sábado, 5 de abril de 2014
De la bruja que soñaba con la sonrisas misteriosas y otras historias diminutas.
Revuelvo con cuidado el contenido de la olla. En el sentido de las agujas del reloj, me recuerdo. El olor del romero, el laurel y la albahaca se eleva en anillos semitransparantes, rodeandome, perfumandome el cabello y la piel. Que sensación agradable esa. Un sencillo placer que parece provenir de alguna visión esencial y profunda sobre la conexión entre la naturaleza y el espiritu humano. O así me gusta imaginarmelo. Un lenguaje singular, pero aún así comprensible, en ambos mundos.
De niña, me crié entre los deliciosos olores de la cocina de mi abuela y el mucho más mundano y simple de la cocina de mi madre. Ambos lugares no podían parecer más distintos, a pesar de ser esencialmente la misma cosa. Y sin embargo, la cocina de mi abuela era un lugar extraordinario y misterioso, con sus ristras de ajo colgando del techo, los anaqueles desordenados repletos de plantas y ramas a medio secar, los pequeños recipientes de arcilla y madera, los cuchillos grandes y pequeños de mango de piedra. Me encanta esa sensación cálida de chispeante actividad que lo llenaba todo, la sensación que me encontraba en el centro mismo de la casa. Y tal vez, así era: la verdad, es que siempre había algo que hacer en la cocina de mi abuela y no todas las veces, era cocinar.
Porque la cocina era el lugar donde mis tias y primas llevaban a cabo rituales familiares: esos que eran mágico por el simple hecho de ser privados. Disfrutaban de un rato de conversación, entre tazas de té y galletas de Avena, reian y conversaban juntas en voz alta. También era el lugar donde se escribía en el Libro de las Sombras o se leía en voz alta el periódico del día. Raramente había silencio mientras las ollas hervían, el café se colaba o se cortaba las verduras para la sopa del mediodía. Y a mi me encantaba justamente eso: esa vitalidad radiante, esa sensación de ocurrencia y buen humor que lo impregnaba todo. Un pequeño caos que parecía reflejar todo lo bueno y bello de lo esencialmente familiar.
Al contraste, la cocina de mi madre era muy ordenada, bella y moderna: elegante acero inoxidable, cristal y mármol blanco. Todo estaba estaba en su lugar y parecía que cada utensilio tenía una función especifica y que nadie debía contradecir. Era un lugar rigido, silencioso, en el cual me sentía muy incómoda. Mi mamá no entendía por qué.
- La cocina solo es el lugar donde se cocina - me reclamó en cierta ocasión en que me vio leyendo mientras desayunaba un plato de cereal - nada más. Tienes el salón y tu habitación para hacer lo que quieras.
La escuché sin responder, pensando que en ocasiones no entendía a mi madre en absoluto. En realidad, lo que no entendía era su necesidad casi imperiosa de mirar el mundo de una sola manera, como si las cosas fueran sencillas o incluso aparentes. Claro que, con doce años yo no lo analizaba todo de manera tan compleja pero si sabía, que me incomodaba muchísimo esa disciplina suya, esa insistencia en mirar el mundo como una serie de reglas rígidas. Y quizás, su cocina, tan impecable, tan carente de olores, tan silenciosa, era un poco un fragmento de esa realidad de bordes perfectos y muy pulidos, que a mi me sobresaltaba un poco.
Esa tarde, le conté la anécdota a mi tia L., mientras la miraba moldear en arcilla una de sus esculturas. Mi tia L. en realidad no era mi tia, sino una de las mejores amigas de mi madre pero para mi, era casi tan querida como si compartieramos sangre e historia. Me encantaba ir a su taller y mirarla esculpir, escucharla reir y criticar lo que llamaba "ese manchón borroso que es el mundo". Como artista que es, quizás su visión sobre la realidad era mucho más amplia que la de la mayoría o así me lo pareció siempre. Como si la manera como moldeaba los rostros de sus esculturas, a breves toquecitos de sus dedos nerviosos, fuera también su mirada a lo que le rodeaba, cada cosa que formaba parte de su vida.
- Tu madre le teme al desorden natural de las cosas, significa para ella una perdida de control - me dijo después de escucharme - es natural. Tu madre asume el mundo como una serie de reglas e ideas que deben coincidir. Tu abuela, por el contrario, cree que el mundo es espontáneo, que se construye en el error.
Que idea hermosa esa. Imaginé la cocina de mi abuela, abarrotada de objetos y muebles, con sus olores y sus sabores, como una extraña muestra de su mente, como un trozo bien visible de su manera de crear y creer. Por otro lado, la cocina brillante de mi mamá, tan vacía y rodeada de silencio, carecía de alegría, de simbolos. Era una cocina sin más. ¿Era a eso a lo que se refería L.?
La miré un rato amasar y aplastar el enorme trozo de arcilla que tenía entre las manos. Lo amaso con las palmas de las manos, la estiró y después la aplastó con el puño. Todo era muy orgánico, muy fuerte, muy consistente. Recordé que en una ocasión, había leído en uno de los libros de las Sombras de la casa, que la magia era una combinación de la naturaleza y la inspiración humana, un concepto de sabiduría esencial donde el espiritu y la experiencia se mezclaban para crear algo realmente nuevo. Como L. en aquel momento, me dije. De la masa informe de arcilla rojiza, surgió el esbelto cuerpo de una mujer, con bellas caderas anchas y pecho generoso. Con gesto delicado, le apoyo en los hombros la cabeza que había modelado antes. Una bella mujer surgió de sus manos, con un perfil exquisito y delicado. Del caos, la belleza. ¿Magia?
- Mi mamá siempre insiste que la brujería es un tipo de creencia tradicional que no calza muy bien en estos tiempos - comenté. Me dolió repetir esa frase, que le había escuchado a mi mamá meses atrás. Nos encontrábamos en su departamento y se había negado a que quemara un puñado de Romero para aliviarme los sintomas de mi recurrente asma. En lugar de eso, me puso entre las manos el inhalador médico y me dedicó una mirada impaciente. "Basta de divagar", había dicho, "la realidad es una y es esta".
- La brujería, como todo arte, filosofía y creencia son por completo atemporales - comentó L. levantando con cuidado su mujer de arcilla para colocarla en la pala de metal del horno - nadie puede decir que la Brujería haya muerto o que se haya transformado. Todas las creencias crecen y se mantienen en la medida que encuentran un peso simbólico. Y la brujería lo tiene. Tal vez ya las mujeres modernas no van al bosque a bailar desnudas para celebrar la Luna, pero siente su poder. Sonrien a las estrellas, sienten el poder de crear y construir con la misma fuerza de los brujos de antaño. Es poder espiritual, es poder de revalorizar ideas que tienen significado para ti. Más allá, es retórica.
Introdujo con cuidado a la muñequita en el horno abierto y cerró la portezuela. Unos minutos después, un calor seco y rojo lo invadió todo. Levanté los ojos para mirar el resto de las esculturas de tia L., ese pequeño mundo trangresor que me asombraba y me maravillaba: Mujeres desnudas, con los brazos extendidos, mujeres de pechos enormes y caderas gruesas, amamantando bebés de manitos rollizas. Y toda esa plenitud, en esculturas sin rostro, pulidas, espléndidas. ¿Que simbolizaban para ellas?
- Lo mismo que para tu abuela su cocina - dijo entre risas cuando se lo pregunté - vida.
Vida. Sentada en la cocina de mi abuela, tomando un vaso de jugo de naranjas tuve esa sensación de extraordinaria plenitud que en ocasiones me llenaba allí sentada, rodeada de olores y sonidos. Mi abuela me dedicó una sonrisa curiosa al verme mirar todos con los ojos muy abiertos y brillantes.
- ¿Que te tiene tan asombrada?
- Abuela ¿Crees que la brujería está viva?
No respondió de inmediato. Continuó revolviendo la olla de la sopa y el olor de la carne cocida palpitó, se extendió a todos lados. Suculento. La boca se me hizo agua e imaginé el sabor que tendría el caldo después, entre salado y algo más exótico, quizás un poquito picante. Imaginé el pan de maiz que lo acompañaría, caliente y crujiente y el vaso de jugo de fresas que tendría que beber a tragos lentos, para no atorarme. Me gustó esa sensación de comprender ideas a través de esas imágenes mentales, de ese silencio en medio de tantos sonidos. Sí, vida.
- La brujería es una creencia, pero quienes la mantienen con vida son las brujas - respondió abuela - la brujería hija, es parte de tu visión del mundo, de tu capacidad para reír, de tu mirada a todo lo que eres, deseas y aspiras. Cada idea sobrevive, a muchos años, a la confusión, a los temores, porque representa lo mejor de cada uno de nosotros. Porque es valiosa en la medida que le brindamos un lugar en cada cosa que hacemos. Los simbolos sobreviven, sin duda y la brujería es un simbolo del poder de creer y confiar, de la creación que nace de tus ideas y más allá, tu necesidad de construir una idea firme sobre ti mismo.
La miré, boquiabierta. No diré que entendí todo lo que me dijo, pero había algo lozano, recién nacido en esa forma de concebir las ideas como sobrevivientes, como más fuertes que el tiempo y el mundo de las cosas. Mi abuela sonrío, rodeada del humo de las hornillas, con el delantal sucio y la cuchara de madera en la mano. Pero había algo en su expresión perecedero, que le otorgó a esa sonrisa un significado más profundo, esencial que el simple gesto.
- ¿Somos lo que creemos? - pregunté.
- Somos lo que aspiramos, hija. Somos los que soñamos podemos ser. Somos la búsqueda de nuestras opiniones, del conocimiento. Somos las preguntas que hacemos, las cosas que creamos. Somos nuestro primer pensamiento y el último del día. Somos los que admiramos y tememos. Somos todo lo que deseamos y esperamos. Somos la complejidad de nuestra mente y espiritu.
- Y la brujería esta alli.
- Toda creencia forma parte de ti. Cada vez que un cristiano levanta los ojos y agradece a su Dios la vida, cada vez que un Monje de Nepal dedica su silencio al Universo, cada vez que tu y yo bendecimos el pan y la leche, creamos ideas. Creamos formas de expresión profundamente fuertes. Y sí, allí esta la brujería. La magia.
Tomó el cucharón de metal y sirvió un poco de sopa en uno de sus bellos platos de arcilla. Me lo puso al frente junto con un vaso de jugo de fresas. Como me lo había imaginado, la sopa tenía un sabor exquisito y el jugo, era esposo y muy frío. Deseos, pensamientos, creaciones. ¿Todo está en mi?
- En nosotros - respondió mi abuela - en todos.
En todos. Esa noche sonreí cuando dejé una ramita de Laurel en la impoluta cocina de mi madre. La dejé bien visible y me pareció que el olor palpitaba, se hacia más fuerte en esa simplicidad cromada y silenciosa. Ella me miró en silencio desde la sala, cuando salí y cerré la puerta. Seguramente me vio, pensé en mi cama más tarde. Seguramente vendrá y me dirá que eso no pertenece a nuestra vida, que es solo algo sin sentido. Pensé en las muñequitas de tia L. , en la cocina de mi abuela. Vida que transcurre, que crea, que consuela.
A la mañana siguiente cuando fuí a desayunar, la rama seguía allí.
Sonreí.
El valor de los sueños, es el de preservarse aún en la vigila, quizás.
Con cuidado, me sirvo un poco de la esencia de Laurel y Romero que cociné. No tiene el mismo regusto exquisito del que preparaba mi abuela, pero aún, me hace sonreír. Miro a mi alrededor, de mi pequeña cocina llena de pequeños trastos y ramas secas y siento un tipo de felicidad diminuta, esa que parece provenir de los recuerdos y quizás de algo tan profundo que es dificil de definir.
Una manera de soñar y crear.
La magia más antigua de todas.
C'est la vie.
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