Adriana Urquiola no estaba manifestando. En eso insisten todas las notas de prensa que mencionan su caso, como si Manifestar fuera en si mismo, un delito que mereciera un castigo. Pero es la manera como se describe su inocencia, el hecho casual que la llevó a la muerte. Adriana bajaba de un autobús en la Urbanización Los Nuevos Teques del Estado Miranda, sin otra culpa que necesitar recorrer a pie unos cuantos metros en medio en conflicto. Adriana, estaba embarazada de tres meses y con toda seguridad, estaba deseosa de regresar a su casa para descansar luego de un día probablemente extenuante, para reír junto a su esposo por alguna anécdota de ese preciada etapa de madre primeriza que disfrutaba. Probablemente, no sabía que unos metros más allá se encontraba un grupo de manifestantes, rodeando una barricada. Tampoco podía saber que un desconocido armado, había decidido arremeter contra la protesta a balazos. Adriana simplemente cometió el único que han cometido cada una de las victimas que han sido asesinadas durante un mes de anarquía y de incitación a la violencia: encontrarse en el lugar equivocado en el momento equivocado, de transitar en medio del caos que auspicia la admisión de la impunidad y la criminalización de la opinión que padece nuestro país.
No, Adriana no estaba manifestando, pero fue asesinada de la misma manera que otros tantos que si lo hacían durante las últimas cinco semanas. Y quizás por las mismas razones. Como cada una de las victimas de la Violencia callejera que el Gobierno alienta como forma de represión, su muerte, se transforma en otro símbolo de la indiferencia y la actitud irresponsable de un gobierno que penaliza la opinión en lugar de condenar su muerte. Adriana Urquiola fue asesinada de un disparo en un país donde la ley de desarme no es prioridad legislativa, donde cualquier argumento para su discusión se considera innecesario y mucho menos, de urgencia. Eso, a pesar que somos el tercer país más peligroso del mundo, que cada fin de semana casi un centenar de Venezolanos son asesinados a mansalva por el único delito de ser carne de cañón para la irresponsabilidad de un Estado ciego e indiferente a la tragedia que padecemos.
Porque al Gobierno trasladó la discusión, no al hecho evidente y repudiable que un desconocido disparó contra una multitud desarmada. Eso, para los lideres oficialistas, no es tan repudiable como el hecho que Adriana se encontraba a metros de una barricada. Elías Jaua insiste que el clima de violencia lo produce y exacerba la protesta, no el ataque criminal de un ciudadano armado de manera ilegal que dispara. Con la intención clara de politizar el hecho, el funcionario crea una matriz de opinión sobre la muerte d Adriana Urquiola que ignora lo básico: el culpable es quien dispara y continúa impune.
La responsabilidad del gobierno es la de procurar todos los medios para evitar violencia armada. El chavismo hace justo lo contrario: porque la discusión y el debate no insiste sobre la necesidad de protección del ciudadano que es la victima de un sistema que auspicia la violencia, sino en el hecho que se debe criminalizar cualquier visión que disienta de la versión oficial. Porque el delito en Venezuela no es empuñar un arma y disparar. El verdadero crimen en un país donde la represión desmedida es legal y la agresión una herramienta de disuasión es opinar.
Miro la fotografía de Adriana: Una mujer joven que sonríe, casi con inocencia. Adriana no manifestaba, pero su muerte se convirtió, en esa sincronía inquietante de los tiempos violentos que padecemos, en otro motivo para hacerlo. La protesta que se convierte en necesidad, en mensaje, en una forma de expresar no solo el descontento sino esa imperativa necesidad de enfrentarse al miedo y a la opresión.
Me encuentro con mi amigo Juan Antonio (que insistió usara su nombre real) en su casa. Aún lleva la mano derecha inmovilizada y tiene una enorme raspón de aspecto doloroso en la mejilla. Sobre todo, aún está asustado por la experiencia que vivió, hace seis días en Valencia. Pero más allá de eso, Juan está enfurecido, desconcertado por haber sido una victima más, en la incesante estadística de violencia de un país en conflicto. Para él, lo que vivió no solo demuestra la grave coyuntura que atravesamos sino sus implicaciones.
- Aquí todos somos vulnerables - me dice. El rostro cansado, la mano sana temblorosa - aquí no se salva nadie de la locura de lo que esta ocurriendo en la calle.
Juan Antonio no es estudiante. Tampoco es partidario de ningún extremo político: es cobrador de cuenta de una empresa del ramo y durante las últimas semanas ha intentado sobrellevar a duras penas, en medio del dificil clima de conflicto que atraviesa el país. Porque Juan Antonio insistía en que no ocurría nada de especial gravedad y que había que continuar la vida rutinaria como pudiera. El caos en las calles parecía resumirse en una mera percepción de la realidad.
Hace seis días, Juan tuvo que trasladarse al Trigal (Valencia, Estado Carabobo) para cobrar una de las cuentas pendientes de la que se ocupa. Juan no es asiduo al Twitter ni tampoco a ninguna otra red Social, de manera que no tenía noticias sobre la situación de Violencia que en ese momento estaba atravesando Carabobo. Tampoco le habría importando, de haberlo leído. Durante las últimas semanas, Juan me insistió en más de una ocasión que lo que estaba ocurriendo en las calles de Venezuela, no era otra cosa que "desorden" y "los muchachos de siempre echando varilla". Como muchos otros ciudadanos de este país, para Juan la protesta no era más que una expresión pasajera de descontento, esa espontánea reacción que de vez en cuando todo país sufre en sus calles. Una visión un poco brumosa del verdadero malestar que atravesamos.
Muchísima gente le llamó a Juan indiferente. Yo fui una de ellas. Durante las tensas semanas de protestas, en más de una ocasión su insistencia en disminuir la gravedad del conflicto que atravesamos me demostró que definitivamente, hay una parte del país que no solo no se siente involucrado con el motivo de las incesantes manifiestaciones, sino que directamente no le importan. En una ocasión, Juan me insistió que en Venezuela protestar: "Se convirtió en una especie de alboroto farandulero", una opinión que me demostró que el ciudadano Venezolano aún no se considera parte - mucho menos protagonista - de la expresión del descontento que vivimos. No obstante, esta visión sesgada sobre el país no es extraña en una sociedad donde la opinión tiene un sesgo definitivamente ideológico. La realidad parece dividirse en dos, abrir un compás de espera para construir una interpretación concreta sobre lo que ocurre.
Quizás Juan recuerda nuestras conversaciones mientras me cuenta lo que vivió. Lo escucho, preocupada: Le noto cansado, agobiado, definitivamente abrumado.
- Una cosa es lo que creemos que está ocurriendo y otra es la que pasa en la calle - me dice - y cuando entiendes la diferencia, la realidad es otra cosa. Te pesa.
Una frase lapidaria, más aún viniendo de alguien que durante años, insistió no tener opinión política en un país donde todos parecen necesitarla. Para Juan, toda circunstancia Venezolana se encuentra a merced de ese gran debate ideológico que parece incluir cada extremo de lo que vivimos, de lo que se asume real y lo que no lo es. Tal vez por ese motivo, Juan se sorprendió con la súbita escena de caos que tuvo que enfrentar. La realidad, más allá de la noticia, del debate simple. Me explica que la escena con que se encontró en las calles del Trigal le sorprendió por inesperada, impensable: las calles cerradas por barricadas humeantes, el sonido de detonaciones escuchándose a la distancia, un fuerte despliegue militar en los alrededor. Sin comprender que ocurría, tropezó con un grupo de manifestantes que levantaban pancartas en una esquina mientras un grupo de funcionarios uniformados les arrojaban bombas lacrimogenas. En medio de la confusión, Juan intentó retroceder pero fue atacado por piedras y botellas por una multitud desconocida. Aterorrizado, se arrojó al suelo y trató de esconderse, pero pronto se encontró en medio de la confusión de gritos, el olor insoportable de las lácrimogenas y la violencia, plena y directa. Me cuenta que durante casi una hora, temió morir, agazapado detrás de una pared, escuchando el vaivén de las Tanqueta recorriendo la calle, las detonaciones, las explosiones de bombas y otros artefactos. Finalmente, y gracias a la ayuda de un vecino de la localidad que le brindó refugio en una de las casas, pudo escapar del desastre. Para entonces, se encontraba medio asfixiado, cubierto de raspones y moretones y con un dedo de la mano derecha dislocado. Sonríe con amargura cuando levanta la mano para mostrarme el vendaje.
- Y sali barato - me dice - para lo que estaba ocurriendo allí, pudo haber sido mucho peor.
No lo contradigo. Hasta ahora, el Trigal, una de las zonas más golpeadas por la represión desmedida en Valencia, ha sufrido el asedio de los cuerpos de seguridad del Estado por días enteros con un lamentable saldo de docenas de heridos y dos asesinatos por herida de bala. Cuando se lo comento, Juan sacude la cabeza, se encoge de hombros.
- No es posible vivir de esta manera, esa gente no estaba haciendo nada, yo no estaba haciendo nada - me dice - y creí que podría morir. Una zona de guerra.
Me describe, de nuevo, el sonido de las tanquetas, el rumor sordo del estallido de las bombas lacrimogenas. Y es que para Juan, el horror reside en enfrentarse a la represión cruda, a esa violencia indiscriminada que durante semanas enteras han sufrido las calles de Venezuela. Esto está por encima del discurso político, me dice, muy por encima de toda idea borrosa y poco precisa que pueda tenerse sobre el conflicto que atravesamos. Su esposa, que nos escucha en la cocina cercana sacude la cabeza.
- Esconder la cabeza no hará que el problema se solucione - dice de pronto. Juan inclina la cabeza entre los hombros encorvados y supongo que ambos han sostenido aquella discusión muchas veces - el país se nos cae a pedazos. Eso no tiene nada que ver con quien apoyes, todo lo sufrimos.
Juan no responde de inmediato. Por mucho tiempo, me insistió en que el debate político no era lo suyo, que de hecho le importaba bastante poco lo que ocurría más allá del mundo de las cosas prácticas, de esa normalidad quebradiza que parece esconder el verdadero rostro del país. Y no obstante, lo que ocurra desborda la simple opinión, la decisión discrecional de asumir que Venezuela está padeciendo los avatares de una conflicto que se manifiesta de mil maneras distintas. Y es que la Venezuela real, la rota por mil circunstancias, la que debate entre la violencia y la necesidad de evasión, parece desbordar cualquier interpretación simple, toda consideración que intenta mirar el problema desde un solo punto de vista.
- No es solo sobre la escasez que sufrimos, o sobre lo costoso que está lo poco que conseguimos - responde por último. Su mujer, en la puerta de la cocina, nos mira a ambos con rostro preocupado - es algo que va más allá. Es el caos, es lo incontrolable. Pude morir. De verdad, pude morir.
La idea parece abrumarlo. A mi también. Es un pensamiento que he tenido con frecuencia durante las últimas semanas. Y sí, como insiste Juan, poco tiene que ver con la postura política que profesamos e incluso, con el simple hecho de asumir una visión critica sobre lo que sufrimos. La violencia de infinitas implicaciones, la realidad desbordando la simple indiferencia.
Cuando leí sobre lo que le había ocurrido a la madre de mi amiga Ananda (es su nombre real), me horroricé. No solo porque el hecho demuestra que la violencia en Venezuela parece indistinguible de esa normalidad que pretendemos sobrellevar sino porque además, es uno de esos episodios que reflejan esa país caótico, roto a pedazos en una mezcla de ideología y el odio como arma política que padecemos. Cuando le pedí que me contara que había ocurrido con más detalle, lo que Ananda me narró me dejó bastante claro - si es que hacia falta - que el problema de la violencia en Venezuela es mucho más profundo que la diatriba política, y sus implicaciones más preocupantes que la interpretación de la represión como sobredimensión de la protesta. La Violencia Venezolana es un hecho cultural.
La madre de Ananda vive en Coro (Estado Falcón) donde las protestas han pasado desapercibidas o eso parece ser la opinión general. De hecho, la información sobre las protestas (esporádicas y numéricamente reducidas) de algunas zonas del país se confunden en la multitud de noticias y contradicciones sobre lo que ocurre en las zonas de mayor conflictividad. Ananda me cuenta que además, su madre sufre de un cuadro médico preocupante: arteroesclerosis. Hace doce años se le practicó un bysspass cuadruple que no mejoró demasiado su condición, por lo que actualmente, tiene problemas fisicos de moderada gravedad o como me puntualiza Ananda "sufre de discapacidades muy obvias" y visibles, con dos cicatrices que le atraviesan el pecho y los brazos, señales inequívocas de su estado físico. Aún así decidió protestar, con esa espontaneidad del ciudadano que asume su deber crítico. O simplemente, con toda la ingenuidad del ciudadano de a pie, desbordado por un país en crisis.
Cual sea sus motivos, se enfrentó, como mi amigo Juan, a esa violencia brutal y directa que padecemos en un país donde la represión judicial se extiende a todas partes. El día 16 de Marzo, salió a la calle en compañia de dos de sus sobrinos para protestar. En medio de la protesta, la Policia intervino para contener a los participantes, incluyendo a la madre de Ananda, que fue golpeada en medio de la confusión con tanta rudeza como para provocarle numerosos moretones en los brazos. De inmediato, los estudiantes intervinieron para protegerla, mientras sus parientes se enfrentaban a la policía. Uno de ellos, también fue maltratado mientras era insultado a gritos por un funcionario de seguridad del Estado "blanquito mariquito ahora te vamos a joder". Finalmente pudieron escapar sin otro incidente que lamentar, pero el miedo queda, del temor no se escapa.
Y es que la madre de Ananda lo resumió lo mejor que pudo cuando le contó a su hija lo que había sufrido "Vivir aquí es una pesadilla". Porque la violencia en Venezuela, más allá de esa estridencia del partidario, de las consignas que se insisten, de la propaganda gubernamental que intenta sustituir a la verdad, es una realidad que pesa, que agobia, que se hace incontrolable y dolorosa. La agresión como arma, el resentimiento como reclamo cultural y lo que es más preocupante, esa normalización del verbo que hiere, que divide como parte de la cultura y la sociedad, como expresión política.
Las victimas anónimas de la violencia irracional.
1 comentarios:
Es la misma indiferencia que le curaron a Juan a golpes la que afecta ahora en España a la mayoría de los ciudadanos. A pesar de los recortes sociales, la corrupción generalizada y la, cada vez más acentuada, represión policial. Parece que hasta que no nos duelen las cosas en carne propia no somos capaces de reaccionar. Muy buen post. De nuevo gracias por contárnoslo.
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