Hace unos años, comencé un proyecto fotográfico con el que intentaba descifrar en imágenes las complicadas relaciones entre Madres e Hijas. El proyecto se llamó "Las Dos Evas" y para mi representó una manera de analizar mi relación con mi madre de una manera tangencial y artística. Una idea confusa que durante las primeras semanas no avanzó demasiado y que de hecho, le tomó un par de años lograr cierta coherencia. El caso es que envalentonada por esa "visión del otro" me atreví a pedirle a parientes y amigos, me permitieran fotografiarles en su vida cotidiana junto a su madre, esa dinámica misteriosa y significativa que yo imaginaba como una serie de pequeñas escenas de la vida cotidiana entremezclada con algo de emotividad.
También se lo pide a la conserje del edificio donde vivo. Lo hice por las razones equivocadas, pienso a la distancia. Quise fotografiar también a alguien que no conociera, que no pudiera predecir ni comprender de inmediato, que me resultara una real sorpresa. También quise fotografiarla por una serie de banales motivos que a la distancia me avergüenza. Quería fotografiar una Madre humilde, permitirme la audacia de mirar el mundo de otra manera pero sin abandonar mis propios prejuicios. Me dije a mi misma, con esa franqueza lamentable de quienes son un poco ignorantes, que debía fotografiar algo más allá de mi mundo, de encontrar en la "humildad" esa otra visión sobre la maternidad que no conocía. Una especie de pieza suelta en mi mapa mental sobre lo que consideraba real o no. Un fragmento de existencialismo barato.
El hecho es que me lo permitió, a pesar de que le producía una evidente incomodidad y que era notorio, la presencia intrusa de la cámara la desconcertaba. Me abrió las puertas de su casa y me dejó mirarla durante varios días, para que yo pudiera captar "eso" que aún no sabía que era. Yo buscaba lo cotidiano, esos pequeños gestos de complicidad entre madres e hijas, ese lenguaje de lo silente que llegué a idealizar. Lo que encontré, fue otra cosa.
Encontré ternura, por supuesto, pero también una enorme dignidad. Una solemnidad y sabiduría que no me esperaba. La primera tarde, miré a María Eulalia (es su nombre real) sentarse junto a su hija mayor a calcular cuanta comida podrían utilizar para las comidas familiares sin desperdiciar y tampoco, sin malbaratar el pequeño peculio familiar. Juntas, la madre y la hija, con las cabezas juntas, contaron, ordenaron y volvieron a enumerar lo que necesitaban para que la familia de cinco (los dos niños menores y el padre, Jardinero del edificio) pudieran disfrutar de una buena comida. La rutina, entre silencios preocupados y las manos abiertas a veces de pura angustia, me desconcertó. Me abofetó, me lastimó. Me sentí mezquina, cámara en mano, tratando de captar algo que no entendía. Ese dolor diminuto, esa imperativa necesidad de enfrentarse a algo elemental, duro, humillante. De manera que no fotografié nada. Permanecí sentada, solo observando, un observador futil, sin sentido en medio de la vida de otro, de las escenas de la cotidianidad de alguien más que no podía comprender.
Al día siguiente no fotografié nada tampoco. Me limite a escuchar a María Eulalia hablarme de su pueblo en Colombia, mientras zurcía los vestidos y las camisas de sus hijos. La tela apenas parecía soportar una puntada más, pero ella se esforzaba en hacer incluso el remiendo más evidente hermoso. Y pensé, en esa mirada mía, tan desapasionada y endeble, sobre esa labor de conciencia, de enfrentarte a una especie de dolor pequeño y cristalino a diario. María Eulalia me contó que la violencia en Colombia la había hecho huir a Venezuela, con apenas unos cuantos miles de bolívares (de los viejos) en los bolsillos, tres hijos a cuestas y un marido con problemas de salud. Pero ella, a pesar de todo "estaba contenta", me dijo sonriente. Venezuela "era otra casa". Otra manera de asumir el mundo, otra forma de mirar el todos los días. Miré a mi alrededor, su casita diminuta pero impecable, la cocina brillante y olorosa a guisos de otras tierras, las cortinas de tela barata en las ventanas y pensé en el peso sistemático de la cultura que ignora la pobreza, que la idealiza o la recrea a conveniencia. De ese limite invisible entre lo que creemos es el dolor del que lo sufre y el verdadero sufrimiento. Miré todo a mi alrededor y me sentí muy pequeña, ignorante. Y la cámara, un observador absurdo. Un testigo desconcertado de una escena que no termina a de comprender. Esa noche me costó dormir, pensando en todas esas cosas y aún más, en esa visión mezquina y limitada, heredada de una cultura simple que ahora comenzaba a comprender de una manera mucha más amplia.
Las semanas continuaron transcurriendo y el proyecto no avanzó. Continué visitando a María Eulalia, escuchando sus historias, ayudando a su niño menor en las tareas, riendo con su hija mayor. Finalmente, extrañada, me preguntó por qué no fotografiaba, por qué la cámara siempre terminaba como abandonada sobre la mesa, solitaria y sencilla. No supe que responderle, no supe como explicarle bien la combinación de vergüenza, dolor y cierta angustia que me provocaba mi temeridad, esa necesidad mia de asumir por las buenas podía mirar su mundo casi con disciplencia. Me fui por lo sencillo, lo obvio, lo más honesto.
- No sé que fotografiar - le dije - creía que sí, pero no lo sé. Me quedé un poco ciega, por todo lo que ocurre en su casa. No sé como expresar todo lo que veo a la vez.
Ella me miró y no me entendió. Quizás pensó que había hecho algo mal o que yo no deseaba fotografiar su casita pequeña, su vida sencilla. De manera que me invitó a la pequeña terraza fuera del apartamento, para tomarnos un café. Su hija vino con nosotras. Nos sentamos juntas las tres, en silencio. La cámara mirándonos a todas.
- Hija, si tiene que hacer su trabajo, hágalo. A mi me gusta pensar que la ayudamos y me hace curiosidad saber que quiere hacer. Tome sus fotos.
Me tomé el café muy fuerte sin responder. ¿Como explicarle que durante las semanas que había pasado visitándolas casi a diario había descubierto que entendía muy poco a mi propio país? ¿Que me encontraba perdida y aplastada por la sensación dolorosa de haber menospreciado no solo la realidad más allá de la mía, sino de haber creído podía disimularla? Tomé la cámara, la acaricié con la yema de los dedos. Sentí pánico, un temor real, de romper algo tan hermoso como tierno, esa confianza suya. Me pregunté por qué debía fotografiar, por qué debía contar una historia en imágenes. María Eulalia, infinitamente sabia pareció comprenderlo mejor que yo. Se inclinó sobre la mesita, tomó la taza de café vacía y sonrío.
- Tome sus fotos hija. No se angustie más.
Las tomé. Con las manos temblorosas, los labios apretados, la fotografié a ella y a su hija, conversando. Riendo. Me gustó esa felicidad, esa ternura, esa visión una de la otra, esa silencio entre ambas lleno de tantos significados y símbolos. Fotografié sus manos callosas, sus pequeños gestos, la sonrisa nerviosa y de pronto supe que fotografiaba algo de inestimable valor: la Ternura de una Venezuela desconocida, rebosante de belleza y tan desconocida para mi como si fuera otro país, otro mundo. Cuando terminé, estaba llorando. María Eulalia me miró desconcertada y su hija, un poco sobresaltada.
- Hay cosas que uno hace por amor y se asusta. Debe eso lo que le pasa con la cámara - me dijo. Me encogí de hombros.
- Debe ser eso.
Han transcurrido casi cinco años desde esa escena. María Eulalia regresó a su país y de vez en cuando, miro sus fotografias, recordando esa visión mia de la Venezuela "humilde", esa arrogancia de la Ignorancia. Y me pregunto, cuantas veces cometemos el mismo error, cuantas cientos de veces juzgamos sencillo lo complejo, ridiculizamos lo que llegamos a hilvanar como escenas de lo que reconocemos como cotidiano. Y es que somos, tan frágiles en nuestro desconcierto, tan elementales en nuestra necesidad de alegoría. Muy probablemente ese es el motivo de la Venezuela actual, de esa brecha entre hoy y ayer, entre ninguna parte. La filosofía del odio.
Le mostré a muy poca gente la serie de fotografías completas. A una de las pocas que lo hice fue a uno de mis profesores universitarios, un sociologo con mucho de clérigo aunque sin devoción religiosa alguna. Las miró todas y me hizo algunos comentarios críticos casi hirientes. Sobre todo con respecto a las imagenes de Maria Eulalia y su familia. Les llamó "frívolas". Lo más vergonzoso es que, desde luego, estuve de acuerdo.
- Los Venezolanos somos intrínsecamente clasistas - me dijo. Ordenó las fotografías una a una, mirando la sucesión de pequeñas fotografias con un gesto huraño - tenemos una idea épica de la pobreza. O del otro lado, una bastante turbia. Son estereotipos. Los "pobres" son criaturas fabulosas, que tienen su propio mundo y elementos. Como clase Media, te educaron para jerarquizar el mundo aún con mayor dureza que de haber sido millonaria.
No respondí. Ofendida y furiosa, intenté pensar en un argumento como rebatirle, como desmontar sus ideas durísimas, angustiosas. Pero era verdad. Cuando toqué la puerta de Maria Eulalia, cámara en mano, no pensaba ni mucho menos en una interacción, una manera de comprender su vida y expresar una serie de ideas profundas. Deseaba mostrar lo que yo creía era pobreza o al menos, lo que significaba para mi esa marginación cultural tan esencial. Finalmente, suspiré, sacudiendo la cabeza.
- ¿El sindrome de hija bien, progre y socialista? - murmuré. Las mejillas se me enrojecieron de verguenza. Mi profesor río en voz alta.
- No exactamente. La clase media Venezolana es dolorosamente simplista - respondió. Se reclinó sobre su silla y abrió la ventana de su despacho en la Universidad Católica Andres Bello. Más allá, el barrio se extendía como una colección de escenas, circunstancias e historias que yo no podía comprender. Me sentí lamentablemente limitada, abrumada. Y es que la realidad te golpea, te deja sin habla. Te abre los ojos a la fuerza.
- En unos años, Chavez será una especie de héroe. Ya lo es - dijo mi profesor entonces - y lo será por las mismas razones que jamás perderá una elección ni tampoco, conseguirás convencer a ningún seguidor suyo que es un funcionario público inepto: Identificación. Para la gran mayoría de las personas de escasos recursos del país, Chavez los sacó de su unidimensionalidad, y les otorgó un lugar. Lo hizo visible, poderoso. Les dio un lugar en la historia reciente. Eso siempre será más importante que cualquier cosa.
He recordado sus palabras muchas veces durante las últimas semanas. Las recuerdo, mientras la represión y la violencia invanden las calles de Caracas y una parte del país lo ignora, lo mira indiferente. El odio se manifiesta desde luego, pero también, es profundamente elemental esa visión de lo que ocurre. Venezuela siempre estuvo rota a la mitad. Solo que ahora, esa ruptura - la grieta histórica - es un arma política.
Le explico todo lo anterior a Gladys (no es su nombre real) mientras tomamos un café juntas en una Panadería cerca de mi casa. Le hablo sobre Maria Eulalia, las fotografías, los comentarios de mi profesor. Nos hemos hecho amigas o tal vez, simple cómplices en mirar al país que nos supera, nos sacude. Me escucha, con esa atención suya, calmada atenta y sabia. Cuando no tengo nada más que decir, suspira. Miramos la calle con su tráfico normal, la multitud de transeúntes que caminan de un lado a otro. La normalidad dentro de ficción frágil.
- Mucha gente cree que entiende el país porque lo ve bonito, porque el Ávila es chevere, porque sus vecinos piensan lo mismo - me dice entonces - a veces mija, uno cree que tiene la razón porque nada lo contradice. Pero la verdad es que en Venezuela nadie escucha a nadie. Nadie quiere nada con el otro. Todos somos desconocidos.
Me cuenta que en su barrio, la protesta empieza a calar, gota a gota, con esa lentitud de otra visión de las cosas, de la interpretación esencial de otra realidad. Varias de sus vecinas le hacen preguntas, se preocupan por lo que ocurre. De vez en cuando, van a su casa a conversar con su hija, que participa activamente. Hace un par de días pasó un susto: La muchacha no llegó y corrió el rumor entre sus compañeros de clase, que había sido detenida en Altamira. Gladys me cuenta el temor, la angustia sin nombre hasta que recibió la llamada de la hija, escondida en la casa de algunos vecinos en medio de la represión brutal de Chacao.
- Nadie entiende lo que está pasando. Mucha gente dice que para que se arriesgan esos muchachos, que eso no cambia nada - me explica. Le noto cansada, agobiada y pienso que las siete - casi ocho - semanas de crisis nos golpean a todos. De diferentes maneras, en otra forma de entender a Caracas, a la violencia y la agresión. Pero todos somos victimas - pero entonces van al mercado y no encuentran nada. Y lo que hay está tan caro que no hay quien lo compre.
No respondo. Miro a mi alrededor. Los grupos cabizbajos. La sensación de tensión a pesar de la fragil patina de realidad. Gladys lo mira también y siento, que en ese silencio suyo hay una elocuencia devastadora, dolorosa, significativa.
- ¿Tu que piensas? - le pregunto. Ella levanta el vasito de plastico con café. Se lo toma en sorbos lentos. Finalmente me mira, agobiada. Un poco perdida. Como yo.
- No sé mija. No sé que pasa o que va a pasar. Pero tengo miedo que termine mal. Peor de lo que ya está - comenta. Los labios apretados. Una fina red de arrugas inquietas le cubren la expresión - el país no se entiende. Entre gritos, nadie se escucha. En el medio siempre estamos los de siempre.
Los de siempre. Pienso en ese término mientras nos despedimos. La veo alejarse por la calle, una señora aún joven, con su bolso de plastico en el hombro, sus pantalones de algodón y la franela de colores brillantes. Y siento miedo por ella y por mi. Por todos, por los que protestamos, por los indiferentes, los temerosos, los desconcertados, los que gritan con el puño radicalizado por una visión u otra de una idea de país rota a la mitad. En este país donde nadie se escucha, donde nadie quiere comprender. El país de los arrogantes y en el medio, sí, los de siempre, los agobiados, los sobrevivientes. Las victimas silenciosas, los que luchan a diario contra una crisis que pesa, que agobia que asfixia. Los rostros de una tragedia lenta, que se construye a diario.
Los hijos de la Venezuela indolente.
C'est la vie.
3 comentarios:
Tu artículo, tan sincero que logro despertar en mi una serie de emociones y sentimientos. Hasta llorar o sentirme avergonzada. Gracias por compartirlo por acercarnos a entender que realmente nos desconocemos.
Hola, me gusto tu texto, escrito bien y con sensibilidad. Pero no comparto las ideas de tu profesor. No somos "intrinsecamente clasistas". A pesar de que nuestro origen fundacional como Capitania General nos dio una impronta menos civil que naciones que habian sido Virreinatos cuando colonias, eso mismo determino que nos dieran menor importancia como destino. No llego a Venezuela una oligarquia arrogante y tampoco hubo una endocruza tam pasiva protegiendo a esa clase. Hubo mucho mestizaje y menos clasismo. Y luego, ya en el siglo XX, Betancourt tuvo ese proyecto comunista que luego se transforma en democratico. Y eso tambien ayudo a impedir el clasismo. Al menos abierto. Y los tiempso del Pacto de Punto Fijo hicieron mucho por acercar esas dos Venezuelas. Ayudaron a la promocion social. Hubo buena educacion, estudiaron en el exterior. No hubo esa brecha insalvable que imaginas. Luego el PPF comenzo ahundirse. Y un proceso complejo, en el que actuaron muchos resentidos, ayudo a que llegaramos hasta esto. Pero te felicito por tu texto y por tu voluntad de enternder al otro. Y sin embargo, ese otro no esta tan lejos de nosotros como lo crees. Estamos mas unidos y menos polarizados de lo que parece.
Yo creo que esta sociedad sí es clasista... precisamente porque en el fondo no nos diferenciamos tanto y esa "distinción" de los de arriba hubo que construirla, simbólicamente, en nuestro agitado siglo XX. También es verdad la movilidad, que la hubo. Pero el modelo se hizo añicos en los ochenta, y lo que fue un logro para algunos, también fue promesa incumplida para la mayoría. Y a partir de esa frustración se ha construido la identificación con el chavismo. Pienso en tu texto, en esa escena de María Eulalia contando la comida y la ironía es que así estamos la mayoría hoy, no importa cuántos idiomas hables o si lees poesía. El reto es reencontrarnos, más allá de los odios que hemos creado. A veces temo que no podamos. Un abrazo!
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