martes, 1 de abril de 2014
Crónica de Horas perdidas: La Venezuela que sobrevive al dolor.
Todas las mañanas desde que era muy niña, tomo una taza de café negro sin azúcar al despertar. Quizás un par. Después, me doy una ducha y camino hasta el kiosko más cercano al edificio donde vivo para comprar mis periódicos favoritos. Quizás una revista. Es probable que también tomé un vaso de jugo de naranjas del vendedor de la esquina. Luego volveré a casa, leeré los periódicos, recortaré algunas noticias para reflexionar sobre ellas más tarde. Y finalmente comenzaré a trabajar, con la sensación que cada hora tiene un sentido y cada costumbre, un peso. El día comienza con sus pequeños rituales, con esas costumbres que una vez escuché hacen soportable el día a día.
Eso, hasta hace menos dos meses, donde la rutina se transformó en algo más borroso y turbio. El primer pensamiento que tengo al despertar es para Venezuela. Para los vecinos de Chacao, los habitantes de San Cristobal, los que levantan y protegen barricadas en Mérida, en Valencia y en otras partes de Venezuela. Inquieta, extiendo la mano y tomo el teléfono. Reviso el TimeLine de mi Twitter con el corazón latiendome muy rápido "¿Qué habrá ocurrido ahora?" "¿Qué encontraré en esa conversación abrumadora y cada vez más desesperada de Venezolanos intentando comprender que ocurre?" Casi siempre encuentro de inmediato un motivo para preocuparme, para temer, para enfurecerme. Asesinatos, agresiones, detenidos. Todo eso ocurre en las dos o tres horas escasas que pude dormir. Mientras duermo, Venezuela se desangra de a poco.
De pie, tomo café. Pero no sé hasta cuando podré hacerlo. Me quedan siete bolsas y la escasez hace que sean más o menos pequeños tesoros. Como la azúcar, incluso esa pequeña excentricidad mía del Te Inglés al que me hice asidua hace unos meses. Por ahora solo café, con un poco de azúcar, mientras intento comprender el país circunstancia, el país tragedia en que se ha convertido Venezuela durante las últimas semanas. ¿Quienes somos? Me pregunto y es una pregunta sencilla, es quizás un cuestionamiento inocente. Pero la posible respuesta te hiere, te abre las heridas que no se cicatrizan. No lo sé, no nos reconozco.
Cuando acudo al Kiosko para comprar los periódicos, no encuentro ningún ejemplar. Y es que ahora se reparten pocos, los necesarios. Un hoja de papel escrita a mano y colgada con un trozo de cinta adhesiva, me recuerda que "Sin Papel no hay empleo" y que "La prensa libre muere de a poco". Sostengo mis periódicos favoritos, los que he leído desde niña, con los que eduqué y me formé el amor a la opinión y al debate, convertidos en trozos mínimos, en un fragmento de lo que solían ser. Me aguanto las lágrimas inexplicables y aún así tan dolorosas. Los sostengo con cariño, frágiles y escasos, y me digo: "Aun puedo leerlos". Pero eso no es consuelo. No quiero que lo sea.
El señor del puesto de Naranjas, no regresó de nuevo desde que las protestas comenzaron. Alguien me comenta que probablemente se deba a lo peligroso que resulta el trabajo callejero. O quizás que sufrió algún percance. Veo su lugar, ese pequeño espacio en la esquina tan vacío que me duele, y de pronto, siento que hay montones, cientos de espacios vacíos en la vida común. Grietas y pedazos de una realidad que se descompone lentamente, que se derrumba en silencio. Lágrimas otra vez ¿Que me ocurre? Me acuso de emocional, de no comprender que el país sangra, que el país se lamenta. Las pequeñas tragedias son las menores, las mínimas, las invisibles. ¿Y por qué me duele tanto?
En mi edificio, un grupo de vecinos se reúne para conversar sobre la situación del país. El inevitable debate a gritos. Nuestra pequeña comunidad a vivido junta durante casi treinta años y siempre fuimos esos conocidos lejanos de la sonrisa, del "Buenos días ¿Como está?", del "Que calor hace hoy ¿verdad?", pero ahora somos contrincantes. Somos enemigos dialécticos. La pelea aumenta de tono, escucho el nombre del Difunto Hugo Chavez y también el de algún político de oposición. Sigo de largo, los labios apretados. ¿Cuando ocurrió esto? ¿Cuando la vida pareció hacerse tan dura como insoportable? ¿Cuando se desdibujó lo cotidiano en esta violencia lenta, desigual, inevitable? No lo sé. Hay tantas cosas que no comprendo, a las que no logro encontrar un lugar. La angustia me sofoca un poco, me deja sin voz. No tengo nada que decir, quizás.
Me tropiezo con uno de mis vecinos y me sobresalta encontrarle allí. A Oscar (es su nombre real y lo utilizo sin su permiso) lo conozco hace veinte años. Es curioso, como se recuerdan las cosas. La primera vez que Oscar y yo conversamos, yo era una niña que volvía de la calle con la rodilla herida por haberme caído de la vieja bicicleta que hace años vendí. Oscar era un adolescente larguirucho y cubierto de granos, que se apresuró a ayudarme, sin saber quien era yo. Cargo con la bicicleta y conmigo, con una sonrisa de muchacho tímido casi dulce. Mi mamá se lo agradeció muchas veces, le dijo que "hombres como él" era lo que el país necesitaba. Tomamos café y galletas de la Colonia Tovar - las de mantequilla, las especiales - y reímos un rato, de mi torpeza, de la calle cubierta de agujeros de concreto. De la Caracas que no le gustan las bicicletas.
Ahora Oscar lleva un uniforme militar. Es un hombre alto, de hombros fornidos que no me saluda cuando espero de pie a su lado el ascensor. Aprieto las manos, siento la cólera en las mejillas, en la garganta. Quiero gritar, quiero reclamarle, quiero insultarle. ¿Fuiste tu Oscar, el que disparó en Chacao anoche? ¿Fuiste tu el que asfixió a un grupo de ancianos en un viejo edificio? ¿Fuiste tu el que arrastró a una muchacha por la calle, tirandole del cabello? ¿Fuiste tu el que golpeó al estudiante y lo arrojó a la jaula? ¿Eres tu el que grita, el que insulta? ¿Por qué lo haces? ¿Como fue que olvidaste la Caracas que no le gustaban las bicicletas? ¿Los tiempos de las risas, del libro prestado, de la música que te obsequie? ¿Como olvidaste quienes somos? ¿Simples Venezolanos?
Por supuesto, no digo nada. Aguardo, con la cabeza gacha. Cuando el ascensor abre la puerta, Oscar las detiene para que entre. No le digo nada aún entonces y mientras la cabina sube, los cinco, diez pisos, nadie mira a nadie. Yo llevo periódicos en las manos. Oscar lleva un Casco. La vida nos dejó sin palabras incluso antes de pronunciarlas.
Sentada a mi computadora, apenas me puedo concentrar. Trabajo un poco pero cada poco, miro de nuevo el TimeLine de Twitter. Heridos, asesinados, amenazas, agresiones. Venezuela se me cae entre las manos y no sé como sostenerte. Leo las informaciones, los rumores, miro las fotografías. El dolor en todas partes. El pecho se me infla de angustia, me cuesta respirar. Tomo el teléfono, llamo a los seres queridos ¿Estás bien? ¿Como está todo por tu zona? ¿Te puedo ayudar? Lo hago con esa impulsividad del que teme, del que intenta proteger ese pequeño rastro de normalidad pero no puede. Una taza de café, dos. Me recuerdo que debo racionar lo poco que queda, de manera que me tomo la última taza con las manos temblorosas. Y aún con deseos de llorar.
Más tarde, almorzaré junto con una amiga en un restaurante. Sentadas una junto a la otra, la conversación se resume a pequeñas anécdotas angustiosas sobre lo que sufrimos. Me cuenta que su madre sufrió un colapso nervioso por los estallidos de las bombas lacrimogenas, que alguien de su trabajo fue herido de gravedad durante la represión en Altamira. Ambas nos obsesiona la violencia, el frágil limite entre la normalidad aparente y esa otra visión del país, la real, la que se rompe a pedazos, la que carece de nombre aún. El país de la indiferencia y de los ausentes, el país de los que temen, de los que asumen la violencia como necesaria. El país que ya no es país.
Camino por la calle apresurada, la cabeza inclinada, temerosa. Porque la violencia no solo se encuentra en la violenta ruptura del ser y el estar, sino en esa visión de si mismo como una victima. Le doy una mirada huidiza al hombre que camina a unos metros de mi, con una rara chaqueta de plástico, que se detuvo más de una vez y creo que me observa. Y el miedo, de nuevo el miedo. ¿Cuando no siento miedo en Venezuela? ¿En esta Caracas árida? en Venezuela la violencia es un juego de azar macabro, una linea entre el temor y algo más crudo, inquietante. ¿Seré yo la próxima estadística? ¿Seré yo la próxima en contar la historia de dolor? ¿O que alguien la cuente por mi?
El hombre sigue caminando, pasa a mi lado. No me mira. Lo veo confundirse en la multitud. Me la jugó de nuevo la paranoia, pienso. Pertenezco a una generación traumatizada, agotada, confusa. Una generación de sobrevivientes, que intenta continuar a pesar de este terror, mínimo e irrespirable. Constante. Lo siento al subirme al Metro, de pie, rodeada de rostros cansados y agobiados. En el por puesto, con los labios apretados, intentando descubrir quién puede ser el que esgrima la agresión esta vez, el que le de rostro al temor. Cuando llego a casa, las manos me tiemblan, estoy cubierta de sudor. Y es miedo, coño, miedo siempre, miedo. La desazón de la realidad mínima, de no comprender esta visión de país sin sentido, abierta a interpretación.
Y las noticias continúan surgiendo de todas partes. Todas dolorosas, temibles. Venezuela se sacude en una crisis densa, elemental, que va más allá de la lucha ideológica y política. Porque lo enfrenta a Venezuela son dos visiones de país, son dos rostros de una Venezuela indiferente, la que calza en la normalidad y esa otra, en medio de la agresión y la sangre, el temor y la furia que se te desborda en los dedos. Y cuando miras, con el corazón latiendote muy rápido, ese paisaje de pesadilla, desdibujado, lleno de grietas, te preguntas que ocurrió, cual fue el camino que recorrimos para llegar a esto, para encontrarnos en un campo de batalla vacío y doloroso. Perdidos en el temor.
Sentada frente a mi ventana, miro la calle. Aquí no ocurre nada, vivo en el Oeste de Caracas, donde el gobierno se ha esforzado que realmente, la violencia parezca rumor, algo inventado, incomprensible. Miro la Plaza donde un grupo de niños juega, riéndose y arrojándose la pelota. Las calles en calma. Incluso la pequeña invasión, un par de cuadras más allá, donde dos mujeres ancianas conversan sentadas una junto a la otra bajo el sol, entre escombros y basura. Y somos todos, las victimas de esta Venezuela que no existe, que se derrumba a pedazos, que carece de rostro, que se dibuja en medio de esta sensación de simple desconcierto. Esta es la Venezuela niña, la victima, la rota, la que llora con disimula. Y que sufrimiento este, de saber que el odio tomó el lugar del lenguaje, que se transformó en algo tan arraigado que ya no se concibe este país sin sus cicatrices. Venezuela, la que no existe. Venezuela la que pudo haber sido.
Entonces lloro, aunque no sé por qué lo hago. Quizás, por todas las veces que reprimí las lágrimas, por toda la gente sin nombre que llena las calles del país y que lucha por algo tan básico como la normalidad. Lloro por la placidez aparente de los barrios, por el temor de las calles, por Oscar en su uniforme Verde, por los estudiantes heridos, por la mujer embarazada cuya fotografía sigue sonriendo a pesar de su muerte y que inunda las redes. Lloro por mi, confusa y agobiada, lloro por el miedo que siento por todo el que amo y que deseo proteger. Lloro por Venezuela, lloro por cada fragmento de historia perdida, por cada idea que no se llegó a construir y que yace perdida, olvidada, en alguna parte de este gran silencio que llamamos gentilicio. Pero sobre todo, lloro por el país que pudo ser y ya no es, por el futuro que se perdió antes de existir, por la idea de nación que se debate entre el dolor y algo más profundo, doloroso. La simple ausencia de valor.
Esa noche me costará conciliar el sueño. Como todas las noches desde hace siete semanas. Como me ocurría incluso antes. En la oscuridad, con mi teléfono entre las manos, sobresaltada e inquieta, me seguiré preguntando que ocurre mientras duermo. Que grito no escucharé, que historia terrible se contará. Y pienso en la orfandad de este país que perdió el nombre y la historia, el sentido y el valor, en este enfrentamiento, en le dolor de todas las perdidas, en el luto sobre luto que es inevitable llevar.
C'est la vie.
1 comentarios:
Es difícil, muy difícil esta situación a nivel emocional, son como explosiones acumuladas que destrozan todo a su alrededor.
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