Venezuela siempre será dicharachera y burlona.
Escucho la frase con cierto sobresalto. Voy sentada en un autobús repleto de pasajeros, cabizbaja y desconcertada. En el vehículo, hay una cierta normalidad a trozos, mal encajados, un poco desiguales. Los pasajeros ríen y conversan en voz alta, la música a todo volumen me abruma, el vaivén del vehículo me deja un poco mareada. Hay algo de claustrofóbico en esta intimidad forzada, limitada y extraña, de esta multitud con la que avanzo en medio del tráfico. Y entonces, la frase parece flotar sobre todo, pendular sobre esa sensación de desarraigo violento que me sofoca, quizás otorgandole un sentido. Me vuelvo para mirar quien la pronunció. Un anciano canoso, con el rostro cansado, sonríe con picardía.
- ¿No es así señorita? - me dice, como si ambos hubiésemos estado conversado antes - Este país es un bochinche, un desastre sobre el desastre. Puede pasar lo que sea, pero siempre habrá desorden. Es lo único seguro.
No respondo. Miro de nuevo al frente, con los labios apretados por una frustración dolorosa. Porque en Venezuela, ese buen humor a regañadientes, esa normalidad forzada, es parte del paisaje cultural incluso antes que pueda recordarlo. Y es que el venezolano ríe para no llorar, ríe para disimular la amargura, ríe para transformar el miedo en algo más dúctil, mucho menos angustioso, quizás. Pero es una risa hueca, abierta a interpretación. La risa que se doblega a esa necesidad de evasión, de la nada por la nada, en medio de la anarquía que desborda la realidad, que carece de sentido e identidad.
Pero es "normal" esa frivolidad, ¿No es así?. Lo pienso mientras camino por las calles llenas de transeúntes. La algarabía de lo cotidiano, el tráfico tan denso como cualquier otro día de la semana. Ese egoísmo quebradizo del ciudadano común, cada quien a sus asuntos. Las tiendas abiertas, el vocerío de la calle el mismo que siempre. A pesar de las noticias incesantes sobre ataques a ciudadanos, sobre la lista de asesinatos que aumenta a diario, a pesar de la represión, del ataque constante a la legalidad y al sistema democrático, la normalidad continúa fluyendo, se estanca en una especie de imagen cien veces repetida. Miro a mi alrededor, incrédula y desconcertada, y me pregunto que nos sostiene, que nos deja sin voz y sin sentido, en medio de esta lucha entre lo aparente y lo real, entre el país que se debate y se enfrenta así mismo, y ese otro, que subsiste gracias a la indiferencia, a esa necesidad de mirar a otra parte. Una nación que se enfrenta a la esencia misma de la cultura del desastre, de la ignorancia. La victima de la herencia histórica.
Cuando me quejo en voz alta sobre todo eso, mi amigo Juan (no es su nombre real) me mira casi con simpatía. Juan es uno de los indiferentes, o así le llaman con frecuencia, aunque desde luego no lo es. O eso afirma de vez en cuando, como si se disculpara por cierta actitud displicente. Juan se preocupa por lo que está ocurriendo, pero a la manera tibia de quien no se siente especialmente involucrado en lo que ocurre. Lamenta los asesinatos, por supuesto y me cuenta que acudió a una que otra marcha. Pero "la política no es lo suyo" me cuenta, mientras ambos almorzamos en un pequeño restaurante de la ciudad.
- No tengo nada que opinar, Venezuela es así - me dice. Recuerdo esa otra frase, la que escuché hace tan poco. Venezuela siempre será dicharachera y burlona. Siento un escalofrío casi doloroso.
- ¿Así como?
- Un caos por donde se le mire. No sé de qué te sorprende lo que ocurre: toda la historia de Venezuela ha sido un enfrentamiento, ricos contra pobres, realistas contra patriotas, adecos contra copeyanos. Nada de lo que ocurre es nuevo.
No respondo. En el local donde nos encontramos, la normalidad es un barniz casi creíble: un grupo de hombres y mujeres ríen en voz alta en una esquina, y una pareja comparten confidencias en una esquina. Los mesoneros caminan de un lado a otro, llevando y trayendo bandejas llenas. Y eso me hiere, me enfurece. ¿Donde están los nombres de los fallecidos? ¿Quien conoce que ocurre más allá de esta Caracas hipócrita? Juan sacude la cabeza, mostrándose casi comprensivo.
- Los conflictos en Venezuela siempre son lentos, y nunca evidentes. Nadie quiere verse involucrado - me dice. Lo dice casi ufano, como si esa indiferencia del gentilicio fuera algo deseable. Incluso comprensible - así vivimos. Así sobrevivimos a Chavez y le sobreviviremos a esto.
Pero ¿Que es "esto"? Me pregunto, con una sensación de pura cólera, que no sé a que atribuir realmente. ¿Decepción? ¿Preocupación? ¿Miedo? durante seis semanas, el país entero se ha visto sacudido por una ola de protestas que parecen tener como único punto en común la espontaneidad, ese malestar genérico que devino en manifestación pública, en declaración de principios. Desde la pancarta, levantada por amas de casas anónimas, hasta enormes barricadas incandescentes construidas por ciudadanos con el rostro cubierto con capuchas, las calles de varias ciudades de Venezuela se sacuden en un clima angustioso de confusión. Más allá, el Gobierno, utilizando las armas de Estado agrede, aplasta, intenta convertir en criminal la protesta. Las agresiones son parte del lenguaje político. Los asesinatos bajo el auspicio del terrorismo de Estado, aumentan. Y sin embargo, el país insiste en esta normalidad a mansalva, a medio construir. La forzada, la sostenida por hilos cada vez más endebles, pero que para muchos ciudadanos es suficientes.
- Es absurdo hablar de normalidad cuando la mitad del país está siendo atacado y reprimido por la fuerza pública - le digo. Lo hago en voz alta, clara, para que todos a mi alrededor me escuchen. Alguien de los grupos del fondo me dedica una mirada rápida, incómoda. Un comensal solitario levanta el rostro de su taza de café y me dedica una mirada vaga, distraída. Existo y no existo. ¿Así sucede también con la realidad del país? - Lo que está ocurriendo no es normal, tampoco parte de un proceso histórico. Es violencia, ¿Entiendes? Es Violencia.
Juan no me responde. Inclina la cabeza, avergonzado. Pero no por lo que le digo, sino por las miradas curiosas a nuestro alrededor, por el desagradable silencio que nos dedica el local. Finalmente, extiende la mano y toma la mía. Con cariño, casi en un gesto de consuelo.
- Creo que estás muy alterada - me comenta - es comprensible.
La ira me hiere. Quisiera gritar, rebelarme contra esta complicidad del silencio ¿Que coño está ocurriendo en este país? quiero gritar ¿Que tiene que suceder para entender que las muertes y la violencia no es normal ni podrá serlo nunca? ¿Que fingir que puede serlo es parte de esa idea del país a pedazos, que se deshace en esa visión turbia y confusa de la realidad? Pero no lo hago. En lugar de eso, me levantó y sin decir una palabra más, ni siquiera a Juan, salgo del restaurante. Todos me miran. Alguien suelta una risita. Una mujer cuchichea algo por lo bajo "Este país es un desastre".
Un desastre, sí. Camino por un centro comercial cercano con una sensación de tristeza amarga. El paisaje del fracaso, parafrasean a Marcel Ventura. Hay un ambiente de silencio forzado, de simple agonía en proceso en los pasillos vacíos, las vidrieras arrasadas, la prosperidad rota en anaqueles silenciosos. Me detengo en una tienda donde una vendedora me mira casi con curiosidad, como si se preguntara en privado sino comprendo el mensaje de esa soledad quebrantada, disfrazada de espacio neutro en medio del desastre.
- Tenemos así desde enero - me explica cuando le pregunto sobre la situación general de la tienda. Al principio, sonríe incómoda. No quiere hablar, pero al final lo hace, casi a regañadientes. Quizás admitirlo en voz alta sea un nuevo dolor - Al principio, pensamos que recuperaríamos inventario antes de febrero, pero llegó esto...y estamos así.
"Esto", otra vez, para describir el tumulto, el miedo, el terror lento y sofocante que se esconde en las vitrinas decoradas para vender nada, de maniquíes que llevan ropa pasada de moda, de las etiquetas polvorientas que se desprende de la ropa. De nuevo, esa sensación brumosa para describir lo que vivimos, ese espacio entre la violencia callejera y el día a día que avanza a trompicones y tropezones, con dificultad. Ese paisaje terrorífico donde la muerte se normaliza, se banaliza, forma parte de los salientes y pequeños resquicios de la cotidianidad.
- ¿Crees que todo se calmará? ¿Qué ocurrirá algo más? - pregunto. La muchacha suspira. Mira sobre el hombro la tienda vacía, el pasillo donde impecable. Parece normal pero no lo es. Pudiera ser normal, una instantánea de la Venezuela común, hasta que las vidrieras desnudas te sacuden, te cuenta la historia escondida.
- No, creo que continuará. Pero no sé a donde parará todo. Aquí todo siempre es un desastre.
La Venezuela del bochinche, la que nunca pasa nada. Recuerdo el revuelo que causó la frase Ingrata de José Vicente Rangel, allá por el año 2002, para describir un país paralizado y sacudido por el descontento "Todo está excesivamente normal". Que amargo comprobar que con el devenir de los años, el caos y la indiferencia, la frase llegó a tener sentido, a formar parte del imaginario de un país desconcertado. La normalidad excesiva, fingida, falsa, en la multitud que recorre de un lado a otro las calles, que se forma en largas colas pacientes para comprar comida, que escucha la noticia de muertes y agresiones con la simplicidad y pasividad del testigo que no se involucra. Porque la violencia le ocurre a otro, porque el terror callejero no existe más allá de las imágenes esporádicas, de los rumores que en ocasiones carecen de sentido. ¿Quienes somos?
Mi vecina, que se autodenomina "NiNi" se queja en voz alta del altísimo costo de los productos de primera necesidad. Lo hace, a quien quiera escucharla, mientras que con un grupo de vecinos, aguarda el ascensor. Todos la miramos en silencio. Todos hemos escuchado su insistencia en no "hablar sobre política" para referirse a lo que ocurre en el país más allá del limite de lo privado, ese ámbito real que parece extenderse en un terreno sensible que se niega a abordar, que para ella jamás existió, que disminuyó a conveniencia. Insiste, en "la tensión en la calle", en el terror que le producen "los ataques de gente desconocida", de "eso que ocurre" en la calle. Como no obtiene respuesta, se encoleriza, murmura por lo bajo, sacude la cabeza frustrada. Al final, nos dedica una mirada herida, irritada.
- La intolerancia nos matará.
Lo dice así, sin más, como si el silencio férreo de pura reprobación que le rodea significara algo más agresivo que una critica cansada, que un símbolo de esta confusión que todos padecemos, que a todos ataca. Suspiro. La frase parece flotar en este silencio empecinado, en medio de esta pequeña multitud decepcionada y agotada. Más tarde, me preguntaré si la intolerancia comienza en ese exacto momento donde la realidad nos desborda, donde nos obliga a tomar posiciones, donde la vida común parece chocar contra la imposibilidad, contra el caos que espera más allá de la puerta abierta. Y no sé cual pueda ser la respuesta. No sé hasta que punto, Venezuela se comprende así misma, si es que lo hace. Y me duele no comprenderlo, me abruma esta soledad de las ideas.
El país roto a pedazos. El de la victima anónima.
C'est la vie.