sábado, 24 de mayo de 2014

De la bruja que lloraba de cara al cielo y otras pequeñas tragedias.





Cuando era niña, la idea de la muerte me aterrorizaba. No hablo de un temor abstracto, un poco borroso, sino a algo visceral, que me inquietaba a toda hora y por muchos motivos. Tal vez se debía a que mi salvaje imaginación sólo podía imaginarse ese "después" luego de la muerte de una manera casi aterrorizante, como si todos mis temores estuvieran contenidos en ese espacio silencioso de la vida que nadie podía explicarme muy bien. Después de todo, lo único que sabia es que la muerte era el final: Inexorable, incontestable y cruda. No había interpretaciones, tampoco un análisis que pudiera suavizar el concepto. La muerte ocurría y después de allí, cualquier cosa que pudieramos pensar solo se trataba de conjeturas, meras ideas mentales sobre algo a lo que nadie tenía respuesta.

Por supuesto, no pensaba en términos tan complejos. Con diez años cumplidos, la muerte era una sucesión de escenas: el cesped verde y jugoso del cementerio de la ciudad, las enormes flores de Crisantemos, incluso su olor entre dulzón y desagradable. Las fotografías que mostraban el rostro joven y saludable del difunto, quien había abandonado el presente - y sin duda el futuro - para ser solo recordado. Era una idea triste pero sobre todo escalofriante. Más de una vez, pasé noches en vela, pensando en la muerte. Y después sobre mi muerte. Porque no me llevó demasiado hacer asociaciones simples y comprender que si todos morían - y de hecho, así sucedía - yo moriría alguna vez.

Creo que la primera vez que tuve esa idea fue cuando el hijo menor de mi tia materna, murió. Había sido un bebé amado y muy deseado. Por meses, yo misma había celebrado la llegada de aquel nuevo primito, que todos aguardabamos con la natural ilusión que todo bebé trae aparejado. Solía sentarme junto a mi tia M. y mirar su vientre crecer, redondeado y fecundo. Una promesa, pensé más de una vez, encantada de haber encontrado un palabra muy poética para describir esa sensación de esperanza que me invadía. Una nueva historia que comenzaría a escribirse con el primer llanto de un querido bebé. Esperé el día de su nacimiento con una ilusión radiante. ¡Ya quería verle! Le imaginaba muy claro, con su dulce carita sonrojada, envueltos en mantas, durmiendo quizás entre mis brazos. La idea me parecía preciosa.

El día de su nacimiento, me levanté muy temprano. Aguardé en la cocina de mi abuela, junto con el resto de mis tias y primas, la llamada que anunciaría que ya había un nuevo bebé en la familia. Imaginé el momento: al algaria de risas y lágrimas. Pero lo que realmente ocurrió es que mi abuela escuchó a su interlocutor telefónico con una expresión tensa y angustiada en su rostro. La alegría se disolvió muy rapidamente y muy pronto, hubo lágrimas pero de miedo y preocupación. Nunca supe muy bien que ocurrió: me llevó varios días comprender que mi primito había nacido estando muy enfermo. ¿Eso era posible? me pregunté. Tenía la idea peregrina que las enfermedades eran cosas de adultos, incluso de ancianos muy cansados que se quejaban en voz baja de sus naturales achaques. Pero mi primito, de hecho, había llegado al mundo tan gravemente enfermo que la alegría se transformó de inmediato en angustia. Sufría un padecimiento cardíaco de origen congénito que nadie había podido prever y que afectaba su salud por completo. Durante semanas,  el bebé se esforzó por sobrevivir, en medio de la angustia de sus padres y sobre todo, una sensación de desconcierto muy doloroso del resto de la familia. No lo logró. Un mes después de su nacimiento, el bebé murió.

Nadie me lo dijo. De hecho, creo que todos a mi alrededor se encontraban tan aturdidos, cansados y abrumados que no había una palabra que pudiera contener esa infinita tristeza que nos sofocaba. Me recuerdo sentada en la sala de la casa de mi abuela, a solas, mirando todos los rostros compungidos que aparecian de vez en cuando a mi alrededor. El dolor adulto me era por completo desconocido, pero sobre todo, lo que ocurría, esa experiencia sin sentido que me dejó sin armas para comprenderla. Porque para mi la muerte era el final del camino, era lo que ocurría después de vivir una vida larga y probablemente llena de experiencias. ¿Por qué mi primito había muerto de esa manera? ¿Por qué no había podido vivir como tantos otros? ¿Que ocurría con su espiritu, muriendo tan joven? Las preguntas me abrumaban pero sobre todo, el dolor de no tener ninguna respuesta.

Mi madre se negó a hablar sobre el tema. Ni siquiera me permitió ir a la pequeña ceremonia familiar en memoria de mi primo y mucho menos, explicarle como me sentía. Me dijo que era insano, poco "delicado" incluso recordar al bebé. De manera que dejé de hacerle preguntas pero continué aterrorizada. Comencé a leer sobre la muerte, intentando entender el motivo por el cual la gente moría, o que ocurría después. Me obsesioné con relatos sobre Lugares paradisíacos y promesas de luz eterna. Pero finalmente, todo se trataba de lo mismo: Nadie tenía más idea que yo sobre lo que ocurría una vez que el espiritu abandonaba el cuerpo, dejándonos a cambio dolor. ¿Y si no ocurría nada? ¿Y si simplemente desapareciamos como polvo en el viento?

Una idea escalofriante. Más de una vez, me encontré llorando aterrorizada, imaginando ese no-lugar, esa nada inquietante que había más allá de la muerte. ¿A donde irían mis recuerdos? ¿Que pasaría con todas las palabras que había leído, con las risas, llantos, el sabor de las galletas? ¿El café exquisito en la cocina con olor a albahaca? Me parecía incluso más aterrorizante que la muerte el olvido, flotar en medio de la Oscuridad de un Universo intangible, sin nombre y sin identidad. Olvidados. Convertidos en fragmentos de historia que nadie volvería a contar jamás.

En una ocasión, mi tia E. me encontró llorando en la escalera de la casa de mi abuela. Había encontrado una manta del bebé, una de las tantas que las tias habian cosido para él durante los meses que le habíamos esperado con tanta alegría. Ahora me parecía un valle árido, un simbolo de dolor tan profundo que sostenerlo entre mis manos, mirarlo, me parecía insoportable. Tia E. me escuchó, doblando la pequeña pieza de tela con cuidado.

- Tia ¿Qué ocurre cuando morimos? ¿Las brujas saben que pasa? - pregunté esperanzada. Ella suspiró y me dedicó una larga mirada apreciativa.
- ¿Te está preocupando mucho eso no?
- Me asusta, más bien.

Movió la cabeza, comprensiva. La seguí hasta el cuarto de costura de la tatarabuela, donde se habian guardado todas las pequeñas cosas que habían tejido y cosido para el bebé. En la casa, había un silencio poco habitual, inquietante. Y comprendí, con esa subita lucidez de la niñez, que unicamente yo no me encontraba triste, herida de dolor por la muerte de aquel pequeño primito que apenas sobrevivió para ser recordado. Abuela se encontraba cansada y entristecida, y mis tias, tan abrumadas que su silencio era una forma de duelo. Me senté en el enorme sillón de la tatarabuela, ese que me gustaba tanto por sus remiendos y sus cojines deformes. Tia E. se veía pálida, incluso más delgada. El cabello despeinado cayendole sobre los hombros.

- Me da miedo la muerte - le confesé, en voz bajita - me da miedo no saber que es o por qué ocurrirá.
- Es lógico - respondió - es natural hacerse preguntas. Yo también me las hago. Tampoco sé que ocurre después de morir.
- ¿No te preocupa no saber? - pregunté - las monjas del colegio me dijeron que el bebé iría...un lugar tranquilo para dormir siempre. Y eso solo si lo habian bautizado.

Me había hecho sentir más miedo esa idea. La hermana Mercedes había insistido que todos los bebés nacian "con el pecado original" y que mi primito solo llegaría al Prometido Paraíso, si sus padres le habían bautizado. Me recorrió un escalofrío pensando en eso ¿Mi primo tendría que pagar por algun descuido de sus padres? Y de tan preocupados y ofuscados como estaban, pensé. ¿Habrían recordado bautizar al bebé? Mi tia era bruja, hija de la Diosa y no lo haría, pero mi tio era Cristiano y quizás si le preocupaban esas cosas. Mi tia E. me escuchó con los ojos muy abiertos cuando le conté todo eso.

- La cristiandad cree que toda criatura nace culpable del pecado que cometió Adán y Eva en el Paraíso. Según el Génesis de la Biblia, desde que ambos fueron expulsados por comer la Manzana del Bien y el Mal, todo hombre, mujer y niño hereda su pecado y debe sufrirlo - me explicó, un poco escandalizada - pero eso es una idea muy medieval y sin sentido. En realidad, todos nacemos tan puros e inocentes como toda criatura de la naturaleza. Y no creo que exista un lugar a donde bebé pudiera ir solo por no cumplir un rito cristiano.

Me encogí de hombros. Yo tampoco lo creía, pero ¿Y si era cierto? ¿Y si bebé ahora se encontraba triste y olvidado en un lugar sin nombre solo porque no había recibido el bautismo cristiano? Mi tia E. me acarició la cabeza cariñosamente, consolándome.

- Hija, nadie sabe que ocurre después de la muerte, pero sin duda no creo que sea un acto de crueldad tan terrible como castigar a un bebé por las culpas de sus padres. El bien y el mal, la culpa, son conceptos religiosos, morales, éticos. La vida es mucho más grande y sabia que eso.

Suspiré, mirando por la ventana. El cielo se abría en una curva radiante sobre la montaña, tan diáfano y bello que resultaba casi conmovedor. El olor de la hierba se enredaba con el viento y me llegaba en lentas ráfagas. Sentí una profunda sensación de paz y de belleza. Y también de tristeza. Bebé jamás podría oler la montaña en su despertar de Mayo, ni correría por el jardín antipático de la abuela. Se habia perdido todos esos pequeños grandes momentos. Todos esos extraordinarios secretos de los días. Eso me producía un sufrimiento intimo que no podía comprender muy bien. Algo muy parecido a la melancolia.

- ¿Que creen las brujas que ocurre cuando muere alguien? - pregunté entonces - ¿También creen que vamos a algún lugar o que no ocurre nada?

- Creemos que todos formamos parte de la naturaleza y a ella volvemos - dijo Tia - concebimos la vida y la muerte como un ciclo interminable, uno fecundo y muy bello. Tu cuerpo vuelve a la tierra, para formar parte de la historia que vendrá...

- ¿Y el espíritu? - insistí - ¿Crees que lo que somos, quien soy yo, desaparecer, deja de existir?

Tia E. sonrío. Se sentó el piso frente a mi y me contempló en silencio. Solo entonces noté su tristeza, tan aguda como la mía pero expresada de otra manera totalmente distinta. Una tristeza adulta, de pequeñas arrugas alrededor de los labios y los ojos profundos. Me tomó de las manos, acariciándome los dedos con un gesto lento y tranquilizador. Años después sabría que no sabía que responderme, como consolar mi angustia sin confundirme con conceptos filosóficos tan viejos como complejos. Siempre agradecí que lo intentara.

- No, creemos que se transforma en algo más. En algo más bello y sublime. Nada de lo que se crea, muere realmente, sino que se hace más fuerte, se hace enorme, se hace parte del Universo. Un espíritu abandona su cuerpo para continuar su trayecto hacia el conocimiento, hacia el poder del Espíritu creador. Hacia la luz. Y sin embargo, todo ese camino, largo y complicado, implica que regreses una y otra vez a la Tierra. Para vivir otra vez.

Me quedé sin aliento. Esa era una interpretación de la muerte que nunca había escuchado. ¿Como era posible? ¿No era un lugar entonces? ¿De que se trataba la muerte y la vida entonces? ¿Un tránsito incesante entre todas las experiencias que podías acumular y olvidar? ¿Eso era justo? ¿Tenía más sentido que directamente llegar a un lugar de Luz donde todo te sería perdonado o uno donde serías castigado?

- Pero entonces, es siempre como empezar otra vez - dije, confusa - como si todo lo que aprendiste, no tiene valor porque lo olvidarás.

- No, todo lo que aprendes te enriquece, te hace más fuerte. Te lleva a crecer - respondió - Para la brujería el alma humana es parte de un todo, del Universo mismo y va perfeccionándose de vida en vida, aprendiendo lecciones que le permitirán avanzar en planos de existencia, más allá del que ahora vivimos. En brujería, creemos que el espíritu humano construye su propia experiencia, decide quien será su padre y su madre, donde nacerá y de esa manera, obtiene el aprendizaje para continuar ascendiendo, aspirando a formar parte de la Luz radiante, la Diosa, el infinito.O simplemente ese Universo que te excede, que es mucho más grande que cualquier interpretación. Un lenguaje de estrellas.

Traté de imaginarme esa idea: traté de imaginar todas las veces que mi espíritu habría vivido y las que viviría. Cada vez con una lección, cada vez con algo que aprender y crecer. ¿Era realmente tan hermoso, tan esperanzador? Era un pensamiento que enaltecía la existencia humana en algo tan extraordinario como la luz de las estrellas, el color del agua del mar, el sabor de las tardes olvidadas. Incluso, la vida de mi primo, tan corta y dura, había sido una lección quizás, para él, para su familia. Una durísima, una tan angustiosa que todavía no la comprendía. Y sin embargo ¿No insistía la brujería que la naturaleza, la vida misma era bella y cruel al mismo tiempo? Una idea que jamás había comprendido pero que ahora tenía mucho más sentido. La naturaleza, como parte de un ciclo infinito, duro y cruel, pero natural, del que nadie podía escapar.

El pensamiento de vivir para aprender y morir para vivir,  me acompañó por meses enteros. Lo medité tantas veces y de tantas maneras que creí me encontraba obsesionada con él. Pero en realidad, solo encontré que tenía mucho más sentido que una condena o de un premio celestial. De pronto, la muerte dejó de aterrorizarme, al menos no tanto como solía hacerlo, no porque la idea de la reencarnación me consolara sino porque eventualmente comprendí que la muerte es un proceso natural y que la manera en que lo percibía, era parte de mi experiencia como parte de ese ciclo interminable de aprendizaje. Tal vez no podría nunca llegar a comprobar que tan cierta era la idea de la reencarnación, pero si comencé a hacerme preguntas sobre la muerte, no como el final, sino como un fragmento de una historia muy amplia, interminable que involucraba a todos, en cada pensamiento, en cada idea, en cada sueño y dolor. La muerte, como parte de la vida e incluso, como parte de ese largo proceso de mirarme como parte de la naturaleza y el poder creador.



Pensé en todas esas cosas, sentada junto a la pequeñísima lápida de mi primo, en el cementerio de la ciudad. Finalmente, mi abuela me había llevado y ambas nos sentamos juntas en el césped verde y radiante, para meditar sobre su breve existencia y el amor que nos despertó el breve atisbo de su existencia. Pensé en lo mucho que le había querido, aún sin conocerle y en el dolor profundo que me había provocado perderlo.  Una historia que aún atravesaba con dificultad. Mi abuela se inclinó y con cariño, dejó un pequeño tarro de flores blancas junto a la lápida donde podía leerse su nombre. "Inolvidable y querido hijo, hermano, nieto".

Inolvidable, trascendente. Tal vez como todas las historias destinadas a contarse, a renacer una y otra vez, en infinitas variaciones de la belleza. Un sueño interminable, que avanza y se construye a partir de una profunda visión de quienes somos, más allá de nuestro cuerpo y la identidad que nos pertenece. Somos cielo, somos mar, somos sueños, somos la risa y la lágrima.

Somos eternidad.

C'est la vie.

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