Cuando Gladys (No es su nombre real) me invitó a su casa, estuve a punto de negarme. De hecho, lo hice. Con la natural desconfianza de quien creció en un país violento, la invitación me provocó viejos temores y algunos muy nuevos, que no sabía que estaban allí. Pensé en secuestro, en alguna elaborada trampa criminal desconocida que me convertiría en victima, en el simple hecho que no entendí, de inmediato, las intenciones de una mujer a la que había visto a lo sumo seis o siete veces en mi vida. Intenté explicarselo sin herirla, pero no supe hacerlo. De manera que lo admití con cierta tristeza.
- Tengo miedo.
Gladys no respondió de inmediato. Nos encontrábamos en la misma esquina en que nos hemos encontrado durante las últimas semanas, a cuadra y media del Estadium deportivo de la calle donde vivo. Le entregué, como siempre, uno de mis volantes. Esta vez con unas cuantas citas de Gene Sharp, el celebérrimo ideario de la revolución pacifica. Lo leyó con interés - aunque no tanto como las noticias que incluí más abajo - y luego, como si se lo hubiese estado pensando por meses, me invitó a su casa. Así, con toda simplicidad, con una amabilidad antigua que yo, sobreviviente a una Caracas árida y dura, no entendí muy bien.
- Hija, yo la voy a cuidar. No le va a pasar nada. Pero quiero vea como es aquello - me explicó. Cuanta inocencia. No había ninguna malicia alguna en su invitación, pero sobre todo, había una genuina franqueza en el ofrecimiento. Quiero que vea como es aquello. ¿No era eso de lo que habíamos conversado por días? ¿No era sobre lo que yo le había preguntado insistentemente? La vida del barrio, la manera como los que enfrentaban día a día la violencia, intentaban comprender la Venezuela actual, agresiva y cruda. Me sentí incómoda, hipócrita. Me sentí, de nuevo, ignorante de la realidad del país donde vivo, un visitante casual en la realidad.
- ¿Por qué me invita? ¿Sólo por lo que hemos hablado? - tenía que preguntarselo. Había una pieza en todo aquello que no terminaba de encajar. O al menos, así me lo parecía. Gladys me dedicó unas de sus miradas muy ancianas, amables. Pero había algo triste en su expresión, en sus arrugas de puro agotamiento.
- Yo quiero que usted vea lo que pasa en donde yo vivo. Quiero que entienda, porque algunas cosas son como son, que no las va a entender solo hablando conmigo - me explicó - mija, si quiere no venga, pero mi casa es como yo me entiendo, como entiendo el país y todas esas cosas que nos preocupan a todos, como dice usté.
La respuesta me produjo escalofríos. Me hizo sentir una curiosa sensación de peso y responsabilidad. Una puerta abierta al diálogo, una ventana para mirar el mundo desde el otro lado, comprender a Venezuela integralmente. ¿No era eso lo que había intentado hacer en un ejercicio de conciencia? ¿No era esa visión de las cosas, mínima y disminuida por mis propios prejuicios, lo que intentaba transformar en respeto por el otro, por lo que ambos asumimos como país? Finalmente, la vergüenza me coloreó las mejillas. Que conformistas podemos ser, me dije. Que poco responsables somos sobre los conceptos que insistimos nos pertenecen. Cuando apoyé con cariño mi mano en el hombro de Gladys, tuve una clara sensación de comprensión sobre lo que creo y lucho: incompleto y sin sustancia. Necesito comprender, observar, para respetar lo que somos, para aspirar un futuro donde todos podamos asumirnos como parte de una idea de país que nos incluya, con nuestras diferencias y opiniones. Porque Venezuela aspira a ser una nación, más allá que fragmentos de ideología y el primer paso es sin duda, el de ser ciudadanos.
- Gracias por invitarme - respondí por último - Iré con todo gusto.
- Yo la cuido mija - repitió, como si para ella fuera importante que lo supiera. Y había algo más en esa frase, en esa mirada sincera. Una muestra de confianza.
La acepté.
Antimano tiene un rostro muy joven y cansado. Esa fue la impresión que tuve, cuando me bajé del autobus junto a Gladys y miré la populosa calle que conduce al centro mismo del barrio. Porque a pesar del concreto roto, de las paredes sucias, de los edificios medio derruidos que inclinan la cabeza, la calle está viva, muy viva. No en vano, Antimano, es uno de los barrios más populosos de Caracas, aunque no es el más grande, ni mucho menos. No podría compararse con Petare, gigantesco e intrincado, emblemático en Latinoamérica, simbolo como las Favelas Brasileras, de la cultura del desarraigo cultural. No obstante, con sus 150.971 habitantes, en si mismo una pequeño mundo, una frontera con la Venezuela consecuencia directa de años de maltrato cultural y social. Cuando camino con Gladys por la calle frente al Seguro Social de la Localidad, la zona tiene un aspecto arrasado, agrio. Y sin embargo, Antimano no es ni mucho menos un lugar tenebroso. Hay una animación ruidosa en todas partes, esa energía juvenil, desordenada y sin duda peligrosa que parece definir al barrio en Venezuela. Un pequeño parquecito en una esquina está lleno de niños que gritan y saltan de un lado a otro. Más allá, en una de las esquinas, hay un mercado popular abarrotado de compradores. El tráfico de automóviles, avanza en procesión, entre corneteos y gritos de conductores. Los autobuses avanzan casi a sacudones, mientras una riada interminable de usuarios, la mayoría de ellos muchachos y muchachas con camisa azul, suben y bajan a la carrera, entre risas. El bullicio es ensordecedor y se confunde con el olor de los pinchos de carne que se venden en los pequeños puestos de comida callejera. Una gran multitud de transeúntes atraviesa el pequeño bulevard con dificultad,. Aquí por supuesto, tampoco pasa "nada". La vida transcurre exactamente igual como lo ha hecho durante treinta o cuarenta años. La vida en el Barrio tiene poco o nada que ver con la ciudad que se perfila al otro lado de la autopista, tan cercana. Aquí, lo real es otra cosa. Así me lo explica Gladys mientras caminamos juntas, conversando en voz baja en medio del escándalo que nos rodea.
- Las cosas aquí son duras pero siempre ha sido la casa de uno - me cuenta. Una enorme cola de compradores espera en un abasto pequeño junto a la calle transitada. La entrada esta cerrada y enrejada. Un vigilante de uniforme remendado deja pasar a un comprador de vez en cuando. Un cartel me explica que solo puede llevarse un artículo a la vez. "Pero hay" agrega Gladys. Como también hay en el Mercal más allá, que no distingo en medio de la multitud. Un grupo de motocicletas desfila entre el tráfico. Llevan camisa rojas. Me detengo, casi de manera involuntaria, pero Gladys no parece preocuparse. Aquí, ese mito Urbano, esa invocación de violencia llamados "los colectivos", son el vecino, el amigo, el hermano. De manera que cruzan, de un lado a otro, con la camisa roja bien visible. Uno de ellos lleva una bandera y otro, un saco de harina precocida. El zumbido de los motores me marea, o quizás sea solo está sensación de encontrarme en otra Caracas que no reconozco, que no tiene el menor parecido con la que creí, pero que existe y es real.
Hace un rato, cuando nos encontramos en la puerta de la Universidad Católica Andrés Bello, Gladys me pidió que no llevara el celular, ni tampoco nada de "esos aparaticos", de manera que por ahora, no habrá fotografías. ¡Y que decepción me produce eso! Hay tanto que mirar aquí, tanto que contradice a la idea que suele tenerse sobre Antimano, sobre el barrio caraqueño en general. Sí, hay prolifera el escándalo anarquico, hay ese caos casi crítico que me deja un poco sin aliento, amedrentada y confusa. Miro a todas partes, con esa paranoia usual, esperando la agresión y la violencia. Pero encuentro algo más: Vida. Y no es idea romántica, la idealización de lo cotidiano. Es la vida de los rostros cansados, de los gritos y la familiaridad. Del sonido de la calle cada vez más extraño, agudo. Gladys se enfrenta a todo, lo atraviesa con una serenidad que me asombra y que no puedo imitar. Caminamos juntas y en un gesto casi maternal, ella se vuelve a mirar cada tanto, para asegurarse que sigo cerca, que estoy bien quizás. Sonrío, y me pregunto que encontraré aquí, en medio del olor a gasolina y a basura, de humo y de algo más nítido pero profundamente humano que no sé definir muy bien.
Por supuesto, la omnipresente imagen política cuelga en todas partes: en las paredes atiborradas de afiches de papel de numerosos candidatos de las incontables elecciones celebradas durante los últimos años , indistinguibles unos de otros. Curiosamente, el rostro del actual Presidente, se desdibuja en la profusión del ya tradicional monograma de los ojos de Hugo Chavez, que llenan cada espacio en las paredes, vallas, postes de luz. Chavez nos observa de todas partes, como el padre ausente y querido. De hecho, para Gladys lo es. Me cuenta que cuando murió, ella y sus vecinas salieron a ese mismo boulevard a llorar, a lamentarse. Un duelo que les tomó semanas superar.
- Es que el Comandante metió la mano aquí - me dice. Empezamos a subir una escalera de concreto muy empinada que nos conducen a un callejón de paredes altas sin friso. El barrio comienza aquí, pienso nerviosa. Aquí comienza ese lugar temible, esa visión de Venezuela que se estigmatiza y que poca gente conoce. Gladys me va explicando del Barrio adentro, tan útil, que se construyó en "La Colmena", la parte más alta del Barrio y también del nuevo alumbrado público que ilumina la "Cruz verde", una zona tan peligrosa que por años, nadie se atrevía a pasar luego de caer la tarde. Otra realidad, me digo, con los dientes apretados de miedo. Otro país. ¿Como vamos a entendernos? ¿Cómo vamos a comprender el futuro que deseamos construir si una parte de Venezuela no reconoce y además desconoce a la otra?
Las escaleras se hacen cada vez más empinadas pero también más abiertas y amplias. Lentamente, avanzamos hacia una calle, de aspecto casi tranquilo. Las casas, con sus puertas enrejadas y pintadas en colores muy vivos, tiene un aspecto casi infantil. Allí, el bullicio de más abajo apenas se escucha. Hay una ristra de montaña que sobresale de los balcones mal construidos. De las farolas cuelgan papagayos rotos. Y esa imagen, más que otra cosa, me entristece y me enternece. Otra vida.
La casa de Gladys es pequeña pero pulcra y ordenada. La sala donde me encuentro está pintada de azul y tiene docenas de fotografías colgadas en las paredes, enmarcadas en madera. También hay esculturas de Santos y Vírgenes y recortes de periódico. Hugo Chavez me sonríe desde una vieja fotografía amarillenta entre todos. Otra divinidad más entre la mirada devota de Gladys.
- Cuando me mudé para acá, fue porque me sacaron de abajo, de Carapita - me explica Gladys. Nos tomamos un poco de té de manzanilla, sentadas en los muebles de mimbre. Afuera, escucho los gritos de niños jugando y música, un gran estallido de música caribeña que al principio es solo un rumor pero que de pronto, aumenta tanto que las ventanas de la casa tiemblan. Sin inmutarse, Gladys la cierra y el sonido disminuye un poco - eso fue hace como cincuenta años. Mi marido y yo construimos la casa a punta de ladrillos y de trabajo como zapatero. Pero es una casa bonita. Mi hija mayor vive arriba, mi hijo en el cuarto chiquito de la platabanda y mi hija duerme conmigo.
Gladys es viuda y se ocupa de ayudar en casas de familia para mantenerse. También cose. Pero al final, debe vender dulces caseros, cuidar niños ajenos para lograr reunir el dinero suficiente para subsistir. No le molesta, me dice. Le gusta trabajar y ella disfruta del trabajo duro, me aclara: "No soy ninguna floja, aunque mis muchachos dicen que trabajo mucho" me explica con una sonrisa. Los muchachos son una hija que estudia educación en el Pedadogico y su hijo, que es mecánico y vive junto a su esposa y un bebé de meses en la segunda planta improvisada de la casa. La casa respira una prosperidad muy discreta y humilde. Las paredes están bien pintadas, los cuartos ordenados. La plantabanda de la que me habla, hace las veces de terraza y segundo piso improvisado: rebosa en flores. La estructura parece pendular peligrosamente sobre vigas oxidadas de metal y de hecho, está a medio terminar. Pero las Trinitarias de un encendido color fucsia se derramaban en el concreto roto y humedecido por el moho que se cae a pedazos. Hay una belleza trágica en la imagen. Una especie de postal del desarraigo, de la tristeza anónima.
- ¿Como era todo por aquí antes del Gobierno de Chavez? - le pregunto. Gladys suspira. Le dedica una mirada cariñosa a la fotografía del Presidente muerto. En el gesto hay una profunda devoción que no comprendo, pero es real y respeto.
- Aquí nos moríamos de mengua mija. Nadie le importaba que pasaba pa' arriba de los escalones. Si te dolía la cabeza, se te rompia una pierna, te pegaban un balazo, habia que bajar pal Seguro. Y eso si es que te atendian - me explica - pero el Presidente trajo a los muchachos cubanos y entonces tuvimos médicos cerca. Tuvimos luz, en los postes. Se arregló la avenida, la Plaza la arreglaron de las aguas negras. El Comandante le metió el pecho al barrio. Aquí era invivible antes.
No pregunto nada más. La dejo me cuente sobre como "El Comandante" puso a trabajar a funcionarios de la Alcaldia para remozar calles y avenidas, para reconstruir el tendido de aguas negras. Todavía no funcionan bien, me dice. Cuando llueve todavía la mitad de la calle se inunda. Pero "lo intentó", me insiste, con cariño.
- El Comandante quería hacer muchas cosas por los pobres pero no le alcanzó el tiempo - me dice. La tristeza en sus palabras es infinita. Dolor genuino - pero ahora, todo se quedó así.
Me muestra el resto de la casa. Todo tiene un aspecto impecable, aunque ligeramente maltrecho. En silencio, me pregunto que sentirá la hija de Gladys, una muchacha veinteañera y que su madre insiste en llamar "alebrestada" en esa casa minúscula, pulcra, que comparte con familia y hermanos. Ya Gladys me ha comentado que su hija es "rebelde", que es de las que "protesta". Pero no la entiende.
- Esta jovencita, a esa a uno no le gusta nada - me explica. Veo a través de la puerta entreabierta, la habitación de la muchacha desconocida. Podría ser la mía, con su cama desordenada, sus posters de películas, libros ordenados en una repisa, y fotografías pegadas a la pared. Gladys me cuenta que durante las últimas tensas semanas de protestas, tiene miedo que a su hija "le pase algo".
- ¿Que la detengan? - pregunto. Gladys me mira y entiende muy bien lo que quiero decir. Pero no se irrita. Como con su sonrisa paciente, me invita a mirar el barrio desde la platabanda como toda respuesta.
Y lo veo. Entre los escombros de la casa a medio construir, entre los charcos de agua levemente malolientes. Entre los aullidos del perro del vecino, que comienza a ladrar nada más escucharnos caminar entre las cascarillas de madera podrida que llenan el suelo sin frisar. Veo el mundo desde su perspectiva. La calle donde nos encontramos solo es una entre decenas, que se entrecruzan de un lado a otro, en una red complicada de faros de luz enmarañados. Aquí y allá, grupos de adolescentes juegan y ríen. Más allá, la montaña se ve verde, exquisita y fragante. La linea del Metro es visible desde aquí y justo en el momento que miro, el tren está cruzando, un reflejo de plata lejano. Pero también está el peligro, la sangre que se derramada. Gladys me cuenta que anoche, mataron a un muchacho por la calle que sigue a esta. Ella escucho los disparos y despertó a la hija. Las dos, miraron asustadas por la ventana entreabierta la carrera de dos figuras que nunca distinguieron en la oscuridad. Y luego silencio. Nadie se atrevió a moverse. Nadie lo hizo de hecho, hasta que casi el amanecer, una Patrulla silenciosa llegó para ocuparse del cuerpo de la victima. Cuando le pregunto si conoce al fallecido, se encoge los otros con tristeza.
- Otro más que no conoce al barrio todavía - me dice. Y la palabra tiembla un poco, se mueve de un lado a otro en mi conciencia. El barrio que amenaza, pero que es hogar, que es la vida que circunda, que es el país que heredó décadas de maltrato económico, del olvido excluyente. ¿Quienes somos para juzgar? ¿Para asumirnos capaces de desmerecer el sufrimiento ajeno, el colectivo, el que ignoramos? Lo pienso mientras camino con Gladys por la calle. Me presenta a sus vecinas. Todas sonríen, se interesan por lo que hago.
- ¿Para qué quiere escribir de esto Mija? - me pregunta una cuando le explico.
- Quiero saber como piensa usted para entender mejor el país - respondo. Hasta a mi me suena adulcorada y simplona la respuesta. Porque estoy rodeada de realidad, de trozos de Venezuela que hasta hoy me eran desconocidos. La música de nuevo, palpita en el aire. Hay risas y conversaciones. Un televisor encendido. Alguien comenta que el agua se fue otra vez, otra voz responde que "Cuando no". Aquí no pasa nada. Aquí no está pasando otra cosa que la vida que transcurre, que la vida que se construye a diario con esfuerzo. La vida que se sobrevive. Y no es metáfora. Aquí no hay partidos políticos. Aquí no hay héroes y villanos televisivos. Aquí hay quien ayuda, quien hace y colabora. Quien teme, que se resguarda. Aquí hay la vecina de toda la vida que se ocupa de la anciana de la esquina, que el hijo está preso en Tocorón y sufriría de hambre y abandono de no ser por el grupo de bienintencionados vecinos que cuidan de ella. Aquí hay esa visión de la comunidad que se asume única, la complicidad casi obligada. Aquí hay la llaneza de saber como es la vida más allá de la proclama política, de la furiosa visión de la Venezuela sin nombres. Aquí la política es retórica, es un voto que se exige. Pero la vida transcurre por otro lado, la vida es real. Y nunca sencilla. Lo entiendo cuando una de las vecinas de Gladys me dice que no "me quede demasiado" porque "se me nota que no soy de por allí".
- Y es peligroso - añade. Lo hace señalando a un grupo de adolescentes, los mismos que vi jugando al entrar. Varios nos observan. Uno rie. Y vuelven a olvidarnos. Pero sé que nos están mirando, que me miran. Me recorre un escalofrío. Gladys sacude la cabeza, me pone la mano en el hombro.
- La muchacha es amiga mia y viene conmigo - dice al grupo. Me lo dice a mi y se lo dice a ellos, que no sé si la escuchan. Pero igual, me dice que mejor "hacer caso". Me despido de todas y una de ellas, una señora de cabello blanco y delantal, me bendice con un gesto cariñoso.
- Cuidese mi amor, que en esta vida uno nunca sabe de donde vienen los tiros.
Que curiosa frase. Casi poética, profundamente triste. La repito en voz baja mientras bajamos de nuevo los escalones. Solo entonces noto que todos están pintados de un color distinto. Brillan en medio de la semipenumbra, como si el color tuviera la cualidad de iluminar esa tristeza del abandono por el mero hecho de existir.
- Los vecinos somos quienes nos ocupamos de nuestras cosas. El Gobierno nos olvidó otra vez - me dice Gladys. Estamos de nuevo en el Boulevard. El pequeño Mercado cerró, pero la Plaza más allá sigue llena de gente. Alguien escucha un programa radial a todo volumen. Un viva Chavez se escapa de un espontáneo - nosotros solo contamos con nosotros. Estamos solitos otra vez.
La vida transcurre en el barrio fuera del tiempo de las marchas, de la bandera levantada, de la exigencia. Cuando me subo al autobus, con una bolsa de pan dulce que me obsequió Gladys, se me llenan los ojos de lágrimas, aunque no sé por qué. Ella sonríe, estira la mano y me acaricia la mejilla. La Venezuela que somos, el país posible.
- Cuideseme mucho mi muchacha loca - me dice - mañana nos vemos en la esquina pa' que me cuente como anda la cosa.
Reímos la dos. La miro por la ventana mientras el autobus se aleja. Y el corazón se me encoje, de dolor y cariño por este país que quiero, que deseo reconstruir y no sé como. Por esta esperanza de futuro que intento asumir como parte de un sueño en común.
¿Quienes somos Venezuela? ¿Quienes somos parte de esta gran realidad rota a fragmentos? ¿Cómo nos reconocemos? ¿Como nos reconstruimos?
No lo sé, pero creo que finalmente, comenzamos a tránsitar el buen camino.
C'est la vie.
8 comentarios:
Hola!, buen articulo y buen intento...
Puedes hacer un ejercicio más...Recuerda ese sentimiento que tuviste al subir al bus cuando te ibas y las lagrimas llegaron...ahora imagina que vives ahí, que sientes eso cada vez que sales, porque sabes que vas a regresar, porque no entiendes porque ahí nada cambia.... eso es lo que sienten cientos de venezolanos que salimos a protestar tratando de cambiar un "pais", pero que no podemos cambiar ese "cerro" que es hogar como dices, que es cuna y que muchas veces es tumba también.
Saludos
SO
Se me saltaron la lágrimas leyendo tu artículo. Deseé estar allí y conocer de cerca estas historias desconocidas para muchos, y pensé en la suerte que has tenido de conocer a una linda persona que te ayude a comprender lo que creemos que sabemos de nuestro país, pero que en realidad no estamos ni cerca de comprender.
Gracias por compartir tus experiencias.
Gracias por compartirlo...imposible que las lágrimas no se escurran por las mejillas al leerlo....
Chama de verdad q este mes q empece a leerte mas seguido, todo lo q escribes, sobre nuestro pais, es tan honesto, tan humilde, me parece excelente el trabajo q estas haciendo, se nota q es algo q de verdad t mueve y q te importa, eres lo q predicas, y de verdad todos deberíamos hacer ese ejercicio de comprensión q haces tu... d verdad te admiro, muy poca gente hace lo q tu, al menos no con una intención tan honesta... te felicito en verdad, de parte de un humilde lector
Ojala no se si decir q la situación del pais se resuelva, esa solución tan general q a la final no sabemos que abarca, pero si q las cosas estén como dices tu al final, empezando a transitar el buen camino, mas que todo para personas como Gladys, q merecen un mejor lugar para vivir.
Qué grande y qué bonito relato. Trágico, sublime, idealista, crudo,...
Pareciera un cuento ficticio, pareciera una realidad lejana. Este artículo me permite comprender el comportamiento del soberano. El por qué hay muchos seguidores de la "revolución" y que no todo chavista es violento.
Gladys puedo ser yo también. Con sus esperanzas y expectativas. Con un deseo de mejorar y conseguir productos de primera necesidad.
La diferencia pudiera ser que ¿estudié en la UCV y ella no? ¿que he viajado al exterior y ella no? No se. Este articulo me permitió reflexionar acerca de quien soy y qué quiero. Y a considerar al "otro",como un complemento de mi misma. No tengo enemigos en mi país.
Nacido en Táriba, pero solo por un caso fortuito; casi toda mi vida ha transcurrido en el que los indígenas denominaban "Valle de Auyamas", San Cristóbal. Desde temprana edad aprendí a moverme por mi cuenta. A veces mi mama requería que fuera a pagar los servicios públicos, o que le comprara algo en el centro de la ciudad. Mi instinto de curiosidad me llevaba caminando a varios sitios, donde después preguntaba sobre como llegar de nuevo a mi punto de partida. Eso hizo que perdiera el miedo de preguntar, y por ende, empecé a conocer gente, a entablar conversaciones y a aprender sobre la naturaleza humana. A los 15 años ya me movía a las poblaciones circunvecinas, y hasta a Cúcuta. De ahí agarre la facilidad de comprender los diversos entornos que visitaba. Y aprendí a amar mi gentilicio, mi patria, y a mi gente.
Lo que podía reunir trabajando me lo gastaba conociendo sitios en el estado adonde nunca había ido. También viajé varias veces a Mérida, y disfruté ese entorno estudiantil, que me era ajeno por estudiar en la UNET, pero que me era conocido por ser estudiante. Tuve muchos compañeros de estudios que eran de Barinas o Apure. Y por ellos conocí Guasdualito, Socopó y Barinas. Viví un tiempo en Caracas, entre Monzón y Bárcenas. Aprendí tambien a conocer Caracas más allá de lo que normalmente te presentan. Estuve por Ruperto Lugo, San Martín, La Bombilla, La Urbina, Chacao, Chacaito, Plaza Venezuela, La Bandera, Av. Fuerzas Armadas, Cotiza, San Bernardino y Las Mercedes. Luego, en múltiples visitas conocí al 23 de Enero, Antimano, El Marqués, La California, Hoyo de la Puerta, Manzanares, La Trinidad, El Cafetal, Altamira, La Candelaria, Bello Monte, Filas de Mariche, entre otros. Tuve la oportunidad de vivir en Barquisimeto por poco tiempo. Tambien en Guanare. Conocí Maracaibo, Coro, Valera y Punto Fijo. Conocí San Carlos, Tinaco, El Sombrero, Valle de la Pascua, Pariaguan, El Tigre y Puerto Ordaz. Viví en Maracay por unos días. y en Guacara por 6 meses. Casi todos los sitios los conocí caminando, hablando con la gente del lugar, y analizando su manera de ser y su gentilicio. (1/3)
Cuando empiezo a trabajar para una empresa del estado (fuí asignado como ingeniero proyectista mecánico para los estados Táchira, Mérida, Trujillo, Apure y Barinas), me tocó visitar pueblitos en los que nunca había estado. Pueblitos que me hechizaron, tanto por su ambiente como por su calidad de gente. Sobre todo, mis experiencias mas gratificantes estuvieron en los pueblitos de Barinas. Allí la gente era muy atenta, colaboradora, y dispuesta a ayudarte a cumplir con tu misión. Y aún lo siguen siendo.
Este largo interludio lo hago para dar a entender mi punto de vista sobre tu artículo. Desde el boom petrolero de J.V. Gómez la migración característica de los venezolanos siempre fué desde la provincia a la ciudad. La mayoría de esas personas se ubicaron en sectores humildes de las ciudades, y cuando los mismos no pudieron contenerlos más, se crean los "cordones de miseria", conocidos ahora como Barrios. La gran mayoría de esta gente buscaba un futuro mejor, donde su trabajo duro fuera retribuido de mejor manera que en el campo. Pero obviamente siempre había aquellos que tomaban el camino "fácil" del hampa. Estas dos realidades siempre convivieron en el barrio desde su génesis. Pero siempre en el barrio ha prevalecido lo mejor. Existe esa "Carga moral genética" de que se debe luchar para salir adelante. El campesino lucha en su tierra desde temprano. Su vino tinto es un café negro (parafraseando a Gallegos) y su quimera es el monte (como decía el Tío Simón). Para la gente del barrio la lucha es algo con lo que siempre han vivido. La brega casi que es transmitida por ADN. Pero la gente del campo es en su mayoría honesta, sincera, solidaria y dicharachera. El campesino se apoya en sus vecinos para recoger la cosecha, o para arriar al ganado. La gente del barrio se apoya cuando tienen que enfrentar algún problema (como la iluminación de las calles o llevar a alguien al hospital). Los vecinos normalmente celebran cuando uno de ellos celebra.
Pero hay gente que se olvida de su pueblo, como gente que se olvida de su barrio. Y ha existido el concepto de que el campo y el barrio no son sitios a tomar en cuenta, a menos que el pueblito sea bonito para hacer turismo, o el barrio sea una "olla" donde el foráneo que entra no sale, devorado por el hampa. (2/3)
He estado en pueblitos sin ningún atractivo turistico que resaltar (Ej. Arauquita, Edo. Barinas, frontera con Portuguesa), pueblitos turisticos por excelencia (Ej. Santo Domingo, Mérida ó La Grita, Táchira), pueblitos con un enorme potencial turístico (San Simón, Táchira, o Las Piedras, Mérida) y barrios "ácidos" (Ruperto Lugo, La Bombilla, Pozo Azul y 8 de Diciembre en San Cristóbal, Los Pozones en Barinas, Flor Amarillo en Valencia o La Pomona en Maracaibo), y he logrado constatar esto. Nuestra identificación como venezolanos parte del punto de vernos a todos como una parte integral, respetando el origen y el orgullo de cada quien. Por eso a veces cuesta identificarse con alguna posición de una chica "fresa", donde va a una protesta a "tomarse selfies con Julio Coco para decir que ella entiende al barrio". O de algún chamo que diga que el país esta mal porque no ha llegado la ultima consola de juegos de Sony. Por cosas así es que el fenómeno Chavéz se ha mantenido en el colectivo de estos sectores. Por eso debemos ayudar a dar una imagen social diferente, aceptando cuando toque, nuestros respectivos actos de contricción para con toda esa gente que lucha en un pueblo o en un barrio. Porque esa gente no es mas diferente que nosotros, solo es mas guerrera y incomprendida. Porque cuando el CNE da las cifras, esta gente es cuando aparece, dando apoyo a lideres comunitarios y sociales en pueblos y barriadas, donde el único mensaje es el que al gobierno le interesa difundir, y donde los problemas del día a día son nuestro punto en común, pero nuestra manera de hacerselos entender es erronea.
Tu articulo me atrapó. Y me obligó a reflexionar y a darte a entender este punto. Como solución podemos organizarnos en masificar lo que has emprendido, un volanteo en zonas populares y rurales. Explicarles a esos venezolanos todo lo que esta pasando, porque para ellos es ajeno CNN, Globovisión y hasta VTV. Sobre todo en las zonas rurales, lo que prevalece son radios comunitarias donde se inculca un mensaje dogmatico sobre la revolución del siglo XXI, y donde se realiza la inquisición a cualquier pensamiento adverso:
Ojala esto pueda ser un punto de apoyo para la construcción de lo que esperamos como país (3/3)
@blacavault
Publicar un comentario