Cada abril, todos los árboles de Caracas pierden todas sus hojas. Es un espectáculo lento, casi dulce. Poco a poco, las ramas se quedan desnudas, abiertas al infinito como brazos abiertos y vacíos. La calle se llena entonces de una alfombra de hojas resecas, crujientes, con olor a nostalgia. El color cobre y amarillo salpica el rostro de lo cotidiano y hay cierta tristeza en esas tardes cálidas, cada vez más radiantes, de comienzos de ese verano tropical. Siempre me ha parecido que hay una poesía discreta en esa visión levemente dulce de esa muerte aparente, ese silencio de las hojas al morir, aunque nunca supe muy bien por qué.
Con la imaginación desbordada que siempre he tenido, en ocasiones me imagino las tranquilas calles de esta Caracas ruinosa, como una postal de otra época. Una imagen de lo que fue y que lentamente se transformó en algo más, en esta ciudad agresiva, violenta, sin nombre que tanto me atemoriza. Quizás por ese motivo, cada abril, miro a esta Caracas casi romántica, con sus tonos apesadumbrados y sus silencios lluviosos, como una promesa, lo que pudo ser y ya no somos. Lo que soñé podría ser y que ahora solo es una breve esperanza. Y a veces duele tanto, temer que Caracas solo sea lo que recuerdo de ella, lo que olvidé, lo que simplemente ya no existe. Una imagen quebradiza en medio del tiempo personal.
Mi abuela - la bruja, la sabia - fue quien me enseñó a amar a Caracas. Fue ella la que me llevó a caminar por primera vez por el Casco Histórico, hablándome de la historia escondida en los viejos edificios. Con ella, subí por primera los altos escalones del Calvario, para mirar la silueta a lo lejos, niña y dormida, casi inofensiva. Fue ella la que inculcó el amor por el Ávila, esa silueta verde y extraordinaria que parece definir a Caracas mejor que cualquier otra cosa. Y fue también mi abuela, la que me habló de las decepciones, de la Caracas sobreviviente, de la Caracas temible, con sus amenazas y su silencios. Una otra visión de la ciudad que es parte de tu historia y a la vez, parte de esa otro rostro de quienes somos, el anónimo, el que tememos, la sombra.
- Caracas es una mujer. Una maltratada, dolorida y enfurecida - solía decir mi abuela. Siempre decía cosas parecidas mientras caminábamos por las amplias calles del Centro, rodeadas de esa multitud incesante de la ciudad viva, que nunca deja de fluir - Caracas tiene su propio carácter, su propia furia. Quizás por eso es inolvidable.
La escuchaba asombrada, mirando a mi alrededor con los ojos muy abiertos, imaginando a Caracas, la ciudad como una Dama altiva, de maquillaje corrido, el cabello despeinado. La imaginaba gritar, enfurecida, en sus calles rotas, repletas de transeúntes malhumorados, mirando ese cielo radiante inolvidable, el sonido del tráfico incesante, el miedo escondido en cada esquina. Y es que Caracas es una ciudad temible, estruendosa, de la que te deja sin aliento. Una imagen detenida en mitad de un tiempo mudo.
Poco antes de morir, mi abuela y yo recorrimos juntas Caracas por última vez. Era Abril, sin duda, con su cielo de azul chirriante y las hojas amarillas flotando en lento vaivén en medio del aire cálido. No hubo ningún anuncio que no habría una próxima, pero siempre recuerdo esa tarde como si fuera el comienzo de muchas cosas, el primer día de otra vida que estaba a punto de empezar. Pero ese día, aún todo era idéntico, amable y con la misma tonalidad irreal Mi abuela se veía sana y fuerte bajo la luz del sol, a pesar que ya era una anciana con algunos mechones blancos en su cabello rojizo. Juntas, caminamos por las calles empedradas del Centro, como antes, como siempre, conversando en voz baja en medio del bullicio de una tarde cualquiera.
- A veces no recuerdo cuando fue la primera vez que pensé que Caracas era mía - me comentó. Nos encontrábamos junto a la Plaza Bolivar, contemplando el vuelo de las palomas entre los rayos del sol - parece que fue desde siempre, que asumí que la ciudad era un símbolo de lo que soy y seré. Una manera de comprenderme.
No respondí. Miré al grupo de niños que jugaba en la Plaza, correteando y gritando alborozados, al grupo de ancianos sentados en los bancos, a los adolescentes que se besaban bajo un árbol frondoso y pensé en la palabra siempre, en la posibilidad de la eternidad en un recuerdo que se conserva frágil entre cientos de otros olvidados. Y tuve una sensación asombrosa, como si de pronto la escena de la ciudad viva, nuestra presencia allí, las palabras de mi abuela, tuvieran una inestimable importancia. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Mi abuela me dedicó una de sus miradas tranquilas, profundas.
- Yo no sé cuando comencé a temerla - dije, con la voz temblorosa - cuando comencé a sentir por Caracas esta mezcla de odio y angustia, de furia y decepción. Porque también es mía, como tu dices, pero también me dejó abandonada, me traicionó. Caracas la que es y la que no es, Caracas la que sueño y la que es real. A veces no puedo soportarlo.
Mi abuela continuó mirando la plaza, los juegos de los niños, la calle llena de gente. Me pregunté si le había molestado mi comentario, la furia en mi voz. Entonces hizo algo muy extraño: se inclinó y tomó un puñado de hojas secas a sus pies. Las sostuvo a manos llenas, las observó y después las guardó en su cartera. Atónita, no supe que decir.
- Es tuyo lo que conservas, no lo que pierdes - me respondió a la pregunta que no hice - recuerda siempre, que eres parte de quien sueñas, no de lo que temes.
Apreté los labios. Quise decirle que no era tan simple, que no eran hermoso después de todo. Que Caracas, y toda su hostilidad, su dolor, esa oscuridad marchita que había sustituido los recuerdos brillantes de la infancia me herían como ninguna otra cosa podía hacerlo. Pero no dije nada. La seguí, mientras echábamos a andar de nuevo, por las calles brillantes, con olor a tierra fresca y a calor llameante. Eres quien soy, pensé, con un nudo de angustia cerrándome la garganta. ¿O lo que fui?
Esa noche, encontré a mi abuela en el jardín, encendiendo su caldero con las hojas que había recogido de la Plaza. La miré, entre desconcertada y confusa, arrojando hoja a hoja al fuego amarillo que se elevaba en chasquidos y relampagueo en la oscuridad. Levantó los ojos y me miró entre las llamas, con rostro serio.
- ¿Que haces? - pregunté. Me senté a su lado. El calor del fuego pareció arremolinarse a mi alrededor, encenderme las mejillas. Mi abuela no contestó. Arrojó otra hoja e invocó en voz baja. La cabeza ladeada, el cuerpo rígido. Otra hoja, otra invocación. Lo hizo una y otra vez hasta que no hubo hojas que quemar, sino un parpadeo de fuego ígneo en la noche.
- Me despido de la Caracas que soñé para recibir a la real - me respondió entonces. Levantó las manos y las acercó al fuego. Las palmas se cubrieron de luz y sus dedos parecieron vibrar en medio del calor incandescente - La quiero, como siempre. Pero quiero quererla, ahora.
No supe que responder. Miré el fuego, recordando mis paseos en bicicleta, las tardes en mi Plaza Favorita, rodeada de Museos. Recordé a Caracas cien veces, de todas las maneras en que guardaba mi memoria y el dolor que sentía pareció disolverse, hacerse algo más. Sacudí la cabeza, cansada, afligida. Mi abuela me dedicó uno de sus guiños cariñosos, como consuelo quizás.
- Un día tendrás que decirle a Caracas que la perdonas para perdonarte.
- No sé si pueda ahora.
- Seguramente no. Ya llegará.
Recuerdo sus palabras y esa noche hoy, también en una noche de abril. Estoy sentada en la terraza de mi casa, con mi pequeño caldero encendido. Tengo las manos llenas de fotografías, la Caracas que recuerdo, que amo y que añoro, y también de la otra, la que temo y me desconcierta. Y cuando arrojo las imágenes al fuego, sonrío y también lloro. Y mientras río y lloro, con las manos abiertas y el corazón tembloroso, busco paz, busco la medida de esta tranquilidad imposible, de este deseo que nace y muere en mi. Porque soy la mujer que se hizo adulta en una ciudad que fue su espejo y también la niña que la amo. Y soy ambas, en medio de esta angustia y este amor.
- Por ti, en el tiempo de las estrellas, te reclamo - invoco. Dejo caer la última fotografía al fuego. La llama crece, me la arrebata de las manos. Luego, solo hay silencio. Solo hay belleza.
Solo hay amor.
La danza del fuego que vivifica: Renacimiento en luz.
Para la tradición de Brujería que practico, el fuego es un elemento renovador, por ese motivo, cada abril y en sincronía con un nuevo ciclo anual, se llevan a cabo rituales de renovación y limpieza. Uno de ellos, es el siguiente:
Necesitarás:
* Hojas de papel.
* Bolígrafo.
* Cuenco para quemar.
* Hojas de Laurel.
Disposición:
Escribe en la hoja de papel todas las cosas de las cuales deseas liberarte. Incluye lo que quieras, desde lo que temes a lo que necesitas olvidar. Luego, coloca el cuenco para quemar con las hojas de Laurel e invoca de la siguiente manera:
"Sueña radiante
Tierra que sana
Agua que fluye
Viento que canta
Fuego que salva.
Soy yo, y este es mi homenaje al tiempo
Que mi voz se escuche
Así sea".
Ahora enciende el Laurel. Cuando las llamas estén altas, arroja el papel con las cosas que te lastiman. Míralo quemarse y siente que el fuego quema tus dolores y a la vez te purifica. Coloca las manos sobre el fuego (cuidando no quemarte ) e invoca de la siguiente manera:
"Que la noche vele por mis sueños
La luna me sostenga entre sus brazos
Por ti, fuerza de la Tierra
Te reclamo a las estrellas
Así sea".
Permite que el fuego se apague antes de levantarte. Luego come y bebe algo para equilibrar la energía que recibiste al realizar el ritual.
Te miro Caracas, quieta y dormida, una silueta de mi historia, un fragmento de mi identidad. Y te amo, y eres mía. Y quizás yo soy tuya. Una historia preciada y querida, que compartimos tu y yo.
C'est la vie.
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