martes, 29 de abril de 2014
La utopía del ideal: Venezuela en medio del debate metafórico.
Un hombre levanta la bandera con los puños cerrados. La enarbola con un gesto casi inocente, desenfadado. También lleva los colores patrios en el rostro y en la camiseta. Hay algo en el gesto, en su lenguaje corporal, que remite a una idea más profunda sobre el ciudadano y la identidad nacional. Cuando avanza en medio de la multitud, se envuelve los hombros con la tela. De nuevo, grita una consigna a gritos. Las palabras se pierden entre el coro de voces que parecen responderle a su alrededor, pero aún así el mensaje es bastante claro "Soy Venezuela". O mejor dicho "Venezuela es mía".
El mismo día, en otra parte de la ciudad, un hombre también lleva la bandera en medio de una multitud vociferante. La levanta, aferrándola con el puño, como si quisiera puntualizar cada una de sus frases con el tricolor patrio. En esta ocasión, quien lo hace viste una camiseta roja, donde los ojos del Difunto Presidente Hugo Chavez parecen observar con atención lo que sucede a su alrededor. El hombre grita, insiste en vocifera consignas de corte ideológico y de nuevo, la bandera ondea, quizás otorgándole un sentido casi profundo a las triviales frases de corte casi electoral. Aún así, el símbolo insiste en la misma idea que se repite una y otra, vez, que se asimila como parte de esa otra contienda que parece llevarse a cabo en la Venezuela actual: El sentido de la pertenencia, del gentilicio y la identidad nacional.
Se habla de "Patria" para definir una nueva visión y reinterpretación del país como parte de un concepto de nación basado en la política, se habla de un nuevo despertar de un nacionalismo con tintes chauvinista que se alimenta directamente del discurso ideológico. Y no obstante, Venezuela nunca ha sido tan dependiente a nivel económico, jamás ha sido tan deudora de la filosofía foránea. Pero una y otra vez, se insiste en ese replanteamiento de lo folclórico, de lo Nacional - o lo que asume como tal - como parte de un proceso de reconstrucción individual y social. Lo Venezolano como visión única y aglutinadora, como justificación y sustancia de un modelo político y cultural que reinvidica a medias la interpretación del ideario nacional.
Pero no todo es tan sencillo. O al menos, no es suficiente. Lo pienso, mientras camino por las calles del Casco Histórico de Caracas, remozado durante sucesivas administraciones municipales sin mucho acierto y que actualmente es una combinación de la ideología del poder y algo más sutil, una mezcla poco coherente de estilos y visiones de la ciudad. O al menos así lo piensa Juan Francisco, uno de los guias del Panteón Nacional, un observador de Caracas curtido por años de asistir a esa lenta transformación del paisaje histórico en algo menos ideal y sí, mucho más prosaico.
Juan Francisco tiene sesenta años, veinte de los cuales han transcurrido en los alrededores del panteón Nacional y la Biblioteca Nacional. Al principio era un guía "por entusiasmo", me cuenta con su voz elocuente, resonante. Sus conocimientos no proviene de libros de historia o mucho menos de las aulas de clase "No soy profesor ni quiero serlo, solo Venezolano" me puntulaliza con una sonrisa. Pero lo que si es, es un gran amante de "La Venezuela bonita" añade. Comenzó a hacer el recorrido "para contarle a los turistas que el Panteón no era una Iglesia" y además, dejarles claro "del patrimonio guardan sus insignes paredes".
- Después me contrató la alcaldía por 200 bolívares, cuando eso era plata. Me contrató el licenciado Aristóbulo Isturiz que entonces era alcalde recién elegido - me cuenta, sentados ambos al pie de la bella construcción. Un grupo de niños con uniforme de colegio corre en la explanada y el sonido tiene un toque inocente, radiante, en medio de la mañana calurosa - entonces lo hice formal. Investigué sobre la construcción del edificio y luego, de los ilustres que allí reposan. A la Alcaldía le gustó y a mi quedé.
No obstante, el trabajo de Juan Francisco no es en realidad formal o estrictamente histórico. Forma parte del color local del monumento, de esa especie de veneración que algunos venezolanos sienten por sus simbolos nacionales. Pero no todos sienten el mismo entusiasmo, me explica y de hecho, parte de su labor - me insiste - es recordarle a los visitantes que el Panteón y lo que simboliza, es parte de la historia que sostiene el país actual, la visión de una identidad concreta que todos compartimos de algún modo.
- Pero no mucha gente lo entiende - me explica con pesar - eso se ha perdido mucho. Ya Venezuela no es de todos o nadie la ve así. Venezuela es de quien la mira, de como la mira y de cuanto le beneficia verla así.
Me cuenta que luego de la remodelación del antiguo edificio del panteón y sobre todo, la inauguración del reciente edificio aledaño - una extraordinaria construcción de concreto y basalto que resalta por sus líneas limpias en mitad del aspecto colonial de la zona - los visitantes han disminuido mucho. Tal vez se deba a la perdida de interés de las nuevas generaciones o al hecho que los lugares patrios han adquirido una connotación totalmente nueva, una reinterpretación a medida de la ideología mililante en la que insiste el poder. Se lo comento y Juan Francisco me dedica un largo suspiro pesaroso, mirando el edificio del Panteón, elegante y solitario en medio de la leve loma de concreto donde se levanta, con cierta nostalgia.
- Antes no era así - me cuenta - antes era otra cosa. Antes era una admiración por los grandes hombres de la Patria. Y no solo el Libertador, que ya es grande y admirable, sino todos los demás: el Doctor Vargas, ejemplo para generaciones. Paez, que dejó en alto los llanos Venezolanos. Pero ahora todo es otra cosa. Todo tiene que ver con política y yo no entiendo eso.
Hace unos meses, un hombre que llevaba la bandera nacional como camiseta, le propinó un empujón a Juan Francisco mientras una manifestación pública se llevaba a cabo en plena calle. Lo acuso de "vendido" y de "apátrida" porque Juan Francisco evitó colgara un cartel electoral en uno de los faroles que rodean El Panteón. Los militares que vigilan la zona se limitaron a mirar y luego intervinieron, incómodos y a regañadientes, para pedirle al hombre de la pancarta se alejara de la zona "por seguridad". Nadie miró a Juan Francisco, que ofendido y dolido, miraba la escena sin terminar de creerselo. Me explica que por días no se pudo quitar de la cabeza el insulto.
- Decirme "apátrida" a mi ¿usted se imagina algo asi? No hay nadie que quiera esta Tierra más, que la admire más, que la cuide más - dice. Se le contrae el rostro amable de furia. Se endereza, para arreglarse la camisa bien planchada y curtida por mil lavadas, los pantalones de lino que vieron mejores épocas. Y es que todo en Juan Francisco tiene un aspecto de humilde dignidad, de una respetabilidad discreta - no entendí nunca porque me llamó ese muchacho así.
No respondo. Miro de nuevo la larga escalera que conduce hacia la Avenida Panteón y de donde puedo ver, casi con dificultad, el paisaje de la Caracas moderna, de la que parece ignorar esta otra, la que aún sobrevive al caos urbano a pesar de todo, a esa anarquía simple de la improvisación. En uno de los edificios el monograma de la revolución ideológica, los ojos de Hugo Chavez, parecen mirarlo todo con crítica atención. Un simbolo nuevo en el rostro herido de la ciudad.
María (no es su nombre real) dobla la bandera con mimo. Lo hace cuidando que las esquinas coincidan en un cuadrado perfecto y que la tela no se arrugue a los costados. Observo el delicado proceso, asombrada por la habilidad de las manos callosas de María y sobre todo, el profundo respeto que percibo en cada uno de sus gestos. Cuando termina de doblar la bandera, la guarda en un bolsa de papel, la cruza con una cinta de nylon y la coloca con cuidado en un montón que se levanta a su lado.
- A la bandera hay que tratarla con Cariño - me cuenta - no ese bochinche que cargan ahora.
María tiene un oficio muy inusual: cose banderas. Tiene un local de casi veinte años de antiguedad en una de las calles aledañas a la Casa Natal del Libertador Simón Bolivar y se enorgullece de su poco común vocación. Porque para María, coser banderas - crearlas, desde el origen - tiene un sentido profundamente importante. Sonríe, cuando me muestra su primera bandera, una muy pequeña con siete estrellas bordadas en plata que confeccionó para la festividad de un colegio de la capital.
- No es coser tela, es coser historia mija - comenta - es coser con los colores correctos y el tamaño de las estrellas exactos eso que nos representa a todos. Lo hago todo medido, con un gusto tremendo. No sabe usted cuanto me gusta.
Me enseña su mesa de trabajo. Tiene muestras de tela amarillo, azul y roja cuidosamente colocadas, junto con hilo de Nylon y de seda color plata. Todo tiene un aire a orden y disciplina que me asombra y también me provoca un poco de ternura. María está muy orgullosa de lo que hace y lo deja claro. Me explica que para coser una bandera, comienza con una oración.
- Le pido a Dios proteja a este país y a toda su gente - dice y sonríe. Una sonrisa como de niña en su rostro arrugado - y después comienzo a cortar. Lo hago siempre con el mismo patrón: las medidas son muy importantes. Deben ser franjas exactas, porque si me excedo un poco podría confundirse con otra bandera.
Me cuenta que antes, las banderas de su pequeño negocio solo se vendían a organismos públicos y luego, a colegios y otras instituciones educativas. Pero después, la bandera se convirtió en un simbolo popular. Cuando me lo dice, María aprieta los labios, irritada y sin duda preocupada.
- El Presidente Chavez trajo a la bandera de nuevo a la calle, hizo que todos los Venezolanos se sintieran con derecho a usarla y a quererla, eso es bueno - me explica. Toma una de las cajas del mostrador y la abre. Me muestra una bandera muy bella, con el escudo bordado y los bordes orlados con muchísimo cuidado - esta fue una de las que cosí cuando el Comandante ganó la Presidencia. Se las quise mandar de regalo pero al final, no pude.
Para María, el uso de la bandera en marchas y manifestaciones resulta desconcertante. Le duele y sobre todo le molesta que el simbolo patrio se haya convertido en una especie de objeto de cultura pop por el cual no se guarda ningún respecto, ninguna reverencia. Le molesta, además, la sensación preocupante que de alguna forma, la bandera, en toda simbología nacional, se hizo más que parte de una visión ciudadana, un objeto de reclamo político. Me lo dice mientras me muestra alguna de las banderas que ha cosido durante los años: La de la Gual y España, que bordó a mano para una conmemoración en el Museo Bolivariano, la amarilla y negra que uso Miranda en 1800 y también la llamada Bandera Madre de 1806, que aún no incluía las estrellas. Para Maria, la pequeña selección es un tributo a ese amor suyo por la patria intangible, la abstracta, la profundamente arraigada en su manera de comprender las cosas.
- Ahora la bandera es la pa' la marcha, pa' ponerselo en la gorra, en la ropa interior, en las uñas - se queja con amargura - la bandera que es parte de quienes somos, del Venezolano que llevamos dentro. ¿Ahora que es? Es como si ya no tuviera valor, como si todo fuera tres colores y estrellas para que unos y otros se sientan contentos y como si el país fuera de ellos nada más.
Suspira. Me explica que cuando era niña, la bandera simbolizaba algo tan profundo que la hacia llorar. Y cuando me lo dice, sé que no habla de patriotismo, ese nacionalismo endeble que actualmente justifica cualquier desmán, sino algo más sentido. Algo emocional, que la identifica con Venezuela como una parte de su historia, de su visión de si misma. Para María, la bandera, la metáfora de país es mucho más personal que la simple visión de lo inmediato, de ese espejismo de chauvinismo carente de valor que se esgrime en el país actual. Una interpretación del país a medias, a pedazos.
- Es una tristeza que duele - me dice - es una sensación de perder algo sagrado. Ya la bandera no nos representa. Es solo lo que queremos ver, el dolor de lo que se pierde. Este país se perdió asi mismo. No se mira a los ojos. Nadie tiene nombre y eso da tristeza. Eso no tiene sentido.
María me regaló una bandera. La miro, con sus puntadas delicadas y las estrellas finamente bordadas y siento tristeza. Una muy intima, sencilla. Porque la primera imagen que tengo de la bandera, no incluye consignas políticas, tampoco puños alzados o sonido de disparos. Es una imagen muy vieja, borrosa. Estoy de pie, en el patio del colegio donde estudie la primera enseñanza, mirando asombrada la bandera que hondea, los colores extraordinarios recortándose contra el sol. Y la sensación es de perdida, de sencilla angustia. Una melancolía diminuta, como de un trozo de identidad que perdí y quizás no volveré a recuperar.
La del gentilicio que rebosa cualquier idea política, la del simbolo capaz de darle sentido y rostro a quienes somos. La Venezuela que es de todos, la visión de paz.
C'est la vie.
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1 comentarios:
Recordé las banderas que hacía en el colegio: de papel lustrillo, gancho de ropa de madera y aluminio "para cubrir el asta"... a veces extraño ser la venezolana orgullosa que creí que era o que aún soy pero está perdida dentro de otras yo... este país agota, entristece y por eso trato de ver lo mejor de Caracas -que es lo que tengo a la mano- y de otras ciudades cuando las visito. Tengo como un mes leyendo tu blog y en realidad puedo leerme en muchas de tus líneas y agradezco eso porque no me siento tan sola, no me siento tan equivocada.
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