Ilustración de Eduardo Sanabria. |
Las cosas tienen vida propia (...)
Todo es cuestión de despertarle el ánima.
Melquiades.
Cien Años de Soledad.
Gabriel Garcia Marquez.
Leo la noticia sobre la muerte de Gabriel Garcia Marquez sin querer creerla, con esa sensación de irrealidad que a veces pesa sobre las noticias que te hieren un poco el espíritu. Comencé a llorar antes notar que lo hacía, buscando mi "Cien años de soledad" en mi biblioteca. El dolor, cada vez más diáfano, como el brillo de la tarde diáfana que lo despide hoy. Encuentro el libro, perdido entre tantos otros, pero inolvidable. El mio, es una edición rustica, muy vieja. De los primeros libros que tuve. Acaricio con cuidado la portada, donde un Macondo festivo me recibe, como antes, como siempre. Abro la primera página, con los dedos temblandome. Te hiciste eterno hoy, patriarca. Te hiciste parte de las leyendas, de todos los nombres que viven para siempre en el altar de los espíritus. Eres parte de la historia, de la palabra, de lo hermoso. Y te lloro con sencillez, con el pesar de los deudos anónimos. Te lloró por perder el peso y la sustancia y aún así sonrío. Por todo lo que brindaste y construiste. Por el Castillo de Palabras que dejas en pie.
Hay algo duro, en admitir que los héroes de la imaginación mueren a veces, que pueden sufrir de los achaques de todos los mortales, que incluso están sometidos a esa ley inexcusable de la vida y de la muerte. La fotografía del anciano de barba me mira con paciencia desde el periódico y hay un momento en que me pregunto si el insigne escritor, casi al crepúsculo de su vida, sabrá el poder que ejerció sobre la imaginación colectiva, sobre esa frondosa vereda de sueños y símbolos que dulcificó a fuerza de reconstruirlos para el lector casual. Supongo que debe saberlo. ¿Como puede desconocer el poder de las palabras, de las imágenes que creó y entregó al mundo? ¿A ese nuevo universo que delineó con delicadeza en puro deseo de crear?
Un cielo lleno de Mariposas amarillas.
La escena me pareció irreal: decenas de mariposas amarillas volaban por el cielo nublado de Caracas, en una especie de recorrido errático que no supe muy bien a que atribuir. Las miré, de pie en mitad de la calle, y tuve una sensación de asombro casi infantil. Todo pareció ocurrir muy lentamente, como si revoloteo de las alas se enredara en los débiles rayos de sol de esa mañana un poco amarga. Esperé hasta que vi alejarse a las Mariposas en mitad del ruido del tráfico y el paisaje común de la ciudad.
Y de pronto, tuve unos súbitos deseos de llorar. Me abrumó una emoción profunda que no comprendí muy bien, pero que sin duda tenía relación con esa visión de la realidad como una combinación de pequeñas escenas inesperadas y casi significativas. Una diáfana maravilla, como si acabara de vivir un momento irrepetible. Quizás era así, me dije, cuando eché a caminar de nuevo. Avancé entre entre los transeúntes, un poco confusa. ¿De donde surgía tanta emoción? Me pregunté. La respuesta era tan obvia que me hizo sonreír.
Durante toda mi vida he sido una devota lectora. Mi amor por los libros forma parte de mi historia personal de una manera tan profunda, que en ocasiones me lleva esfuerzos distinguir donde comienza mis experiencias más intimas y la que los libros me han regalado. Quizás se trate de una mezcla entre ambas cosas, he llegado a pensar en mis momentos más festivos, o muy probablemente, una feliz consecuencia de ese habito mio que relaciono con mis horas más queridas, con las escenas más importantes de mi vida. Y que es encontré en las palabras, en el abrigo de las historias que tantas hojas y voces distintas me han narrado, no solo refugio, sino una reinterpretación del mundo, otra manera de concebir quien soy y sobre todo, la realidad en que vivo. Más de una vez he pensado que gracias a mi amor por la lectura descubrí un reflejo de mi misma que pudo permanecer oculto, confuso en medio de esa delicado equilibrio entre lo que creemos real y lo que no lo es. O más simple aún: la lectura abrió puertas y ventanas en mi mente que de otro modo, habrían permanecido selladas y silenciosas. Un pensamiento inquietante y profundamente triste.
Recuerdo que la primera vez que visité una librería me asombró el silencio. O lo que yo comprendí como silencio en todo caso: era un local común y corriente, lleno de público y por cuya puerta abierta se podía escuchar con claridad el bullicio de la calle. Pero a pesar de eso, me siguió pareciendo que en el interior de la librería era un lugar alejado de la realidad, de los gritos del obrero de la esquina, del corneteo frenético de los automóviles en la calle más allá, de las risas del grupo de señoras que conversaban. En este lugar, había un clima irreal, donde todo era posible. Los anaqueles enormes, repletos de historias que esperaban para ser leídas, los largos pasillos silenciosos, esa sensación de portento que parecía provenir de algo más profundo que la realidad vulgar. Sin duda, había algo de sagrado en todo esa belleza, pensé aunque no con esas palabras. Con ocho años, lo que en realidad me asombró fue la promesa, lo que sugería la imagen de todos esos libros esperando ser leídos: La esperanza de encontrar en ellos un sueño el cual atesorar.
Tuve el mismo pensamiento cuando leí por primera vez "Cien años de Soledad". La compré justo allí, en esa primera librería que amé, a la que volví una y otra vez. Era un misterio, un secreto, ese libro cerrado donde un pueblo de nombre enigmático me esperaba para contarme sus historias. Sostuve el libro contra el pecho, pensando en que me esperaría entre sus páginas. De nuevo, el silencio: el de la expectativa, de esperar conteniendo el aliento por lo que la historia tendría para obsequiarme. Las manos abiertas de pura inocencia. Lo que sabía del libro era bastante poco: era la historia de una familia en un pueblo perdido en la serranía de Colombia. No sabía aún nada de sus símbolos políticos, del alabado realismo mágico que convirtió el libro en una metáfora de esta latinoamerica adolescente y crédula. Pero en esa primera imagen, en la del niño que luego sería el Coronel Aureliano Buendía, encontré la misma promesa de la librería silenciosa, de los libros cerrados esperando a ser leídos, misteriosos y casi inquietantes. La de un viaje extraordinario a un nuevo mundo de la imaginación, a un lugar bendito y a la vez sacrílego: donde los gitanos caminaban por entre los matorrales y las mujeres temían parir a un niño con cola de cerdo. Y es que Cien años de Soledad, me enseñó que la literatura es algo más que la imagen que se sueña. Es el sueño en si mismo, es el deseo de cada pequeña circunstancia que construye nuevos reinos del espíritu.
En Macondo encontré respuestas a preguntas que ni siquiera sabía me hacia. Me asombró su frescura, su humor profano, la delicadeza simple recién nacida de la tierra, cuando nada tenía nombre. Amé sin reservas el espíritu indomable de sus personajes, la historia de la familia perdida en medio de la Serranía a la que el tren amarillo llevó el progreso. Y también la de este continente donde nací, alegórico y fugaz que se adivina entre líneas. Y es que cada calle de Macondo, cada una de sus vicisitudes y tristezas no era otra cosa que el poder de construir un nuevo rostro de una historia muy conocida. De contar otra vez, lo que habíamos olvidado. Esos fragmentos de historia que de pronto parecieron tan cercanos, tan simples, tan queridos. Recorrí Macondo cien veces, abriendo y cerrando puertas en mi mente, encontrando cada vez un nuevo significado, soñando con el amor y el odio, con la simple vulgaridad de la tierra prometida que no existe y el temor de lo que se cree perdido. Y en medio de todo, la esperanza. Las mariposas amarillas, volando a mi alrededor, en mi mente, en cada rincón de mi memoria. En todas las veces que Macondo se construyó desde la primera piedra hasta su última hora en medio del ventarrón bíblico que llevó la última de todas las respuestas al joven Aureliano Babilonia, viudo y padre del niño de la cola de cerdo. Cien veces Macondo, no solo como promesa, sino como metáfora, como crítica, como todas las pequeñas historias construidas como un telón de fondo irregular y cada vez más significativo.
Pero más allá del pueblo de fantasía, de lo que brindó a la imagineria latinoamericana, ese revival el mérito de Gabriel Garcia Marquez reside en su escritura, aunque parezca una razón simple para su trascendencia. Y no obstante, ese esa revisión del merito y del peso de la palabra, su respeto por lo que implica, lo que hizo de Gabriel Garcia Marquez un profeta en su tierra y en otras muchas. Rescató a la palabra latinoamericana de su sencillez severa y le brindó la ternura de la fabulación, la magia que sin embargo conserva un fragmento de realidad, en una mezcla que pudo suponerse imposible pero que el escritor supo combinar sabiamente. El poder de brindar sustancia a la imaginación en la buena literatura, de escenificar, con una delicadeza casi doloroso ese rostro desconocido de cada elemento encontrado para dotar de vida. Una revisión de género pero más allá, la capacidad de Marquez para asumir como primigenio, recién nacido en las palabras y lo que descubre en ellas. Un peregrino en su propia tierra de gracia.
Hubo una vez que Garcia Marquez comentó que habría querido ser pianista de bar. Lo dijo con esa sencillez suya, ese ancestral conocimiento de lo evidente que a muchos desconcierta. Cuando el periodista le pregunto el motivo de una idea tan singular, el escritor de pueblos eternos, el padre de tantos personajes inolvidables lo miro con atención.
- Para ayudar a que los enamorados se quisieran más - dijo. Y sonrió. Lo hizo, quizás consciente que por otros caminos y a través de la pluma, en esa insistencia suya de invocar el espíritu de las historias que brotan de la carne y la emoción, también llevó el amor a otros confines: a los lectores descreídos, a los cómplices de la imaginación como yo que le veneran. Porque en el misterio de las historias que encuentra entre infinitas variaciones del poder de crear, Garcia Marquez descubrió sin duda el secreto de la trascendencia. Un mito pequeño y cotidiano, esa necesidad de descubrir en lo cotidiano un poco de belleza.
Sonrío, cuando las mariposas amarillas continúan su camino, como si solo hubiesen existido en mi imaginación. Una de ellas, la más frágil quizá, la que probablemente no sobrevivirá a su diminuta belleza, revolotea a mi alrededor. Y entonces se posa en mi cabello. Un milagro, en medio del día gris, la vulgaridad de lo cotidiano, los trozos de conversaciones y penurias que escucho a mi alrededor. Aguardo, con el corazón latiendo muy rápido. La mariposa sacude las alas, brilla - aquí y ahora - y en mi imaginación, donde estoy convencida, atesoraré la escena para siempre. La emoción en las manos abiertas, en todas las palabras que de pronto dibujan una escena de la página de un libro, entremezclándose en la realidad. Y cuando echa a volar otra vez, en medio de la realidad, la fábula y la mera necesidad de sonreír, hay un momento de prodigiosa nostalgia. La mariposa volando, entre ese silencio de las empresa de crear un mundo nuevo en medio de una historia, de dotar de belleza incluso a lo intrascendente. Y sonrío, una despedida, un agradecimiento, a esa imagen que se eleva, que es parte de mi mente y ahora también del mundo.
Finalmente, de nuevo solo hay de nuevo los sonidos del mundo. Pero continúo sonriendo, bendecida, agradecida de este pequeño instante milagroso. El lugar donde las Mariposas amarillas simbolizan la belleza, y más allá, quizás la simple deseo de creer y crear.
Eres infinito, querido Patriarca, en las palabras que se elevan contigo entre el brillo de las mariposas amarillas.
C'est la vie.
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