La primera vez que regresé a la casa de mi abuela siendo una mujer adulta, me asustó la oscuridad. No la oscuridad normal, llena de grietas y grises que recordaba de niña, sino esa otra, la de las cosas que se olvidan, de los pequeños recuerdos perdidos, extraviados en el mundo de lo que ya no existe. Me quedé en la puerta, con las manos heladas de puro miedo, mirando la puerta cerrada, el jardín cerrado, el techo cubierto de basura. ¿Tanto tiempo había pasado ya? ¿Cuanto tiempo hacia de su muerte? ¿Que yo no había vuelto? Mi tia E. levantó la cabeza desde la oscuridad del pasillo, con gesto pesaroso.
- ¿No me acompañas?
Quise decir que no. Quise retroceder a la luz, de las cosas cotidianas y regresar al mundo de lo rutinario. No mirar las paredes agrietadas, los muebles cubiertos por sábanas, las puertas cerradas. Intentar escuchar las voces que recordaba a medias. Apreté los labios, contuve como pude las lágrimas. ¿Tienes miedo? ¿Qué te espera más allá?
Empujé la reja con cuidado. El crujido del metal contra el metal oxidado me sobresaltó. El sonido flotó a mi alrededor, se enredó en el aire denso de la tarde calurosa, parpadeó. Lo recordé tan claro, aunque menos intenso. ¿No era el mismo sonido de la primera vez que vine aquí? Pero entonces, la reja era inmensa...o yo muy pequeña. El mundo de hecho, parecía extraordinariamente grande y misterioso. La reja estaba recien pintada, eso sí, de un chocante color dorado que mi mamá odiaba. Y el sonido era el mismo. Un ligero gemido que como me explicó mi abuelo "nada podia quitar". Me pregunté por qué alguien querría hacerlo. es tintineo chirriante tenía algo de magnifico, inquietante. Como las cosas que se comienzan a descubrir.
Ah, es tan fácil dejarse llevar por la nostalgia. Caminé por el pasillo tropezando con la basura, arremolinada en los rincones, hilos de polvo flotando entre las paredes. Una preciosa tela de araña colgaba ingrávida, mecida por el viento. Y la tristeza, esa estaba en todas partes. Como un olor, como un lento aleteo. Mi tia se encogió de hombros, limpiándose las manos sobre el pantalón de lana.
- El anterior inquilino no la supo cuidar - murmuró. Las palabras teñidas de tristeza. La mano anciana acariciando las paredes - por eso está así.
No respondí. Cuando mi abuela - la sabia, la bruja - murió, nadie quiso quedarse a vivir en la casa. Tampoco conservarla. Quizás era el simbolo del dolor de la perdida o algo más profundo: una soledad de paredes desnudas, de habitaciones cerradas, de esa oscuridad marchita de las últimas palabras que nadie pronunció. Mis tías decidieron encontrar un hogar propio y yo, que ya vivía en un pequeño apartamento en la ciudad, no supe como vivir en la vieja casona sin ella, sin su sonrisa, sin esa presencia suya que parecía abarcarlo todo. La casa sin mi abuela no era otra cosa que paredes envejecidas, corredores silenciosos, una escalera rota, el jardín marchito. Simplemente la muerte nos había arrebatado la sonrisa.
Mi tia E. me explicó que para ella habría sido un suplicio continuar en la casa de su querida sobrina, luego de su muerte. Me lo dijo, esa última noche en que ambas estuvimos en ella, en la oscuridad, mirando el azul añil del último atardecer por la ventana entreabierta. Estabamos a solas, rodeadas de cajas de embalar, muebles rotos y todos esos pequeños recuerdos que nadie quiso conservar, que se quedarian a vivir para siempre en la casa, en medio de silencio. Y el dolor fue inexpresable, unidas por la ausencia, por la sensación que ambas habíamos perdido algo tan valioso como imperecedero. Me pregunté entonces si la muerte es un poco de eso, los fragmentos perdidos de historias que ya no volverán a contarse.
Recuerdo ahora, en el pasillo solitario. Tia E. cruza los brazos sobre el pecho y mira a su alrededor, con el ceño fruncido.
- Y tenía que regresar - me dice - no podía dejar de pensar en la casa, en ti. En Venezuela, incluso, en todas las cosas que se quedaron atrás. Cuando me hablaste que la casa estaba vacía otra vez, supe que tenía que ver. Volver. Recuperar lo que quise llevar y no pude. O no quise.
Tia E. había estado viviendo en Bogotá durante los últimos dos años. La encuentro más esbelta, triste y hermosa. Lleva el cabello corto ahora, y dejó sus eternos delantales por un bonito traje de pantalón y blusa. La encuentro elegante, más firme. Quizás la soledad lustró con cuidado su historia, le brindó un nuevo brillo. ¿Como me verá ella a mi? Han transcurrido casi seis años desde que mi abuela murió. Ya no soy la mujer joven que lloró su ausencia, sino la bruja que educó. Aún me enfrento a mi misma, me debato en preguntas y respuestas, lloro y rio a todo pulmón. Y aún así, me construyo cada día. Soy, quizás, mi mejor aspiración-
- Quisiera mirarlo todo por última vez - me dice tia E. Subimos la escalera. Los peldaños crujen y me pregunto si la vieja madera mohosa se romperá. Pero no ocurre nada. La casa suspira, se mece de un lado a otro, como si despertara. ¿Sabes que estamos aquí? Parpadeo. ¿Que es ese resplandor? Pero solo lo imagino. Las luces continuan apagadas, las puertas cerradas. Solo somos nosotras, la dama vieja y la mujer, que caminan por la casa vieja y abandonada. Somos nosotras, las dolientes de la historia perdida, que venimos quizás para recordarla. Y recuperarla otra vez.
Mi habitación está intacta. Me tiemblan las manos cuando abro la puerta. ¡Que pequeña me parece ahora! El anterior inquilino pintó las paredes de un verde chocante, pero yo las recuerdo blancas, radiantes. Cubiertas de mis fotografías, de pequeños retazos de luz y sombra. Me recuerdo a mi misma, pálida y obsesiva, sentada en una esquina, leyendo, leyendo. Las rodillas apretadas contra el pecho, las manos llenas de palabras. Sonrío al mirarme allí, con los ojos llenos de lágrimas. El tiempo transcurre, se construye así mismo, levanta puentes, se eleva por encima de cualquier otra idea. Y de pronto estoy aquí, mirando quien fui, para comprenderme a mi misma, para asumir la dulzura del recuerdo como parte de quien soy. El viento sopla fuerte, aqui y ahora, y también años atrás. Escucho la Luna cantar.
- Hija, ven conmigo.
Es tu voz, te escucho. Estas aquí conmigo. ¿Verdad que sí? Como la noche en que consolaste porque lloraba en la oscuridad de puro miedo, o esa otra, donde mostraste tu libro favorito y me enseñaste en Universo. Aquí y allá, la niña pálida que soñaba con las imagenes y las páginas de una historia. Y soy yo, ahora, recordando esa infancia perdida. Estás aquí, en mi reflejo, en el cabello rizado que tan parecido al tuyo, en los ojos curiosos que me heredaste. Ah, abuela querida...y eres parte de lo que soy y de quien sueño ser, de la necesidad de crear, de cada historia que construyo a diario. En tu cocina, con olor a mil hierbas, en la biblioteca, desordenada y rumorosa. Y en nuestro Jardin, en los árboles retorcidos y enormes, en las ramas abiertas al cielo. Y el Ávila más allá, la linea del infinito. Siempre nuevo, siempre significativo.
Tia E. me encontró llorando en el jardin. Me secó las lágrimas con sus dedos secos de cocinera experta. Y luego me abrazó. Para reir juntas, para llorar juntas. Para recordar quienes somos, quienes fuimos. Este presente que está en todas partes, en este sueño compartido, en la luz de la Luna alta, en la luz plateada que parpadea sobre la Tierra.
- ¿Quieres consagrar la Luna? - me pregunta tia. El jardin marchito parece renacer en el simple deseo, se alza más allá de las ramas secas, de la tierra cuarteada. Y cuando levantamos los brazos e invocamos, el viento canta nuestro nombre. Y la Luna siempre la Luna, se hace tan alta y blanca como en mi infancia, cuando el mundo era gigantesco y las estrellas mis cómplices. El cabello me roza las mejillas los hombros, las manos tocan el cielo, la montaña me abraza. Somos, juntas esta herencia que compartimos, la canción de décadas de historia. Somos, la niña que corrió en el Jardin, la sonrisa que la recibió, el olor de cada momento y lugar, todos los sueños afligidos, las esperanzas radiantes.
Somos las hijas de la Luna, las brujas, regresando al hogar.
Mi tía cierra la puerta de la casa con las manos temblorosas. El silencio lo llena todo, palpita a nuestro alrededor, pero ya está impregnado de soledad, mucho menos de tristeza. Cuando miro a la casa, sonrío. Escucho la vieja canción de los recuerdos, una vez más.
La Luna: La Dama Blanca que danza entre las estrellas.
Una de las más queridas y antiguas tradiciones de la brujería, es sin duda la adoración a la Luna. Consideraba el símbolo de la Diosa y Madre creadora. La mitología que rodea a la Luna es tan antigua como intrigante: prácticamente no existe cultura o creencia que en algún momento, no haya adorado o mitificado a la célebre Dama nocturna. Por supuesto, en las creencias donde la figura femenina es parte importante, existe una gran variedad de leyendas e historias relacionadas con la Luna, algunas de las cuales tienen su origen en mitos e historias mucho más antiguos. Muchas veces, son simples apreciaciones exageradas, en otras ocasiones se encuentran vinculadas a una percepción de lo desconocido muy primitiva y esencial. Todas sin embargo, ensalzan la importancia de nuestro vinculo con la Luna, el símbolo de la Gran Madre Secreta en numerosas creencias paganas.
Usualmente, una vez al mes, la Bruja se consagra a la Luna en un ritual de purificación, que simboliza además, su manera de construir su propia forma de fe y convicción su manera de interpretar al mundo. El ritual, bastante sencillo, es el siguiente:
Necesitarás:
Tres velas blancas.
Una flor blanca (De tu preferencia)
Vaso con agua (Nunca Fría)
Espigas de Trigo
Incienso de Azahar.
Disposición:
Coloca las velas de manera tal que formen un triángulo. Sientate dentro de él, colocando el vaso de agua frente a ti, con la flor en su interior la espiga de trigo a tu derecha y el incienso a tu izquierda. Enciende las velas siguiendo la dirección de las agujas del reloj invocando:
"Madre blanca
Te invoco para que seas parte de mi vigilia
y también del sueño
Para que purifiques la voz de mi mente
y la de mi corazón
Así sea!
Toma la espiga de trigo y levantala, invocando:
"Fértil la Tierra como mi corazón
Así invoco la fuerza de la Luna
Así sea".
Enciende el incienso de azahar invocando:
"Que el viento cante mi nombre
Que lleve mis pensamientos al mar
Madre Luna
Bríndame fuerza y paz
Así sea".
Ahora toma el vaso y levantalo invocando:
"Madre Blanca
Escucha mi voz
Hoy que te invoco desde mi espíritu
Lleva mi nombre a las estrellas
Te invoco, en la historia que me pertenece
En el poder de mi nombre y corazón
Así sea".
Toma un sorbo de agua. Imagina que el liquido está impregnado de luz y se ilumina mientras lo bebes. Su resplandor te rodea, te limpia y purifica. La luz te recorre, es parte de tu sangre y tu piel. Siente que la imagen se hace fuerte y clara en tu mente, una forma de concebirte más allá de tu forma física y de unirte a esa otra, mucho más espiritual y potente.
Por último, enciende el incienso de Azahar y relajate un rato mientras las velas se consume. Come y bebe algo para equiibrar la energía que obtuviste mediante el ritual.
La nueva dueña de la casa de mi abuela es una anciana sonriente que me mira con una sonrisa cuando le entrego las llaves. Caminamos juntas por el viejo jardin, que empieza a reverdecer y le explico que los anteriores inquilinos no cuidaron bien la casa. Ella me escucha, mira todo con ojos radiantes y después me dedica una sonrisa pícara, amable.
- ¿Es verdad que aquí vivían brujas?
Rio. La casa parece sonreír también.
C'est la vie.
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