tanto superficial de la tecnología, como recurso de comunicación y conocimiento. El usuario local concibe su experiencia con esa visión inocente del que desconoce los verdaderos alcances de una herramienta tan poderosa y de tantas implicaciones. Una idea que no sorprende a nadie: Durante años, el mundo de las redes Sociales pareció ser exclusivo del público muy joven o incluso de ese submundo de expertos que aún se mira con desconfianza.  Tal vez se deba a nuestros limitados recursos técnicos o que nuestra cultura aún no disfruta de los beneficios de la globalización, pero el hecho es que Internet aún no un elemento representativo en la cultura Venezolana. Tampoco es por supuesto y bajo ningún aspecto, un medio masivo de información. O al menos, no lo era hasta que las circunstancias convirtieron el uso de las redes sociales en un canal de divulgación con peso propio.  A diferencia de otros países del Hemisferio, en Venezuela las redes sociales fueron por mucho tiempo, una opción recreativa más que educativa y es bastante probable, que su uso - la mayoría de las veces desordenado - sea una consecuencia directa de esa percepción. Cualquiera sea la explicación el hecho es que en Venezuela, las Redes Sociales tomaron el lugar del periodismo tradicional, sin conocer realmente los alcances que esa sustitución - casi sorpresiva - pudiera tener.

Pienso en esa particular percepción mientras converso con Alejandro (no es su nombre real) sobre como usar su recién abierta cuenta Twitter. Alejandro tiene casi sesenta años y es el padre de uno de mis vecinos, quien me pidió le enseñara un poco sobre el uso de las Redes Sociales. Lo hizo, supongo, animado por la misma intención que hizo que yo hiciera lo propio con mi madre: permitirle el acceso a la información que de otra forma no obtendrá, en estos tiempos donde la censura violenta esa necesidad ciudadana por la noticia inmediata. No obstante, me preocupa que Alejandro no entienda con claridad que las Redes Sociales son una gran conversación desordenada con cientos de interlocutores distintos y no una fuente esencialmente confiable de información.

- O sea que no es verdad lo que se dice aquí - me pregunta. Alejandro tiene escasisimos conocimientos sobre tecnología, de manera que hablarle sobre los alcances de la red Social implica intentar resumir esa historia extraña y confusa sobre la web y sus implicaciones en unas pocas ideas sueltas. No me comprende demasiado. Para él, es impensable esa disparidad en los alcances, ese poder extraordinario que parece colocar cualquier tipo de información y bajo cualquier sentido, al alcance de la mano. Y sobre todo, es incomprensible esa interpretación de la veracidad difusa, un poco sometida a la visión y análisis del otro. Alejandro creció en un mundo donde lo que se publicaba en el periódico debía ser cierto - la verdad en blanco y negro - y este leve cinismo que intento inculcarle le desconcierta, le asombra, le asusta un poco quizás.
- Podría serlo, pero por regla general, intente no tomarlo literal ni tampoco confiar únicamente en una sola versión - le explico. Me mira desconcertado.
- Porque no necesariamente es cierto lo que se publica.
- ¿Y para que lo publican entonces?

Suspiro. Es una pregunta inocente, una visión razonable en medio de una percepción absurda de la noticia. Y es que las Redes, parecen resumir esa paradoja de la información por la información, las medias verdades que sustituyen la realidad en capas interconectadas que no parecen tener otro sentido que consolar esa ligera noción del hombre sobre su falibilidad. Más allá de la metáfora, el rumor y lo falso en redes construye lo que parece ser una red de ideas que sostienen esa otra versión de la verdad, probablemente una más amable que la tomamos por cierta, que la que asumimos como idea y parte de la versión consistente de la realidad como la aceptamos. Pero explicar eso en términos sencillos es casi imposible, de manera que intento que Alejandro comprenda lo básico: en las redes, la verdad siempre tendrá cientos de versiones. Escoger cual es la más cerca de la realidad es una labor de paciencia.

- Entonces es como una olla de locos - me dice. Le noto preocupado, desbordado por lo que le explico - todos hablan y uno debe escoger a quien creerle.

Dicho así, suena desconcertante, incluso doloroso. Pero es la verdad. Sacudo la cabeza, agotada.

- En resumidas cuentas, es lo que sufre Venezuela ahora mismo - respondo. Alejandro mira la pantalla, la rapidez como la información aparece y desaparece, los cientos de Tuits que se sustituyen unos a otros a una velocidad vertiginosa. Parpadea, abrumado. Cuanndo me mira de nuevo, sonríe casi con cansancio.

- Hasta prefiero quedarme sin saber - me dice - la verdad cuesta mucho ahora mismo ¿No?

La frase me pesa un poco, me duele incluso, pero es tan cierta que sigo pensando en ellas horas después.


Cuando veo por enésima vez la imagen me disgusto. Se trata de unas de las viejas viñetas de Quino, que alguien, muy probablemente llevado por el entusiasmo del supuesto apoyo del dibujante a la causa Venezolana, modificó vía digital. En la nueva versión para consumo del público Venezolano, aparece el diminuto Guille, llevando una capucha y arrastrando en su manita de dedos cerrados una bandera Venezolana. En la pequeña camiseta que lleva, se lee un torpe "SOS Venezuela". Me enfurece no solo la insistencia en difundir un producto visual tan evidentemente falso dándola por cierta, sino el hecho que el gesto, parece formar parte de la ya habitual práctica de "levantar la moral" en medio de las extenuantes jornadas de protestas, con una realidad mucho más agradable - y falsa - que la verdad descarnada más allá de las redes.

Cuando me quejo al respecto con un Tuit, recibo unas cuantas criticas de conocidos que les parece una reacción "Exagerada" y "Poco consecuente con lo que ocurre". No se que responder a eso.  Durante las últimas semanas, he sostenido discusiones similares, sobre todo con respecto a la difusión de imágenes falsas de los sucesos que vivimos a través de las redes: Fotografías de conflictos sin ninguna relación con el Venezolano, imágenes antiguas que no pertenecen ni muestran los eventos actuales. Todo un discurso desconcertante que apoya la idea que lo importante es el ruido que pueda producir una imagen, del apoyo que brinde a "la lucha" por encima de su veracidad. En esta ocasión, alguien me insiste que la imagen de Quino solo es una jugarreta, una "trampa inocente" para demostrar que el apoyo es mucho más consistente que una simple visión de la realidad.

- Pero la imagen es falsa - insisto otra vez. Mi amigo José (no es su nombre real) sonríe desde la imagen borrosa del Skype.
- No importa, pero ya forma parte de esa otra Verdad, de la que te hace querer seguir luchando, de la que te inspira. A Quino no le afecta, y a mucha gente emociona ¿Que tiene de reprobable eso?
- De nuevo: que no es real. ¿Cual es el sentido de utilizar una imagen falsa para reconfortar a un grupo de Venezolanos confusos? - pregunto.
- Todo arte es una mentira. De manera que su reformulación con un sentido crítico, no es completamente reprobable.

La idea me sobresalta. ¿Es esa visión lo que hace que las redes estén a rebosar de imágenes e información falsa? ¿Presionar a través de una idea irreal que finalmente y a fuerza de repetirse indefinidamente pudiera adquirir un sentido? No lo creo y cuando se lo digo, me dedica un silencio incómodo, irritado.

- Las Redes brindan un elemento humano a la información - insiste por último - para la verdad estricta, están los periodistas. Pero el resto, somos observadores y divulgadores. ¿Que puede afectar una imagen que forma parte ya de la visión que tenemos sobre lo que ocurre?

Pienso en las acusaciones del Gobierno sobre la dramatización y exageración del conflicto que vivimos por parte de las redes Sociales. Pienso en lo vergonzoso y lamentable que resulta que los verdaderos casos criminales, que la verdadera dimensión de la crisis que atravesamos, parezca desdibujarse bajo esa otra realidad aparente, quebradiza, torpe. Me pregunto si José tendrá noción del hecho que las redes dependen de su credibilidad, de sus sustentabilidad como medio de expresión para tener alguna utilidad en medio de la censura férrea que sufrimos. Cuando se lo digo, parece sorprendido y ofendido.

- No es la misma cosa falsear una noticia que brindar una visión más fresca de la realidad - me reprocha.
- Es exactamente lo mismo, solo que estás decidiendo que es lo que quieres mostrar y darle un sentido beneficioso ¿Cual es la diferencia de eso con la propaganda oficial? ¿En que se diferencia eso de la manipulación?

Silencio. Luego, la pantalla oscura. En ese incómodo momento que transcurre luego del debate fallido, no dejo de preguntarme hasta donde somos concientes de la importancia de nuestra percepción de la verdad, la realidad y la necesidad de construir una visión concreta sobre lo que ocurre. Y me preocupa el pensamiento que la realidad - la violenta, la cruda - quizás nos desbordó en nuestra inocencia, en esa visión precaria y movediza de lo que consideramos permisible, evidente y quizás hasta simplemente aceptable. Esa alternativa a la realidad. Esa otra visión de la simple estructura de la información formal.

Mi mamá esta vez parece mucho más cauta: me cuenta que alguien insiste vía Twitter que hay una manifestación en la Autopista. Un grupo de muchachos de bachillerato que levantan pancartas y que obstaculizan uno de los canales de circulación. No obstante, me insiste que solo ha leído la información una vez, y que es probable no sea más que un rumor.

- Pero ten cuidado - me dice - quien sabe si podría ser cierto.

Me gusta que dude claro está. Me reconforta que ahora se tome unos minutos para analizar la información. Y aún así, me pregunto que tan beneficioso es para todos, para el Venezolano de a pie, confuso y preocupado e incluso más allá, el simple espectador de lo que ocurre, esa recién nacida desconfianza, ese cinismo craso, esa admisión de culpa discreta. No lo sé y quizás, por ahora, nadie sepa la respuesta.

C'est la vie.

miércoles, 26 de marzo de 2014

Dos extremos de una vieja lucha: La intolerancia y la indiferencia, dos rostros de Venezuela.





Hace unos días, un amigo me contó la amarga discusión que sostuvo con un grupo de vecinos cuando se negó a participar en una barricada. Mi amigo no solo se negó, sino que además llamó a la protesta vandálica, lo cual enfureció a los manifestantes. Recibió insultos, empujones e incluso, alguien le escupió a la cara. Me cuenta todo aquello estupefacto, asombrado. Durante treinta años ha vivido en la misma urbanización, la mayoría de sus vecinos son amigos personales que frecuenta a diario. No comprende como de pronto, se convirtieron en una turba agresiva y violenta, que amenazó incluso con atacarlo fisicamente.

- Me llamaron indiferente - me explica, desconcertante - No entendí a que se referían, o como podian llamarme así ¡Si me conocen!

Y también conocen su historia. Mi amigo fue despedido hace tres años de la administración pública debido a su posición disidente. Su caso tuvo cierta resonancia en medios y sus vecinos, le ayudaron en lo posible durante las tensas semanas donde el ataque de radicales oficiales fue más cruento. Mi amigo me insistió más de una vez, que él y su familia sobrevivieron a la durísima etapa gracias a la colaboración y solidaridad inmediata de su pequeña comunidad vecinal. Lo que vive ahora no solo le desconcierta, sino que le deja claro que el discurso del odio y la polarización ha calado mucho más hondo y profundo de lo que jamás supuso nadie. El peligro latente, duro y descarnado que se manifiesta en todas direcciones y en todas las maneras posibles.

Me cuenta todo esto con cierto cansancio. Durante las últimas cinco semanas, mi amigo ha tenido que no solo sortear las barricadas, la furia ciudadana que las construye, el ataque de la GNB y la misma furia de la Caracas hostil, para continuar algo semejante a una vida normal. Se siente culpable de hacerlo, me dice. Se siente terriblemente irresponsable por desear que su hija acuda a la Escuela, por llevar a su esposa al trabajo. Pero también, siente que debe hacerlo, porque "hay que sobrevivir". Mi amigo es un descreído, es uno de esos chavistas que durante años levantó puño y apoyo por el difunto Presidente Chavez, pero que finalmente fue aplastado por la realidad. De manera que descorazonado, ahora intenta sobrellevar el desastre, colaborar de alguna manera en una solución viable para todos. Pero por ahora, "Eso es imposible". Me lo dice con ese tono de voz neutro del que se encuentra muy agotado para debatir.

- Porque no soy indiferente. Me preocupan las mismas cosas que a todos, sufro este país y la mierda del Gobierno a diario - me dice - lo sufro, y lo lamento. Me siento responsable y culpable. ¡Pero hay que vivir! Y las barricadas, la locura y la anarquia no convencen  nadie. Lo único que hacen es convencer al otro, al que no te entiende ni le interesa entenderte, que los que protestamos somos un grupo de locos violentos. ¡Eso no lleva a nada!

Los que protestamos, me gusta el matiz. Porque mi amigo protesta: Hace poco, me envió una fotografía de él y su pequeña familia de pie en una transitada avenida levantando pancartas. Incluso lo hacia la niña de cinco años, de pie junto a su padre, con una expresión de seriedad casi adulta en su carita. De hecho, su protesta comenzó no hace escasas cinco semanas, sino desde hace años. Descorazonado y preocupado, mi amigo organizó pequeñas asambleas de chavistas para debatir como mejorar la revolución que apoyaban y cuando ya no hubo nadie que asistiera a las pequeñas reuniones, se dedicó a conversar con compañeros de trabajo sobre los graves vicios de la administración pública. Entonces fue despedido. Atónito, en esa ocasión me mostró la carta de renuncia que nunca escribió y que debió firmar a regañadientes, donde explicaba que "no se encontraba a la altura del ideal Bolivariano" que las empresas públicas representan. Todo un dilema cada vez más complejo, una visión del ciudadano cada vez más fragmentada. Y más allá de todo, esa tensión social que parece aumentar a diario, desdibujar cualquier intención hasta convertirla en un reclamo brumoso. La protesta sin sentido, la espontánea, la hueca.

Tal vez por todo lo anterior, a mi amigo le lleve esfuerzos entender esta nueva visión de la manifestación pública. La barricada representa para él ese argumento que se desdice, que carece de basamento. No critica a sus vecinos por la necesidad de brindar apoyo a la manifestación nacional de cualquier manera a su alcance, sino que juzguen a quien no la apoya de manera tan superficial. Cuando me lo explica, lo escucho preocupada, por lo que demuestra ese radicalismo a ciegas, esa necesidad de imponer una única verdad que ahora parece aplastar también la multitud de visiones de la disidencia. ¿A que nos enfrentamos entonces? ¿A otra forma de radicalismo pero en esta ocasión que desea aglutinar la opinión bajo un único sesgo?

- No lo sé, y de verdad cada día comprendo menos que estamos viviendo - me dice. Hace unas horas, descubrió que su automovil había sido vandalizado: rompieron los cristales y arrojaron pintura de aceite sobre la capota. Alguien escribió la palabra "pendejo" sobre los destrozados asientos del vehículo. ¿Que significa este nuevo tipo de violencia? ¿A donde nos conduce? - somos unos locos enfrentandonos a otros locos. Y nadie escucha a nadie.

De nuevo, la visión de la disidencia como un enfrentamiento cada vez más crudo entre ideas que se contradicen y que intentan imponerse unas a otras. Y es que más allá de la pluralidad necesaria, parece existir una idea limitada sobre esa visión de la realidad que todos sufrimos, que a todos nos afecta y que de alguna manera nos convierte en interlocutores de un mensaje silencioso.


A Juana (no es su nombre real) la conozco desde hace unos diez años. Y sí, ella misma admite es muy radical en sus planteamientos políticos. Lo ha sido desde que era una estudiante que se arrojó a la calle durante los tensos días que siguieron al cierre de RCTV, y lo sigue siendo ahora, como ciudadano enfurecido. Asi se define, en medio de la crisis que atravesamos: enfurecida. Con ella no van todos esos "pacifismos" ni tampoco esas "medias tintas" que me explica ahora mismo parecen ser parte de la "comodidad" del que no desea luchar. Cuando le explico que mi postura es relativamente reflexionada y que pudiera llamarse también parte de los "cómodos", sonríe, pero no lo niega.

- De esto no vamos a salir cantando canciones ni marchando a diario. Esto es una guerra y a la gente le está contando entenderlo - me dice. Juana ha protestado cada día desde que el doce de Febrero conoció la noticia de la muerte de Bassil DaCosta. Me cuenta que cuando escuchó la noticia, salió de la oficina de donde trabaja y corrió a Altamira, para unirse a cualquier manifestación que estuviera llevándose a cabo. Lloraba, enfurecida y recuerda que lo primero que pensó fue "no lo soporto más". Ha seguido protestando a a diario desde entonces, lo ha hecho de todas las maneras a su alcance: uniendose a marchas, durante las noches en la calle donde vive, incluso uniendose al grupo de Estudiantes que sufrió cada noche el asedio de Altamira. Para ella, la protesta no es una manifestación de opinión, es un enfrentamiento.

- El pacifismo habla de opciones, de una invitación al dialogo, de argumentaciones entre iguales ¿Tu crees que el gobierno te considera tu igual si ni siquiera reconoce tu existencia? - me dice. Estamos en su casa, donde esta llenando bolsos con comida, agua, medicamentos que entregará a los Estudiantes que manifiestan - aquí tenemos que salir a lo que sea que tengamos que hacer, este régimen es criminal.

En eso estamos de acuerdo. Indudablemente el Gobierno Venezolano atravesó en medio del caos una fina linea que lo llevó a decantarse por el elemento militar de la llamada revolución chavista, sin tapujo alguno. Y es que el militarismo, la represión desmedida y el ataque a lo Civil, parece ser las caracteristicas más evidentes de un tipo de enfrentamiento que ha demostrado el alcance de la anarquia legal en Venezuela. No obstante, lo que sugiere Juana es algo más, mucho más duro y elemental: La lucha callejera llevada a otro nivel, la anarquía real.

He escuchado varias veces el concepto durante las últimas semanas. Se habla de barricadas que impidan la vida cotidiana, el ataque sistemático a ese dia a dia que evita el conflicto pueda escalar a algo más que una protesta desigual. Sin embargo, algo en el planteamiento no termina de cuajar, continúa moviendose en los limites de lo aceptable y lo evidentemente subversivo. Porque en Venezuela, a pesar de los crudos enfrentamientos, de los asesinatos y el terror que se vive en las calles, hay una cierta normalidad posible. Lo hay en la rutina de trabajo que no se detiene, en los establecimientos comerciales abiertos a pesar de los ataques y la tensión, en la insistencia de ese ciudadano de continuar con alguna rutina que sostenga la normalidad. Y el intento no claudica: sostenido, se enfrenta incluso a las situaciones más terribles, al dolor que lastima al gentilicio. Para Juana, eso es incomprensible y por completo injustificable.

- El país se derrumba y la gente va al cine, come en restaruantes, trabaja ¡No entiendo eso!  - exclama. La veo, con sus jeans, camiseta, la cara cubierta del medicamento Malox, que supuestamente la protegerá de la abrasión de las bombas lacrimogenas - es imposible ser tan indolentes. ¿Que necesita el Venezolano para reaccionar? ¿Más muerte?

En la calle, me explica que la gente se aparta cuando la ve. Le temen. ¡A mi, que los defiendo! me dice. ¡A mi que casi me botan del trabajo por ayudar!, se queja. Me cuenta que en una ocasión un funcionario del Metro la tomó del brazo y la sacó de una Estación donde levantaba pancartas y gritaba consignas. "Aqui a nadie le importa esa mierda" le dijo el funcionario "Vayase con su locura para otra parte".

Cuando le pregunto hasta cuando se mantendrá en la calle, Juana se encoje de hombros. Toma el par de morrales y las bolsas, con los labios apretados, frustrada. Supongo que ella también se ha hecho esa pregunta, que se la hace a diario. Se encoje de hombros, mientras me dedica una mirada agotadisima. Tiene el rostro pálido, moretones en los brazos. Juana está luchando, sin duda. Pero ¿Contra quién?

- No sé - admite - no sé hasta cuando. Pero seguiré mientras pueda, hasta que sirva para algo.

Me entristece esa convicción de tristeza, a medio camino entre la resignación y algo más borroso, tan parecido a la desesperanza que me preocupo. La miro, de nuevo, furiosa, gritando consignas mientras salimos a la calle, y me pregunto hacia donde se dirige esta expresión de descontento cada vez más frustrada, angustiada y desconcertada. El desgaste es inveitable y está ocurriendo pero también, está esa esperanza irrevocable - casi inocente - de triunfar a pesar de todo, que el esfuerzo, el que sea, se encamina hacia alguna resolución. Y no dejo de preguntarme, mientras miro a Juana unirse a un grupo de manifestantes que la esperaban, que ocurrirá cuando el cansancio choque contra la realidad, o la realidad contra la frustración. ¿Que espera más allá de esa linea imaginaria? No lo sé, admito, caminando por la calle que a pesar de todo está llena de una normalidad casi simple, con sus sonidos y olores habituales. Y quizás, eso sea lo más complicado de admitir.

C'est la vie.

martes, 25 de marzo de 2014

Un debate de conciencia: Del conflicto a la opinión internacional, del SOS Venezuela a la Indiferencia.





La imagen me sorprendió de inmediato: Joaquín Salvador Lavado Tejón, mejor conocido como "Quino" creador de la querida Mafalda, aparece sentado en la esquina de un lujoso salón. Se encuentra un poco inclinado, el rostro ladeado. En las manos, sostiene una pancarta de cartón negro donde se lee claramente "SOS Venezuela". Me sorprende no sólo la escena, sino lo que implica.  No es un secreto para nadie la posición política del dibujante,  plasmada en su obra artística por casi medio siglo. Porque Quino es un convencido militante de izquierda, un defensor de ese humanismo a ultranza que se consume con tanta facilidad entre los círculos intelectuales de Europa. No se lo reprocho - ¿por qué habría de hacerlo? - ni tampoco impide que sienta por él algo más que una profunda admiración. Miro de nuevo la imagen. ¿Qué ocurre aquí? me pregunto. La detallo. ¿Cuales el detalle incongruente? Hay algo en el lenguaje corporal - tenso e incomodo - del artista que hace que la escena tenga algo de desconcertante, a pesar de lo que pueda sugerir la imagen. Tal vez por ese motivo, no me produjo la inmediata alegría que pudiera sentir por el hipotético apoyo del artista al momento terrible que atraviesa Venezuela. No podría explicar el motivo, pero la fotografía me hace sentir más inquieta que otra cosa. De manera que me dedico a investigar sobre lo ocurrido.

Lo que encontré no me sorprendió. O quizás sí, aunque solo sea por demostrarme - otra vez - que la actitud que algunos venezolanos tienen con respecto al conflicto que sufrimos se ha convertido poco menos que en un reclamo frustrado,  un monólogo de sordos. La escena que enmarca la fotografía ocurrió durante el homenaje que se le rindió al artista en París, donde fue condecorado con la Legión de Honor de las letras y artes frencesas para celebrar los cincuenta años del nacimiento de Mafalda.  Según algunas reseñas periodisticas, sobre todo la impecable crónica redactada por la web Página 12,  no solo Quino no ofreció apoyo alguno a los estudiantes Venezolanos, sino que fue poco menos que forzado a ofrecer una opinión frente a lo que nos atañe. Interpelado públicamente sobre un hecho que no sólo no le incumbe, sino que además tiene poco conocimiento, Quino pareció desbordado por el hecho de enfrentar una diatriba semejante en un acto de carácter artístico y personal. Titubeante, preocupado, ante la pregunta que le increpó una estudiante Venezolana acerca de su opinión sobre la situación de Venezuela, el artista solo atinó a decir:  “Deseo a Venezuela lo que le puedo desear a todos los países del mundo: que no haya injusticia. Hablar de la situación de Venezuela es complicado, no sé qué decirte. Porque amé siempre la Revolución Cubana y la amo todavía. Es un país que es así y al mismo tiempo no es tan así.” Aún sostenía entre las manos la pancarta, y al fotografía se obtuvo, claro está. Pero el mensaje, el apoyo solo se trató de lo que se llamó en medios internacionales: "un trofeo de la estupidez humana conseguido con trampa".

La historia me enfurece, me lastima. Y no precisamente por las palabras titubeantes de Quino, sino por lo que simboliza. ¿Era necesario una escena semejante para convalidar lo que vivimos en el país? Al parecer, el apoyo internacional que las protestas callejeras Venezolanas ha recibido desde diversos puntos de la orbe,  se está  transformando en otra cosa: una disputa pública sobre la necesidad de reconocimiento inmediato, sobre la insistente necesidad de contar no solo con la anuencia de figuras públicas, sino con la voluble opinión internacional. O esa parece ser la opinión de algunos venezolanos, para quien ese veredicto y apoyo desde otras latitudes parece tan necesario como el mensaje que se intenta transmitir en medio del conflicto que atravesamos.

- ¿Tan necesario era esta escena desagradable? - insisto. Durante casi veinte minutos he debatido con mi amigo Carlos (no es su nombre real)  sobre lo ocurrido con Quino. Para Carlos,  la situación es clara y además, no admite medias tintas:  el conflicto Venezolano es de tenor tan critico que fuerza por necesidad una opinión. O ese es su punto de vista. Lo que llama la "tibieza" de Quino, le parece inexcusable, otra "muestra más" de la indiferencia internacional. Cuando le pregunto por qué el dibujante debería tener cualquier opinión sobre lo que vivimos, me mira enfurecido.
- ¡Pertenecemos a la comunidad internacional!  - me increpa  - ¿Como Quino puede mantenerse al margen?
- Somos un país en luto, nadie lo duda - admito - pero es un conflicto Venezolano. No puedes exigir reconocimiento y simpatía a la fuerza, a pesar de la gravedad que atravesamos. Conviertes a las victimas en bandera política. Eso me parece preocupante.

Silencio. Mi amigo parece profundamente ofendido, como si mis palabras restaran importancia a la tragedia que atravesamos. O esa parece ser su percepción del asunto. Pero solo resumen la opinión que poco a poco he comprendido tienen una gran cantidad de extranjeros que observan, desde la censura mediática y en medio de la censura oficial, lo que vivimos. La gran mayoría se muestran cautos, otros intentan comprender la situación indagando y preguntando. Otros, sin disimulo alguno, no demuestran el menor interés. La solidaridad surge y de hecho existe ( la campaña SOS recorre el mundo) pero la insistencia en obtenerla por el medio que sea comienza a convertir la causa Venezolana en un cliché de extremos encontrados, en una amarga discusión ambivalente que parece reducir y disminuir la verdadera gravedad de lo que padecemos fronteras adentro. Pero cualquier argumento tiene poca importancia, ante esa necesidad del Venezolano de asumir el conflicto como centro de la Atención mundial, como una visión esencial del análisis de la realidad más allá de nuestras fronteras. Y el desengaño puede ser doloroso, cuando descubre que no es así.

Mi amiga Patricia vive en Madrid. Durante las últimas semanas ha repartido volantes, levantado pancartas frente al consulado del Venezuela en la ciudad y solo ha recibido indiferencia. Me comenta, que la comunidad de Venezolanos es pequeña en número y no se muestra muy interesada en manifestar su opinión públicamente. Tal vez tengan miedo, me explica, con cierto cansancio. O simplemente la situación ya no forma parte de su vida. La escucho, preocupada por su tristeza, por su evidente angustia ante esa otra realidad de las cosas, lo que se muestra más allá de las entusiastas fotografías de la campaña en redes que solicitan apoyo para Venezuela. Porque aunque ha existido muestras enormes de solidaridad, también es verdad que poco a poco, la mirada pública se ha dirigido en otras direcciones. Patricia aprieta los labios y sacude la cabeza en la imagen borrosa via Skype.

- De vez en cuando aún me preguntan sobre lo que estamos viviendo, pero no tanto como antes - me explica - duele, pero eso te deja claro que el problema es nuestro. Que hay que resolverlo nosotros.

Pero Carlos no lo ve de esa manera. Enfurecido insiste en su punto. Me recuerda el apoyo del actor Jared Leto, la campaña de personalidades internacionales levantando el puño y el símbolo en favor del país. Le parece por completo desconcertante que no agradezca "la importancia" de cualquiera de los gestos que hemos recibido.

- Lo agradezco, pero sé también que solo se trata de una visión muy simplificada de lo que vivimos. No puedes exigirle a nadie que conozca detalle a detalle lo que padecemos - le explico - fue hermoso el apoyo en momentos tan complicados, pero el conflicto va más allá de eso. Y sobre todo, implica muchisimas cosas además de la visión internacional.

- ¿Estamos solos entonces? - me pregunta. Tiene el rostro tenso, preocupado - ¿Poco a poco nos quedamos solos con todo esto?

No sé que responder. Recuerdo lo preocupante que me pareció la maniobra política del Lobby Gubernamental en la Sesión de la Organización de Estados Americanos (OEA)  que bicoteó la posible  intervención de la diputada Venezolana Maria Corina Machado. La lider político había logrado el apoyo de Panamá para explicar a la comunidad internacional la versión de las victimas sobre lo que ocurre en nuestro país, pero al final, la intervención de la delegación diplomática de Nicaragua condenó el intento a una sesión privada sin mayor respaldo público. El menosprecio a la violenta situación que padecemos me desconcertó y enfureció, pero finalmente asumí - a regañadientes - que el gravísimo conflicto que atravesamos tiene poca o ninguna importancia en el escenario internacional. ¿Una opinión descarnada? quizás, me dije luego de leer los numerosos análisis sobre la posición de la OEA y sus repercusiones. Y es que para la comunidad Internacional, incluso la preocupante realidad de la violación de los Derechos Humanos en el país, parece parte de una situación confusa, un debate político que convierte la realidad del país en un complejo entramado de posiciones ideológicas encontradas. Una y otra vez, los reclamos de la protesta se enfrentan no solo a la particular visión sesgada de un país dividido por años de polarización, sino por una interpretación donde el peso del gobierno distorsiona de manera decisiva la realidad.

De manera que sí, nos encontramos solos, me digo. Lo admito con amargura, mientras miro mi personal recopilación de cada fotografía y mensaje de apoyo que recibe la protesta. Ese esfuerzo decidido de los Venezolanos fuera de nuestra frontera por mostrar lo que ocurre ahora mismo en el país. Y sin embargo, no es suficiente, pienso con una angustia que me sofoca. No lo es, a pesar de las lágrimas de alivio, esa sensación de agradecimiento que me despiertan la imagen de un desconocido que levanta con gesto preocupado la bandera de mi país. No lo es porque el país y su realidad desborda esa simplicidad de la visión de afuera, de la interpretación extra frontera. No lo es,  porque el conflicto Venezolano debe ser debatido como un mensaje que pueda expresar las ideas de la lucha en la calle a los que la contradicen, la minimizan y la desprecian. El debate entre Venezolanos, la admisión simple que la crisis comienza en esa brecha que separa a ambos bandos en disputa ¿Eso no incluye entonces ese deseable apoyo más allá de las fronteras? Por supuesto, pero no como fin inmediato ni asumiendo que existirá, que forma parte de una respuesta inmediata a la gravedad de lo que padecemos. Aceptar que el conflicto nos pertenece y la respuesta es parte de nuestra necesidad de reconstruir un país que se desmorona a pedazos, herido por el discurso de la violencia, maltratado por el miedo y la agresión.

Miro de nuevo la fotografía de Quino y me produce más incomodidad que nunca. ¿Necesitamos realmente ese reconocimiento de facto, bajo presión de cualquier voz pública que creamos deba ser el interlocutor de la protesta? ¿Merece una protesta elemental, una lucha de valores, un mensaje que se ha construido con esfuerzo esa mirada tibia, ese trofeo "con trampa" que no simboliza otra cosa que desesperación? No lo creo, me digo. La lucha en Venezuela necesita tener un sentido más allá del ruido mediático que pueda provocar, de la simpatía a ciegas que pueda producir. La lucha en Venezuela implica derechos, muestra la coyuntura de un gobierno militarista y autocrático. La lucha en Venezuela merece respeto y brindado, por los Venezolanos que forman parte de la idea que se desea expresar.

De niña, leí muchísimo a Mafalda. Lo hice a escondidas, casi. En casa, su actitud "comunista" no gustaba mucho a nadie. Pero a mi me asombraba su ternura, su humanidad, su profunda capacidad para entender los pliegues menos cómodos del corazón humano. Sonrío, mirando uno de mis caricaturas favorita de inmortal niña que odia la sopa y debate con la filosofía de una improbable experiencia. En ella, aparece sentada junto un enorme aparato de radio. Lo escucha, mientras alguien comenta en viñeta: "...El Papa hizo un nuevo llamado a la Paz..." Y Mafalda, la de Quino, la izquierdista, a la que le preocupa la estupidez humana por encima de todas las cosas, dedica al aparato una mirada casi triste. "¿Y le dio ocupado siempre ¿No?", pregunta. La imagen parece resumir esa lucha perenne, idealista, amarga, fragmentada, siempre dolorosa que emprendimos los Venezolanos en busca de un mensaje que sea capaz de hablar por todos, de construir algo más valioso que un discurso político basado en las armas. Y quizás, el mérito esa lucha sea, justamente como insiste la niña anciana que en ocasiones hace la veces de una diminuta conciencia de una latinoamerica de memoria corta, continuar aunque nadie parezca escuchar el reclamo, aunque la lucha parezca diluirse en simple dolor. Porque el verdadero ideal se construye, se dice, poco a poco y con valor.

C'est la vie.

domingo, 23 de marzo de 2014

Venezuela en emergencia: El miedo y la amenaza en medio de la batalla dialéctica.






Adriana Urquiola no estaba manifestando. En eso insisten todas las notas de prensa que mencionan su caso, como si Manifestar fuera en si mismo, un delito que mereciera un castigo. Pero es la manera como se describe su inocencia, el hecho casual que la llevó a la muerte. Adriana bajaba de un autobús en la Urbanización Los Nuevos Teques del Estado Miranda, sin otra culpa que necesitar recorrer a pie unos cuantos metros en medio en conflicto. Adriana, estaba embarazada de tres meses y con toda seguridad, estaba deseosa de regresar a su casa para descansar luego de un día probablemente extenuante, para reír junto a su esposo por alguna anécdota de ese preciada etapa de madre primeriza que disfrutaba. Probablemente, no sabía que unos metros más allá se encontraba un grupo de manifestantes, rodeando una barricada. Tampoco podía saber que un desconocido armado, había decidido arremeter contra la protesta a balazos. Adriana simplemente cometió el único que han cometido cada una de las victimas que han sido asesinadas durante un mes de anarquía y de incitación a la violencia: encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado, de transitar en medio del caos que auspicia la admisión de la impunidad y la criminalización de la opinión que padece nuestro país.

No, Adriana no estaba manifestando, pero fue asesinada de la misma manera que otros tantos que si lo hacían durante las últimas cinco semanas. Y quizás por las mismas razones. Como cada una de las victimas de la Violencia callejera que el Gobierno alienta como forma de represión, su muerte, se transforma en otro símbolo de la indiferencia y la actitud irresponsable de un gobierno que penaliza la opinión en lugar de condenar su muerte. Adriana Urquiola fue asesinada de un disparo en un país donde la ley de desarme no es prioridad legislativa, donde cualquier argumento para su discusión se considera innecesario y mucho menos, de urgencia. Eso, a pesar que somos el tercer país más peligroso del mundo, que cada fin de semana casi un centenar de Venezolanos son asesinados a mansalva por el único delito de ser carne de cañón para la irresponsabilidad de un Estado ciego e indiferente a la tragedia que padecemos.

Porque al Gobierno trasladó la discusión, no al hecho evidente y repudiable que un desconocido disparó contra una multitud desarmada. Eso, para los lideres oficialistas, no es tan repudiable como el hecho que Adriana se encontraba a metros de una barricada. Elías Jaua insiste que el clima de violencia lo produce y exacerba la protesta, no el ataque criminal de un ciudadano armado de manera ilegal que dispara. Con la intención clara de politizar el hecho, el funcionario crea una matriz de opinión sobre la muerte d Adriana Urquiola que ignora lo básico: el culpable es quien dispara y continúa impune.

La responsabilidad del gobierno es la de procurar todos los medios para evitar violencia armada. El chavismo hace justo lo contrario: porque la discusión y el debate no insiste sobre la necesidad de protección del ciudadano que es la victima de un sistema que auspicia la violencia, sino en el hecho que se debe criminalizar cualquier visión que disienta de la versión oficial. Porque el delito en Venezuela no es empuñar un arma y disparar. El verdadero crimen en un país donde la represión desmedida es legal y la agresión una herramienta de disuasión es opinar.

Miro la fotografía de Adriana: Una mujer joven que sonríe, casi con inocencia. Adriana no manifestaba, pero su muerte se convirtió, en esa sincronía inquietante de los tiempos violentos que padecemos, en otro motivo para hacerlo. La protesta que se convierte en necesidad, en mensaje, en una forma de expresar no solo el descontento sino esa imperativa necesidad de enfrentarse al miedo y a la opresión.



Me encuentro con mi amigo Juan Antonio (que insistió usara su nombre real) en su casa. Aún lleva la mano derecha inmovilizada y tiene una enorme raspón de aspecto doloroso en la mejilla. Sobre todo, aún está asustado por la experiencia que vivió, hace seis días en Valencia. Pero más allá de eso, Juan está enfurecido, desconcertado por haber sido una victima más, en la incesante estadística de violencia de un país en conflicto. Para él, lo que vivió no solo demuestra la grave coyuntura que atravesamos sino sus implicaciones.

- Aquí todos somos vulnerables - me dice. El rostro cansado, la mano sana temblorosa - aquí no se salva nadie de la locura de lo que esta ocurriendo en la calle.

Juan Antonio no es estudiante. Tampoco es partidario de ningún extremo político: es cobrador de cuenta de una empresa del ramo y durante las últimas semanas ha intentado sobrellevar a duras penas, en medio del dificil clima de conflicto que atraviesa el país. Porque Juan Antonio insistía en que no ocurría nada de especial gravedad y que había que continuar la vida rutinaria como pudiera. El caos en las calles parecía resumirse en una mera percepción de la realidad.

Hace seis días, Juan tuvo que trasladarse al Trigal (Valencia, Estado Carabobo) para cobrar una de las cuentas pendientes de la que se ocupa. Juan no es asiduo al Twitter  ni tampoco a ninguna otra red Social, de manera que no tenía noticias sobre la situación de Violencia que en ese momento estaba atravesando Carabobo. Tampoco le habría importando, de haberlo leído. Durante las últimas semanas, Juan me insistió en más de una ocasión que lo que estaba ocurriendo en las calles de Venezuela, no era otra cosa que "desorden" y "los muchachos de siempre echando varilla". Como muchos otros ciudadanos de este país, para Juan la protesta no era más que una expresión pasajera de descontento, esa espontánea reacción que de vez en cuando todo país sufre en sus calles. Una visión un poco brumosa del verdadero malestar que atravesamos.

Muchísima gente le llamó a Juan indiferente. Yo fui una de ellas. Durante las tensas semanas de protestas, en más de una ocasión su insistencia en disminuir la gravedad del conflicto que atravesamos me demostró que definitivamente, hay una parte del país que no solo no se siente involucrado con el motivo de las incesantes manifiestaciones, sino que directamente no le importan. En una ocasión, Juan me insistió que en Venezuela protestar: "Se convirtió en una especie de alboroto farandulero", una opinión que me demostró que el ciudadano Venezolano aún no se considera parte - mucho menos protagonista - de la expresión del descontento que vivimos. No obstante, esta visión sesgada sobre el país no es extraña en una sociedad donde la opinión tiene un sesgo definitivamente ideológico. La realidad parece dividirse en dos, abrir un compás de espera para construir una interpretación concreta sobre lo que ocurre.

Quizás Juan recuerda nuestras conversaciones mientras me cuenta lo que vivió. Lo escucho, preocupada: Le noto cansado, agobiado, definitivamente abrumado.

- Una cosa es lo que creemos que está ocurriendo y otra es la que pasa en la calle - me dice - y cuando entiendes la diferencia, la realidad es otra cosa. Te pesa.

Una frase lapidaria, más aún viniendo de alguien que durante años, insistió no tener opinión política en un país donde todos parecen necesitarla. Para Juan, toda circunstancia Venezolana se encuentra a merced de ese gran debate ideológico que parece incluir cada extremo de lo que vivimos, de lo que se asume real y lo que no lo es. Tal vez por ese motivo, Juan se sorprendió con la súbita escena de caos que tuvo que enfrentar. La realidad, más allá de la noticia, del debate simple. Me explica que la escena con que se encontró en las calles del Trigal le sorprendió por inesperada, impensable:  las calles cerradas por barricadas humeantes, el sonido de detonaciones escuchándose a la distancia,  un fuerte despliegue militar en los alrededor. Sin comprender que ocurría,  tropezó con un grupo de manifestantes que levantaban pancartas en una esquina mientras un grupo de funcionarios uniformados les arrojaban bombas lacrimogenas. En medio de la confusión, Juan intentó retroceder pero fue atacado por piedras y botellas por una multitud desconocida. Aterorrizado, se arrojó al suelo y trató de esconderse, pero pronto se encontró en medio de  la confusión de gritos, el olor insoportable de las lácrimogenas y la violencia, plena y directa. Me cuenta que durante casi una hora, temió morir, agazapado detrás de una pared, escuchando el vaivén de las Tanqueta recorriendo la calle, las detonaciones, las explosiones de bombas y otros artefactos. Finalmente, y gracias a la ayuda de un vecino de la localidad que le brindó refugio en una de las casas, pudo escapar del desastre. Para entonces, se encontraba medio asfixiado, cubierto de raspones y moretones y con un dedo de la mano derecha dislocado. Sonríe con amargura cuando levanta la mano para mostrarme el vendaje.

- Y sali barato - me dice - para lo que estaba ocurriendo allí, pudo haber sido mucho peor.

No lo contradigo.  Hasta ahora, el Trigal, una de las zonas más golpeadas por la represión desmedida en Valencia, ha sufrido el asedio de los cuerpos de seguridad del Estado por días enteros con un lamentable saldo de docenas de heridos y dos asesinatos por herida de bala. Cuando se lo comento, Juan sacude la cabeza, se encoge de hombros.

- No es posible vivir de esta manera, esa gente no estaba haciendo nada, yo no estaba haciendo nada - me dice - y creí que podría morir. Una zona de guerra.

Me describe, de nuevo, el sonido de las tanquetas, el rumor sordo del estallido de las bombas lacrimogenas. Y es que para Juan, el horror reside en enfrentarse a la represión cruda, a esa violencia indiscriminada que durante semanas enteras han sufrido las calles de Venezuela. Esto está por encima del discurso político, me dice, muy por encima de toda idea borrosa y poco precisa que pueda tenerse sobre el conflicto que atravesamos.  Su esposa, que nos escucha en la cocina cercana sacude la cabeza.

- Esconder la cabeza no hará que el problema se solucione - dice de pronto. Juan inclina la cabeza entre los hombros encorvados y supongo que ambos han sostenido aquella discusión muchas veces - el país se nos cae a pedazos. Eso no tiene nada que ver con quien apoyes, todo lo sufrimos.

Juan no responde de inmediato. Por mucho tiempo, me insistió en que el debate político no era lo suyo, que de hecho le importaba bastante poco lo que ocurría más allá del mundo de las cosas prácticas,  de esa normalidad quebradiza que parece esconder el verdadero rostro del país. Y no obstante, lo que ocurra desborda la simple opinión, la decisión discrecional de asumir que Venezuela está padeciendo los avatares de una conflicto que se manifiesta de mil maneras distintas. Y es que la Venezuela real, la rota por mil circunstancias, la que debate entre la violencia y la necesidad de evasión, parece desbordar cualquier interpretación simple, toda consideración que intenta mirar el problema desde un solo punto de vista.

- No es solo sobre la escasez que sufrimos, o sobre lo costoso que está lo poco que conseguimos - responde por último. Su mujer, en la puerta de la cocina, nos mira a ambos con rostro preocupado - es algo que va más allá. Es el caos, es lo incontrolable. Pude morir. De verdad, pude morir.

La idea parece abrumarlo. A mi también. Es un pensamiento que he tenido con frecuencia durante las últimas semanas. Y sí, como insiste Juan, poco tiene que ver con la postura política que profesamos e incluso, con el simple hecho de asumir una visión critica sobre lo que sufrimos. La violencia de infinitas implicaciones, la realidad desbordando la simple indiferencia.


Cuando leí sobre lo que le había ocurrido a la madre de mi amiga Ananda (es su nombre real), me horroricé. No solo porque el hecho demuestra que la violencia en Venezuela parece indistinguible de esa normalidad que pretendemos sobrellevar sino porque además, es uno de esos episodios que reflejan esa país caótico, roto a pedazos en una mezcla de ideología y el odio como arma política que padecemos. Cuando le pedí que me contara que había ocurrido con más detalle, lo que Ananda me narró me dejó bastante claro - si es que hacia falta - que el problema de la violencia en Venezuela es mucho más profundo que la diatriba política, y sus implicaciones más preocupantes que la interpretación de la represión como sobredimensión de la protesta. La Violencia Venezolana es un hecho cultural.

La madre de Ananda vive en Coro (Estado Falcón) donde las protestas han pasado desapercibidas o eso parece ser la opinión general. De hecho, la información sobre las protestas (esporádicas y numéricamente reducidas) de algunas zonas del país se confunden en la multitud de noticias y contradicciones sobre lo que ocurre en las zonas de mayor conflictividad. Ananda me cuenta que además, su madre sufre de un cuadro médico preocupante: arteroesclerosis. Hace doce años se le practicó un bysspass cuadruple que no mejoró demasiado su condición, por lo que actualmente, tiene problemas fisicos de moderada gravedad o como me puntualiza Ananda "sufre de discapacidades muy obvias" y visibles, con dos cicatrices que le atraviesan el pecho y los brazos, señales inequívocas de su estado físico. Aún así decidió protestar, con esa espontaneidad del ciudadano que asume su deber crítico. O simplemente, con toda la ingenuidad del ciudadano de a pie, desbordado por un país en crisis.

Cual sea sus motivos, se enfrentó, como mi amigo Juan, a esa violencia brutal y directa que padecemos en un país donde la represión judicial se extiende a todas partes. El día 16 de Marzo, salió a la calle en compañia de dos de sus sobrinos para protestar. En medio de la protesta, la Policia intervino para contener a los participantes, incluyendo a la madre de Ananda, que fue golpeada en medio de la confusión con tanta rudeza como para provocarle numerosos moretones en los brazos. De inmediato, los estudiantes intervinieron para protegerla, mientras sus parientes se enfrentaban a la policía. Uno de ellos, también fue maltratado mientras era insultado a gritos por un funcionario de seguridad del Estado "blanquito mariquito ahora te vamos a joder". Finalmente pudieron escapar sin otro incidente que lamentar, pero el miedo queda, del temor no se escapa.

Y es que la madre de Ananda lo resumió lo mejor que pudo cuando le contó a su hija lo que había sufrido "Vivir aquí es una pesadilla". Porque la violencia en Venezuela, más allá de esa estridencia del partidario, de las consignas que se insisten, de la propaganda gubernamental que intenta sustituir a la verdad, es una realidad que pesa, que agobia, que se hace incontrolable y dolorosa. La agresión como arma, el resentimiento como reclamo cultural y lo que es más preocupante, esa normalización del verbo que hiere, que divide como parte de la cultura y la sociedad, como expresión política.

Las victimas anónimas de la violencia irracional.