sábado, 10 de mayo de 2014
La bruja con las manos llenas de palabras y otras historias sencillas.
Siete piedras de río, una piedra de mar. Siete sueños escondidos. Siete regalos de paz.
Recordé la vieja invocación de pronto, como un fragmento de una idea que brota en el silencio de los parpados cerrados. Cuando abrí los ojos, me recorrió una curiosa sensación de inocencia, como si el recuerdo formara parte de una imagen muy vieja, borrosa en mi mente, tan antigua que no pude encontrar un lugar para ella de inmediato. En la oscuridad, el sonido del viento me arrulla, el calor de la noche me envuelve. Y sonrío, aunque no sé exactamente por qué. Repito la invocación en voz alta.
Intento recordar. En la penumbra de mi habitación, el tiempo parece cantar.
Mi abuela solía conservar varios altares dedicados a la Diosa sin nombre, el secreto del bosque. Por supuesto se trataban de modestas y caseras representaciones de la divinidad femenina, elaboradas a partir de una idea muy profunda sobre esa visión del tiempo y la fe: Esculturas de damas sin rostro con los brazos levantados hacia el infinito, círculos de flores, triadas de velas a medio derretir. Pero sin duda, mi favorito era el probablemente más extraño de todos y quizás por ese motivo, el más hermoso. Se encontraba en el jardín antipático de mi abuela y con frecuencia, acudía solo a contemplarlo, para asombrarme un poco de su significado.
No era nada especial, ni tampoco lujoso. Se trataba de una simple laja de piedra pulida, rodeada de trocitos cuarzo rosa y blanco. En el centro, tenía circulo tallado probablemente a cincel y formol. Siempre hay una vela encendida justo en el centro, a medio derretir, de diferentes colores. Una escultura improvisada de cera que parecía cambiar de forma constantemente. Nunca supe quien de las mujeres de la mi familia encendía la vela o cual de ellas se preocupaba porque estuviera siempre encendida. El caso es que siempre me sorprendía esa pequeño gesto devoto hacia el silencio, en medio de los rosales enmarañados y las sombras de las grandes ramas del árbol de Mango del fondo de la muralla. Sentada en la hierba, lo contemplaba en su sencillez, fascinada sin que pudiera comprender muy bien el motivo, por ese ternura sencilla de la piedra brillante, del cuarzo lanzando destellos en la oscuridad. ¿Qué representaba la piedra desnuda? ¿Por qué la vela siempre debía estar encendida? ¿Que significaba ese austero grabado de un circulo en mitad del monumento? Quería preguntarlo pero tenía la sensación se trataba de un irrespeto o quizás, algo tan sutil como romper un voto de complicidad que no sabía bien de donde provenía.
Aún así, seguí volviendo al altar de las rosas cada vez que podía. Casi siempre de noche. Nadie me había prohibido contemplarlo, mucho menos visitarlo, pero había algo significativo en hacerlo a solas, en esa oscuridad cálida del jardín que me rodeaba mientras contemplaba aquel pequeño monumento a algo tan antiguo e intimo que apenas comenzaba a comprender. En una ocasión, llevé una piedrita que había encontrado de camino a la escuela - de un azul radiante que me sorprendió - y la dejé justo al lado del cuarzo con mano temblorosa. Me sentí un poco absurda haciéndolo. Como si lastimara la tosca simetría del altar. Pero también estaba segura que era lo correcto: que esa piedra azul venida de algún lugar desconocido, había viajado por muchos lugares y quizás durante mucho tiempo, para descansar allí. Para unirse a los cuarzos pulidos y al circulo sin nombre - el centro de los misterios - para celebrar..¿Qué? La pregunta me tomó por sorpresa. ¿Que celebraba un altar? ¿Que indicaba su belleza extraña austera? No lo comprendí aún. Pensé en los altares dentro de la casa, repletos de flores y figuras femeninas. Este era muy distinto. ¿Qué simbolizaba esa quietud, esa delicadeza? No lo sabia. Con todo, dejé la piedra. Con cuidado. Me pregunté si quien encendía la vela - ya fuera mi abuela o cualquiera de mis tías - la arrojaría al suelo, le parecería impropia. Sin sentido.
Pero al día siguiente, la piedra azul continuaba allí, junto al circulo misterioso. Sonreí.
Seguí pensando sobre los altares y su significado por semanas. Leí un poco y encontré que para la mayoría de las civilizaciones, un altar es una muestra de gratitud a la Divinidad, una conexión con los enigmas que rodea las devociones. Me pregunté si para todas las creencias el significado era el mismo, si tenía el mismo poder de evocación, de atraer los pensamientos, de permitirte un momento de reflexión. Cuando se lo pregunté a Antolin, el sacerdote que confesaba a las monjas bigotonas del colegio donde me eduqué, soltó una de sus carcajadas estruendosas, de catalán descreído.
- Un altar es una muestra de fe - me dijo - pero es básicamente la representación de lo que creemos nos une con lo Inefable. Un altar es una visión de lo que consideramos sagrado, en medio de las cosas habituales, de la normalidad aparente.
Pensé en mi altar solitario, con su vela derretida y sus piedras. No tenía comparación con el imponente altar de la capilla del colegio, con sus arabescos de oro y sus manteles de lino y seda. Me pregunté si el lujo y la belleza era una forma de respeto.
- No. El lujo es una apreciación muy humana sobre lo bello, pero es totalmente fútil para expresar la creencia - me respondió Antolin - puede ser de oro o de piedra, pero lo que hace a un altar poderoso, hermoso, significativo, es el significado que le des y eso...está aquí.
Se señaló el pecho. Tuve una imagen de algo radiante, oculto, profundamente intimo que no supe como explicar, pero que sí, estaba justo allí en mi corazón, en un sentimiento recóndito y profundo que no podía explicar bien. Esa noche, sentada frente a mi altar de piedra, pensé de nuevo en esa sensación y me llevé la mano al corazón. El significado de todas las cosas.
Unos días después, traje otra piedra. Esta vez, era plana, plateada y brillaba con pequeños destellos a la luz de la vela. La coloqué junto al circulo con cuidado. Había algo originario, primitivo en la imagen. Por supuesto que con diez años, no lo pensé en términos tan profundos. Solo sentí esa reverencia que todos sentimos supongo, hacia lo que consideramos venerable y mágico. Lo simplemente hermoso.
Mi tía E. solía ocuparse de los altares de la casa con mimo. Limpiaba las esculturas de cristal y madera con un paño seco, ordenaba las plantas y objetos con mano firme y después, dedicaba unos minutos a mirar el resultado, con una sonrisa. Me miró curiosa cuando la seguí a todas partes una mañana, observándola.
- Tia ¿Todos los altares son mágicos? - pregunté por último.
Tía E. no respondió de inmediato. Tomó una de las esculturas - una de mis preferidas, además - y la colocó con cuidado sobre sus rodillas. Se trataba de la talla en mármol de una mujer de cabello largo y alborotado que extendía un arco con una única flecha hacia un cielo imaginario. Llevaba un vestido sencillo - solo lineas talladas alrededor de la cintura y el cuello - y tenía un aspecto imponente. Siempre me pregunté si se trataba de la Diosa Diana o quizás alguna mucho más antigua. Tía pulió con cuidado la piedra hasta que lanzó destellos blancos a la luz del sol. La colocó de nuevo en su lugar, junto a un pequeño bordado de lunas y estrellas.
- Lo que hace mágico a un objeto es la intención de quien lo mira - me explicó - la magia, como la fe, son expresiones de un tipo de belleza personal. Muy profunda. Cada vez que brindas poder y energía a un objeto, lo haces parte de una serie de símbolos personales e imperecederos.
Imperecederos. Me repetí las palabras varias veces en voz alta. Que hermosa me pareció. La repetí mirando el Verde Ávila junto a la ventana y después, la linea azul del cielo de Caracas. La repetí otra vez, junto al altar del jardín y de pronto, me pareció que sus piedras, su vela siempre encendida y su circulo, tenían un significado tan viejo que apenas podía entenderlo, que iba más allá de lo que podía ver y comprender. Una visión elemental sobre un sentimiento más viejo, más inquieto, más dulce que ningún otro. Miré hacia el cielo y la cúpula de estrellas pareció palpitar a mi alrededor, danzar con dulzura en la oscuridad añil. Sí, imperecedera como la fe.
Unos días después, cuando volví al altar, encontré a mi abuela. Sonreí, cuando la vi encender una nueva vela en el centro del circulo y después, mirar la llamita en silencio, con los ojos muy abiertos. Aguardé, junto al árbol de mango hasta que notó que me encontraba allí y sonrío.
- ¿Te gusta estar aquí? - me preguntó en voz baja. Me acerqué, preguntándome cuantas veces mi abuela me había visto allí, sentada en la oscuridad, contemplando el solitario resplandor de la vela en la oscuridad. Me emocionó el pensamiento, como si a ella y a mi nos uniera ese privilegio de las noches cálidas del jardín, la conmovedora belleza de la piedra pulida bajo la luz de las estrellas.
- Me hace sentir tranquila, como si el silencio y la noche fueran algo bonito - explique. Quería decir más cosas: explicarle el asombro que me causaba el circulo misterioso, la vela, el olor de la hierba danzando alrededor de una única luz en la penumbra. Tenía la sensación había algo muy profundo en todo aquello, un tipo de belleza y de profunda dulzura que no entendí muy bien pero que me hacia sentir una emoción enorme, casi como una sonrisa secreta. Pero eran ideas complejas, al menos para mis diez años, de manera que miré de nuevo la vela, en esta ocasión azul, derritiéndose lentamente sobre las otras, las tantas que había formado una pequeña silueta de cera en el altar.
- Cada uno de nosotros asume lo Divino de una manera distinta - dijo mi abuela en voz baja. Se inclinó y con cuidado, recorrió con la yema de los dedos el circulo de la laja de piedra. Lo hizo con un movimiento lento, delicado, tan respetuoso en su ternura que me dejó sin aliento - nadie mira lo que cree con los mismos ojos, pero todos sabemos que hay algo infinitamente bello y bueno en nuestras ideas más profundas. Cada quien puede llamarle como sea, pero al final, resume una sola cosa: aspiramos a lo mejor de nosotros mismos.
No supe que responder a eso. Y estuve a punto de admitir en voz alta que no lo comprendía. Pero en realidad...si lo hacia. No sabía como explicarlo pero lo que mi abuela me decía tenía sentido para mí, uno muy dulce y casi doloroso. De pronto, esa noche sencilla me pareció significativa. Como si nuestra presencia allí, en medio de la hierba fresca y el olor a montaña tuviera un sentido. Significara algo, aunque no supiera qué.
- ¿Que significa el circulo? - me atreví a preguntar finalmente. Mi abuela suspiro, como si el olor del viento la abrazara en un gesto invisible y reconfortante. Tal vez, así era.
- A la Diosa, al Dios, pero no con un nombre, mucho menos un rostro - me explicó - sino algo más grande que todos nosotros, de cualquier pensamiento. La energía y el poder que une a las estrellas, que da su color al mar, su olor a las montañas. El sonido de la risa de quien quieres, el sabor de tu comida favorita. El placer de la primera palabra de un libro. Todas la cosas que juntas, forman lo más hermoso y sustancial de ti misma, lo que se hace fuerte a medida que sonríes, que lo atesoras, que forma parte de cada día.
Parpadeé, con lágrimas en los ojos. Sus palabras me hicieron imaginarme un escenario extraordinario, lleno de pequeñas cosas. Las risas de mis juegos en el colegio, ese olor asombroso de un libro al abrirse por primera vez. El sabor de las galletas de Avena, la sensación de correr rápido, muy rápido en hierba fresca. Y comprendí, aunque en ese momento no lo supiera, que la Divinidad - o lo que consideramos sagrado - es parte de nuestro Universo interior, de los miles de paisajes remotos y desconocidos de nuestra imaginación.
- Siete piedra de río. Siete piedras de mar. Siete sueños escondidos. Siete regalos de paz - canturreó mi abuela en voz baja. La llama de la vela ondulo en la oscuridad. El viento continúo soplando en la noche, acariciandome el rostro. Y esa sensación me pareció en si misma mágica, enorme, dulce. No por extraordinaria sino justamente por sencilla, por sentida. Por intima. Parpadeé, asombrada por el sentimiento que me invadió, que me llenó casi con delicadeza. ¿Quienes somos más allá de lo que tememos y pensamos? Me acerqué al altar, con sus piedras silenciosas y su circulo tallado a fuerza viva y pensé en todo lo antiguo, lo poderoso que habitaba dentro de mi. Algo que aún no comprendía bien pero que formaba parte de mi historia, de todo lo que era y quien quería ser.
Abro los ojos otra vez en la oscuridad. El recuerdo del viejo altar parpadea un momento en mi mente antes de hacerse claro, real. Y agradezco poder recordarlo. Me reconforta encontrar en mi espíritu ese pequeño símbolo de algo tan trascendental como sencillo, un sentimiento tan dulce como extraño. Un fragmento de inocencia olvidado en algún lugar de mi conciencia.
Siete piedras de río. Siete Piedras de mar. Siete sueños escondidos. Siete regalos de paz.
Coloco con cuidado las piedras alrededor de la solitaria vela en mi habitación. Cada una de ellas, las encontré en lugares distintos, en momentos hermosos, tristes e igualmente intensos. Una piedra por cada sueño, una piedra por cada sonrisa. Una piedra por cada sueño infinito. Una piedra por cada momento de paz.
Y miro, mi pequeño altar, mi recinto de intima satisfacción, con la misma sonrisa confiada de la niña que se sentaba a mirar en silencio el altar del jardín, maravillada con ese descubrimiento sencillo del poder de la imaginación y del deseo de soñar.
C'est la vie.
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